viernes, 4 de octubre de 2019

El amor después de los cincuenta



Me parece que el amor después de los cincuenta es lo mejor que puede sucederle a un ser humano. Esta es una observación rigurosa y metódica acerca de las regularidades que se dan en la naturaleza, hecha en mi consultorio de psicoanalista que es un observatorio de la condición humana. Este es un amor vasto y apasionado, entregado y convencido, comprometido y definitivo. Es un amor diferente a los de otrora: el enamorado madurísimo ahora se pregunta “¿qué puedo hacer por ti?,” en lugar de “¿qué puedes hacer por mí?” Es un amor con vasectomía o sin ella, lo digo porque también hay hombres que nostalgian el vivir doméstico de la etapa reproductiva, entonces arrancan nuevas familias a estas alturas de la vida. Quizás lo que hace tan bello este amor otoñal es que el enamorado es un náufrago: es alguien que ha sobrevivido a mil batallas con aciertos y desaciertos, ha protagonizado experiencias ejemplares, y otras que no lo son tanto, es una persona que ha construido y ha destruido, es alguien que ha probado el gusto del pecado y ahora es capaz de tomar una decisión informada y libre. En suma, este es un tipo que ha vivido y ha hecho lo que ha querido, como canta tan bellamente Frank Sinatra.

Sigmund Freud, el primer psicoanalista, planteó la idea revolucionaria de que durante los primeros cinco años de la vida se construyen las bases de la mente en relación con el desarrollo del cuerpo, desde luego, en el contexto de la familia. Así empieza a conformarse tanto la identidad de género como la capacidad de pensar y negociar las necesidades personales con las del mundo exterior ancho y ajeno. Luego, en una siguiente etapa, que coincide aproximadamente con el periodo escolar temprano, el niño desarrolla todavía más su individualidad, sóio que ahora lo hace en un ámbito más amplio que el de la familia, un universo más complejo, impredecible y exigente. Hasta que años más tarde llega a la adolescencia, cuando los cambios corporales propios de esta etapa se dan al unísono con el descubrimiento de un mundo aún más amplio e insondable. Cambios que van de la mano del tránsito irremediable de la sexualidad infantil hacia la de la adultez temprana. De modo que, por así decirlo, en esta etapa se reviven situaciones infantiles, sólo que en una versión mucho más compleja y desafiante.

Pero ahí no para todo. Después la persona se transforma en un soltero con puesto, una expresión que leí alguna vez no recuerdo si en un artículo del periódico o de una revista, incluso hasta pudo ser en un libro, en todo caso se trata de una expresión que me pareció pintoresca. Se refiere al joven adulto que se encarga de su propia vida, solo que ahora lo hace con sus medios materiales y mentales, independiente de los padres, y lo hace con la bella inocencia de la juventud. Desde luego, se entrevé en estas líneas que la progresión del desarrollo de la mente depende de la manera en que se resolvieron las etapas anteriores. Siempre se está aprendiendo a partir de la experiencia vivida. De modo que ahora la persona pone a prueba una vez más su identidad sexual y su mente, sólo que a menudo lo hace desconociendo sus verdades más profundas e inconscientes, sus conflictos infantiles por resolver. Conjeturo que así puede explicarse que la incidencia de divorcio en el primer matrimonio se acerca al cincuenta por ciento.

El vivir doméstico durante la etapa reproductiva es demandante. Aparece, entonces, el problema bastante arduo del paso del enamoramiento al amor maduro. Cuando la pareja además de amarse aprende a ocupar el mundo de una manera eficaz, tolerando la distancia y el aplazamiento y la diferencia, hasta lograr zanjar el desacuerdo y asimilar la desilusión. Así se construye esa bella intimidad que existe entre los que han conocido la maravilla del sexo con amor a largo plazo. Porque tampoco creo que la pasión sea flor de un día, existen las pasiones duraderas.

Y llega el momento de la procreación. Uno de los aspectos de más consecuencias en la vida de una persona, sea porque decide tener hijos o porque, al contrario, opta por no tenerlos. La paternidad es un evento que desarrollo todavía más la identidad de género y el sentimiento de adueñarse de quien se es. Pero también es tan complejo ser padre como no serlo. Además, no todo el mundo sigue el camino de la reparación y la elaboración y el tránsito hacia la madurez. En la adultez, las personas continúan con ese proceso de construir la identidad de género y perduran las exploraciones sexuales de la infancia. La familia es un grupo de altísimo valor sentimental, eso sin mencionar el infortunio y los sinsabores del vivir doméstico, entonces aparece la infidelidad y el divorcio. Entre más veo a las personas en mi consultorio, más me impresiona la dificultad y el dolor que supone romper con una pareja y desde luego con la familia. Contrario al mito urbano, me parece que el divorcio es un evento catastrófico en la vida de la gente, todos pierden: la pareja, los hijos, la familia, los amigos. La viudez, en cambio, tiene la connotación del infortunio y es más elegante; mientras que el divorcio es como si la pareja que se fue se transformara en un muerto viviente, en un zombie como dicen en la televisión, lo cual hace que el duelo sea más complejo porque se mantiene la relación entre los que fueron esposos. Es escalofriante pensar que estamos juntos hasta que la muerte nos separe.

Pasado es el efecto en el presente de eventos ya acaecidos, y es común que el hombre de cincuenta haya vivido esta vorágine. La vida es un continuo aprendizaje: la realidad es imperfecta, siempre contraría los deseos y las explicaciones personales, de manera que la capacidad de elaborar duelos es fundamental. La frustración estimula el pensamiento, mientras que la gratificación no enseña tanto. Así que sabiduría es lo que se encuentra al final del duelo, no es la felicidad. Lo que sucede es que duelo no es sólo dejar de penar por la pérdida, implica reparar, ser capaz de construir de nuevo y seguir adelante de una manera genuina y coherente, que incorpore el conocimiento que se ha adquirido al echar a perder. Lo que abre la posibilidad del aprendizaje y el cambio a partir de la experiencia es sentirse mal consigo mismo y el anhelo de transformarse. Pero no siempre se logra este ideal. El duelo es un trabajo mental exigente que no tiene atajos. Y las personas con frecuencia desfallecen. Al darse por vencidas, optan por los psicofármacos y las estupefacientes y el licor para olvidar, o simplemente repiten compulsivamente. Las personas son genio y figura hasta la sepultura, si no tienen autocrítica, tampoco se sienten incómodas con el estado actual de las cosas ni se hacen preguntas existenciales.

Desde luego también hay parejas convencionales que funcionan como en 1950, se trata de parejas exitosas que son la quintaesencia de la monogamia. Conjeturo que todo esto tiene que ver con la salud mental de base, con la personalidad premórbida podríamos decir. Así hay quienes logran desarrollarse conservando el contacto consigo mismo, siendo genuino y cómodo con lo que se es. Se trata de personas maduras que se desarrollan en familias amorosas y equilibradas y estables. Entonces logran una progresión de sus mentes que es más homogénea y oportuna, sin ser precoz ni mantenerse inmaduro, simplemente, evolucionan de una manera más ecuánime. Asuntos de extrema complejidad, lo digo porque el vértigo de la infidelidad no es para todos, mientras que el divorcio soluciona unos problemas y causa otros nuevos, a menudo imprescindibles.

De modo que la maravilla del amor a los cincuenta está en que es imperfecto. Es un crisol a donde se amalgaman innumerables experiencias pasadas, logrando una mezcla más humana de las pasiones y el pensamiento. La maduración es un trabajo pos de resolver las cuentas pendientes, y en la medida en que la persona conoce más, logra ser coherente tomando decisiones que le hacen más adecuado su funcionamiento en el mundo. La mente está en continuo desarrollo desde el nacimiento hasta la muerte, y el amor después de los cincuenta es el resultado de haber trasegado este mundo inconmensurable e indiferente, por eso a estas edades se valora tanto a la otra persona. El hombre por encima de los cincuenta es alguien que sabe de cosa buena, pero también ha conocido las inclemencias de la vida corriente. O, como decía mi anciano padre: “el joven no sabe apreciar a la mujer.”

martes, 1 de octubre de 2019

En realidad, son pocas las maneras de morir



En realidad, son pocas las maneras de morir



El punto de vista lo es todo. Hace poco me encontré con un querido y viejo amigo: un investigador en envejecimiento. La dinámica de esa grata y animada conversación desembocó en que impera el entusiasmo y el optimismo en su grupo por la longevidad que prometen los nuevos tratamientos genéticos. Anoté que hace un siglo la muerte por lo general era de repente: estaba ligada a infecciones, accidentes y al trabajo de parto; mientras que hoy el fallecer súbitamente es menos común, al menos en los países con sistemas de salud relativamente eficaces, como Colombia. Pero, como la realidad es imperfecta, al final de la larga vida de que ahora disponemos la inmensa mayoría de las personas adquieren una enfermedad seria y progresiva. Entonces mi amigo me miró con condescendencia, y nos despedimos.

En 2005 apareció un artículo titulado “La trayectoria de las enfermedades y el cuidado paliativo” en el British Medical Journal. Describe un modelo para pensar: la trayectoria típica de la enfermedad terminal. Con la intención loable de responder dudas acerca de la expectativa de vida y qué esperar de lo que se avecina, estos autores aportan la posibilidad de anticipar las necesidades del paciente en particular, al compararlo con casos semejantes. Es un paciente crónico con una enfermedad degenerativa que requiere planear e integrar el esquema terapéutico activo con el cuidado paliativo oportuno. Porque al momento de preguntarse acerca del pronóstico, la persona no sólo quiere saber cuánto le queda de vida, también desea informarse acerca de qué esperar. De modo que la trayectoria típica de la enfermedad es un modelo para pensar y organizar las cosas al resolver dudas sobre el tiempo, la salud física y mental, y las interacciones que se esperan con el sistema de salud.

Pero también la trayectoria tiene en cuenta que la realidad es inconmensurable. La enfermedad afecta a las personas de distintas maneras, por eso es difícil establecer el pronóstico a ciencia cierta. Aun cuando puede encontrarse regularidades entre los casos, por los síntomas y las necesidades que surgen con el avance de la enfermedad. De modo que la trayectoria es conceptualmente útil, se basa en estudios cualitativos longitudinales, después de todo anticipar el desenlace de la enfermedad, así no pueda alterarse, ha sido un problema central de la medicina desde los tiempos de Hipócrates. Considerarla permite planear para el tratamiento del deterioro progresivo y la muerte inevitable, que es el desenlace de la trayectoria. Además, conocerla es una manera de asumir la situación terminal, pues al informarse y entenderla pueden tenerse expectativas más realistas sobre el morir. Una óptica aplomada acerca de la expectativa de vida modera el imperativo tecnológico, disminuyendo las hospitalizaciones y los tratamientos innecesarias y agresivos.

Así que considerar la trayectoria de la enfermedad terminal ofrece una visión panorámica sobre la situación global del paciente. Es un marco de referencia que orienta, sin olvidar que cada caso es particular. La realidad siempre elude las palabras. En la práctica, cada paciente muere en momentos diferentes y su progresión no es homogénea. Intervienen variables relacionadas con la enfermedad, la familia y la comunidad, de modo que las necesidades y las prioridades son cambiantes.

Una trayectoria es la progresión rápida y continua de la enfermedad con deterioro evidente, y una fase terminal clara. Esta es una situación que suele darse entre los pacientes con cáncer. Transcurren semanas, meses y a veces años. Se notan los efectos positivos y negativos del cuidado paliativo, pero también hay pérdida de peso, disminución del desempeño personal e incapacidad de encargarse de sí mismo. Con el diagnóstico temprano y la posibilidad de hablar de manera libre acerca de estos temas, se abre la posibilidad de anticipar la necesidad de cuidado paliativo.

Otra es la trayectoria que declina lentamente, aumentando las limitaciones a largo plazo, intercalada con episodios graves e intermitentes, seguidos de recuperación que no llega a alcanzar el nivel inicial. Hasta que, eventualmente, todo termina en una defunción inesperada. Este patrón suele presentarse en el caso de la enfermedad pulmonar obstructiva crónica y la falla cardíaca. La persona enferma por meses y años con exacerbaciones agudas, a menudo severas, y a veces mortales, que suelen requerir hospitalizaciones y cuidado crítico. Pero también el paciente puede sobrevivir, aun cuando con una tendencia general hacia el deterioro en la salud y el estado funcional. En este grupo el momento de la muerte sigue siendo incierto.

En la tercera trayectoria, en cambio, el paciente declina de una manera gradual y prolongada, suave y lenta, este es el caso del anciano frágil y las demencias. El deterioro es progresivo, inexorable, subrepticio, ininterrumpido. Este paciente ha eludido el cáncer y la falla de los órganos, entonces muere a mayor edad con alteraciones neurológicas, como la enfermedad de Alzheimer y otras demencias, así como con fragilidad generalizado y compromiso multisistémico. Además, en este caso la discapacidad es progresiva en lo cognitivo y lo físico. La persona pierde peso y capacidad funcional hasta que sucumbe a eventos físicos menores o actividades diarias triviales. Esta trayectoria suele interrumpirse por la muerte relacionada con la fractura del cuello del fémur o con una neumonía, por ejemplo.

Adicionalmente, hay situaciones especiales. En el caso de la falla renal, verbigracia, podría darse una cuarta trayectoria: el paciente declina de manera continua, con un ritmo de deterioro variable que depende de la patología asociada que subyace. Y, por otra parte, también se considera la trayectoria mental, entonces se rastrea el desempeño social, particularmente en el paciente con demencia, a través de sus actividades diarias y el aislamiento que sobreviene. Pero también, en el caso del cáncer, se tiene en cuenta que el penar aparece los momentos del diagnóstico y de las recurrencias y al final de la vida. Diferente del caso de la persona con falla cardiaca, para quien el desafío es más uniforme a lo largo del proceso de deterioro.

Más aún: hay pacientes que se salen de estas trayectorias o pasan de una a otra, como en el caso del evento circulatorio en el sistema nervioso que produce desde muerte súbita hasta una trayectoria semejante a la del cáncer. Incluso podría darse una sucesión de eventos vasculares subsiguientes, que se manifiestan con un declinar inexorable y lento tachonado de crisis graves que aceleran el proceso cada vez más. Y los pacientes con varias enfermedades pueden tener, simultáneamente, dos o más trayectorias, a donde se vuelve protagonista la de evolución más rápida, como en el caso del paciente mayor con cáncer de progresión lenta. 

Sigo discrepando de mi amigo investigador en longevidad. No hay una receta universal. Las personas con enfermedades no malignas suelen tener necesidades más duraderas y requieren planeación estratégica, aun cuando la carga agobiante de los síntomas termina siendo semejante, a la larga, entre los pacientes con cáncer y los que tienen enfermedades terminales no malignas. Quizá hacer siempre todo lo posible sea un error.

Comprender la manera en que podría suceder la muerte en un futuro no muy lejano ayuda a la persona a organizarse. El objetivo del cuidado paliativo es alcanzar una muerte apacible, digna, oportuna: que no sea muy tarde ni muy temprano. Antes de la etapa terminal, también hay que considerar, en un diálogo razonable entre el paciente, la familia y el médico, la calidad de vida y el manejo de los síntomas. El cuidado paliativo ya no sólo se reserva para el final, cada vez más se emplea tempranamente, en la evolución de la enfermedad, junto con el tratamiento curativo.

Las trayectorias no son una ciencia exacta. Pero sí ayudan al paciente y a los familiares a encarar la realidad tozuda. Sin olvidar que tienen en cuenta el deseo de reanimación y abren la posibilidad al paciente de organizar sus asuntos mundanos. La voluntad anticipada también es importante, en especial para los que van por la tercera trayectoria, pues la toma de decisiones al calor del momento de la crisis es difícil. Hoy se es más libre para fallecer según las preferencias personales, y la trayectoria de la enfermedad terminal permite planear el buen morir. La defunción en la casa es el deseo de la inmensa mayoría: así lo indican el 65% de los pacientes que están en la trayectoria del cáncer y en la de la falla multisistémica, además el hogar es el sitio preferido para el cuidado paliativo del paciente terminal.

Santiago Barrios Vásquez
Médico, psicoanalista 
Miembro titular, Sociedad Colombiana de Psicoanálisis


Nota: Este texto se publicó originalmente en Epicrisis, el órgano de difusión del Colegio Médico Colombiano.

De la futilidad terapéutica


De la futilidad terapéutica

La noción de la futilidad terapéutica es un tema bastante controversial, como todo lo que tiene que ver con estos asuntos del final de la vida. Se trata de un concepto que se refiere a establecer cuándo un paciente ha llegado al límite de las posibilidades terapéuticas frente a la historia natural inexorable de la enfermedad hacia el deterioro y la muerte. Desde luego, este es un tema que alude al pronóstico, al porvenir, a qué se espera que suceda con ese caso en particular. Es algo que siempre entraña incertidumbre, pues como todo en medicina, las cosas dependen de la variabilidad individual. Generalizar siempre es problemático. De modo que no hay un criterio universal como la gravedad que sea nítido, definitivo, homogéneo y que sirva de parámetro incontrovertible para resolver esta situación cuando el paciente es alguien cercano, tampoco cuando se está en el ambiente académico debatiendo este problema con los colegas como parte de una discusión sobre bioética ni en la situación clínica cuando se es el médico tratante.

La futilidad clínica es motivo de reflexión desde la antigüedad. Ya Hipócrates desaconsejaba tratar aquellos pacientes avasallados por la enfermedad, aceptando con decoro que en esos casos la medicina era impotente. El acto médico siempre debe tener una meta, una finalidad, con un alto nivel de certeza de que esa actuación alcanzará el objetivo esperado. Mientras que la futilidad médica se presenta cuando se piensa que una actuación clínica carece de un propósito útil y de un objetivo específico. El problema de este planteamiento está en que establecer qué es un alto nivel de certeza abre un espacio vastamente grande de incertidumbre, debate, controversia. ¿Entonces, cómo se determina que se ha llegado a una situación en que el acto médico es irrelevante? Me parece que no hay una respuesta sencilla para este interrogante.

Entre los partidarios de la idea de que sí existe la futilidad terapéutica, algunos consideran que el punto de inflexión está en la futilidad fisiológica: cuando se ha alcanzado un estado de cosas en que no hay evidencia de que con el acto médico pueda afectarse el desenlace fisiológico. Este es el criterio cualitativo de la futilidad médica. Otros pensadores, en cambio, argumentan que es improcedente perseverar con el acto médico cuando la muerte es inminente: esta situación se presenta cuando el tratamiento podría mejorar la condición fisiológica, pero el deterioro médico global del paciente continúa con su curso inmodificable hacia la defunción sin que pueda revertirse. Pero también hay algunos estudiosos que consideran la futilidad global: ellos aceptan que el tratamiento pudiera tener beneficio fisiológico aplazando la muerte, sin embargo, el paciente no recuperaría una vida digna ni la capacidad de interactuar con el ambiente. En esta situación el tratamiento no beneficia globalmente al paciente. Además, algunos académicos argumentan que el límite de la futilidad terapéutica puede partir de la base de la calidad de vida del paciente: en este caso el tratamiento aporta mejoría fisiológica y la muerte se aplaza y se conserva cierta autonomía y dignidad, pero el desenlace esperado no concuerda con los valores, creencias y aspiraciones del paciente y su familia. Sin olvidar que también existe la posición que defiende la idea de que si bien otras variables como los costos, el triage de los recursos limitados y la justicia social son criterios que no deberían intervenir en las discusiones acerca de la futilidad terapéutica, también hay que tenerlos en cuenta. Existen situaciones en que los costos exceden los beneficios. En el mundo estamos, y estas son reflexiones pertinentes en estas circunstancias.

Por el otro lado, hay un grupo creciente que enarbola el argumento de que la futilidad médica es un falso problema en la actualidad. El acto médico siempre tiene propósito, nunca es irrelevante. Plantean que esta situación era propia de la medicina de la antigüedad, cuando la mayoría de las enfermedades superaban las posibilidades terapéuticas de la época. Pero en la actualidad, con el progreso, la tecnología y el desarrollo del conocimiento de la medicina moderna científica, la futilidad clínica dejó de existir. Entonces el dilema está más bien en preguntarse cuándo el acto médico simplemente aplaza la muerte. En este enfoque, para resolver el dilema acerca del final de la vida, más bien se utiliza una combinación de los protocolos y la mejor información disponibles, aunados a la idea de siempre tener en mente el interés y el beneficio del paciente. El tratamiento médico nunca es estéril. Hay diferencia entre tratamiento drástico y cuidado paliativo, que involucra tanto la analgesia y otras terapéuticas, como el respeto por la dignidad y la garantía de que se le dará el mejor cuidado posible a la persona hasta el último día.

En todo caso, establecer que un tratamiento es irrelevante llega a ser un dilema bioético bastante arduo. Quizá, en la práctica lo mejor es combinar los enfoques que hemos enumerado según se presente la situación particular, pues no parecería haber una respuesta ecuménica para este asunto. Además de los aspectos clínicos hay que considerar la condición humana del paciente, junto con la identidad del médico, los deseos y las perspectivas de la familia, sin olvidar sus valores y creencias religiosas ni la participación de sistema de salud. En últimas, esta decisión la toma el paciente, el familiar y el médico, todo depende del punto de vista, abriendo la posibilidad de dialogar, sopesando alternativas de la manera más abierta y respetuosa, con compasión y con el mejor conocimiento disponible. Estas conversaciones además ofrecen la posibilidad de aclarar las metas y el porvenir del paciente, en busca de una práctica médica respetuosa y segura.

Es importante explicar la futilidad terapéutica al paciente y su familia. El doctor no está obligado a dar tratamientos que piensa son ineficaces o nocivos. Su compromiso es no hacer daño. Tiene la libertad de ejercer el juicio clínico. Menciona el tratamiento así esté convencido de su futilidad, porque en todo caso la familia tiene derecho a saber. Y cuando se presenta la controversia, el paciente tiene la potestad de tomar sus propias decisiones, siempre y cuando no tenga limitaciones cognitivas. En segundo lugar, se encargaría la familia cercana. De todos modos, este debate siempre debe ser abierto y respetuoso, desde luego sin perder de vista el bienestar del paciente.

Santiago Barrios Vásquez
Médico, Psicoanalista
Miembro Titular, Sociedad Colombiana de Psicoanálisis

Nota: Este texto se publicó originalmente en Epicrisis, el órgano de difusión del Colegio Médico Colombiano.

lunes, 11 de marzo de 2019

De la decisión de morir dignamente



De la decisión de morir dignamente[1]

A Terencio se le atribuye la expresión “senectus ipsa est morbus”, significa “la vejez por sí misma es una enfermedad”. Con esta cita tan erudita quiero señalar que desde la bruma de los tiempos el envejecimiento y la enfermedad y la muerte han sido motivos de elucubración. Morir no es una experiencia. En la práctica, nadie ha regresado a la vida para narrar su recorrido personal a lo largo del trayecto completo de la defunción. Jamás ha revivido el polvo que yace allí, y que alguna vez fue el cuerpo de una persona. El morir es una inferencia que parte de verse reflejado a sí mismo en el fallecimiento de otra persona e, incluso, de la mascota, después de todo, ha sido objeto de amor y se le prodigaron cuidados durante años. Así que el vivir corriente está lleno de signos premonitorios que llevan a concluir que algún día llegará el momento definitivo.

Pero también esta sentencia latina me sirve para señalar que no han cambiado los conflictos esenciales del ser humano, lo que progresa es la tecnología y la manera de pensar acerca de las cosas. Hay quienes se alivian con el honor que pueda haber en ciertas muertes, me refiero a los mártires, entonces el sobreviviente se alivia con que el difunto se realza, fallecer le da excelencia y gravedad, autoridad y preeminencia. Para otros pensadores, en cambio, la muerte es indigna, indecorosa, injustificable, carece de mérito alguno porque el único requisito para morir es vivir. Expirar es un evento biológico inherente a la condición humana ineludible, somos primates, formamos parte de la diversidad de la vida sobre la Tierra.

Pero también consuela pensar que el difunto no sufrió, quizá por eso es tan importante el buen morir. Gramaticalmente, la expresión ‘morir dignamente’ es un oxímoron, pues está conformada por palabras de significados opuestos que juntas crean un nuevo sentido. Morir dignamente se refiere al derecho fundamental que forma parte del derecho a la vida y de proteger y respetar la autonomía y la dignidad del paciente con enfermedad terminal, con consentimiento libre e informado, y no solo se refiere al homicidio por piedad, también abarca las alternativas del cuidado paliativo y el derecho a renunciar al tratamiento.

La resolución 1216 de 2015 reglamenta el derecho a morir con dignidad. Se expidió en cumplimiento de la orden expresa de la Corte Constitucional en la sentencia T-970 de 2014 y C-239 de 1997. Prolongar la vida cuando el paciente afligido no lo desea se considera trato cruel e inhumano, una anulación de la dignidad y la autonomía del sujeto moral, sea niño, adolescente o adulto. Y mientras redacto esta columna se legisló en Colombia la voluntad anticipada. De manera que, apreciado lector, si usted puede ahora leer este escrito y le interesa este asunto, quizá sea un buen momento de firmar la voluntad anticipada. Para que el documento se considere válido se requiere que el firmante tenga pleno uso de sus facultades mentales. Mañana no se sabe. Llegado el momento, un comité interdisciplinario verifica que los criterios legales se cumplan, y al autorizar el procedimiento designa al médico encargado de realizarlo. Claro que también, por el otro lado, existe la objeción de conciencia del doctor, emana de la sentencia de la Corte C-355 de 2006 en relación con el aborto.

Arnaldo Meneses, un connotado abogado peruano, me sorprendió en una ocasión cuando me explicó que es avanzadísima nuestra legislación en este campo, si se compara con la de otros países del subcontinente. Pero todo es relativo. En otra oportunidad, comentando estos temas con Elena Bonett, directora de médica del laboratorio farmacéutico Lilly para la región de Francia, Holanda, Bélgica, Argelia, Marruecos y Túnez, la conversación desembocó en que si bien es enorme el progreso de nuestras leyes en esta campo, también es cierto que todavía hay un espacio enorme para avanzar más en este sentido, si se comparan con la legislación de países como Holanda y Suiza, por ejemplo.

De modo que hoy en día se puede entrar en contacto con la Fundación Pro Morir Dignamente. Apoya, protege y difunde este derecho según las creencias del paciente y la legislación colombiana. En su página web encontrará acceso a información variada y a bibliografía, junto con actualizaciones y educación continuada sobre este tema, al igual que conexiones con organizaciones internacionales. Además la Fundación ofrece asesoría a pacientes y familiares, junto con orientación en la toma de decisiones y acceso a grupos de apoyo.

Está establecida la ruta para el derecho a una muerte digna. Incluye una voluntad expresa del paciente, la valoración del médico tratante quién informa acerca de las alternativas: prolongar la vida, la limitación del trabajo terapéutico, las posibilidades del cuidado paliativo y la muerte anticipada. Conocer alivia. Averiguar y entender ponen en orden los pensamientos y los sentimientos. Tranquiliza hablar con la familia, con los amigos, con la comunidad religiosa si es creyente. La compañía es invaluable. Pensar y trajinar sobre estos temas ayuda a descubrir y elaborar las propias creencias y concepciones acerca del morir.

Pero, en todo caso, la teoría es muy distinta de la práctica. Es imposible vacunarse contra la adversidad. Además, aun cuando pueden anticiparse muchas consecuencias de las decisiones, otras se mantienen impredecibles. Conversaba el otro día con Luz Kelly Anzola, prestigiosa médica nuclear, acerca de que cuando se es rico en salud y juventud suena razonable fijar una posición personal drástica acerca del morir. Pero el hábito de vivir es tenaz. A la hora de la verdad la perspectiva cambia. Todo se ve desde un ángulo muy distinto cuando se está ante el ser querido terminal o cuando se es el paciente agonizante. Es curioso. Tememos a nuestros muertos a la vez que los queremos. La cercanía del final modifica todas las prioridades.

Y para regresar el asunto de las elucubraciones universales acerca de la inminencia de la muerte, según Ricardo Soca el sustantivo ‘difunto’ viene del adjetivo latino ‘defunctus’ que se empleaba para referirse a quien por fin saldó una deuda. Fue la Iglesia Católica quien empezó a utilizar este vocablo como eufemismo para referirse al cadáver.

Santiago Barrios Vásquez
Médico, Psicoanalista
Miembro Titular, Sociedad Colombiana de Psicoanálisis





[1] Este texto se publicó originalmente en Epicrisis, el órgano de difusión del Colegio Médico Colombiano.

Cuando los hijos de vuelven los padres de los padres



Cuando los hijos se vuelven los padres de los padres[1]

La eterna juventud es una aspiración tan antigua como la humanidad. La medicina moderna ofrece tecnología para diagnóstico y tratamiento, junto con la salud pública y la prevención, el avance del conocimiento biomédico y sus aplicaciones prácticas han aumentado la expectativa de vida hasta el punto de que la edad máxima teórica en la actualidad se estima en ciento veinticinco años. La población mayor de sesenta tiende a crecer por todo el mundo, en especial en los países más desarrollados, claro está. Un estado de cosas que también plantea un dilema ético: un grupo enarbola la idea de que la longevidad es un logro y es legítimo que la inmensa mayoría viva todo lo que más se pueda; mientras que otro sector argumenta que no es natural tener una vida tan larga, por un lado, implica desafíos para los gobiernos y los sistemas de salud por los costos y exigencias del cuidado del paciente geriátrico y además consideran la longevidad un atentado contra el equilibrio frágil de la ecología de nuestro planeta.

La vida tiene límite. Los telómeros, las secciones terminales de la doble hélice de ADN, se comportan como reloj que limita la división celular. La telomerasa, enzima que interviene específicamente en la replicación de estas regiones, reconstruye de manera incompleta el telómero durante la replicación, de modo que en condiciones normales este proceso solo puede darse un número finito de veces. Las células cancerosas son las únicas inmortales. Así que el elíxir de la eterna juventud es una quimera, y, aun así, no falta el charlatán asegurando que vende a cambio de una módica suma el jarabe, la crema o el emplasto que él mismo prepara con una fórmula secreta y milenaria, orgánica y natural, sin efectos adversos y de eficacia comprobada.

No existe la vejez sana. El riesgo de enfermar aumenta con la edad, pues el envejecimiento es los cambios degenerativos en todos los sistemas del cuerpo, cambios subrepticios que empiezan desde que se completa el crecimiento y el desarrollo. Vivir tiene consecuencias. Sería inagotable enumerar en este momento las maneras en que se presenta este proceso inexorable y progresivo. En el sistema nervioso, por ejemplo, se manifiesta tanto con cambios cognitivos, tales como los que se asocian con la demencia senil, como con alteraciones de la motricidad, este es el caso del Parkinson, y en el sistema cardiovascular las incidencias de la hipertensión arterial y el infarto son mayores cuanto más avanzada es la edad; pero también hay alteraciones osteomusculoesqueléticas y cambios en los órganos de los sentidos, como en el caso de las reducciones en la agudeza visual y la audición, mientras que los sistemas inmunológico, digestivo y genitourinario también se deterioran, sin olvidar los cambios en la piel y las faneras, solo para mencionar algunos aspectos de este proceso fisiológico. Incluso, con el paso de los años, se hace más probable tener alguna forma de cáncer. Gabriel García Márquez se refería a esta etapa como ‘el basurero de la vejez’.

A lo sumo que puede aspirarse es a envejecer bien. Lo que se busca es adaptarse a las limitaciones que la condición humana impone: tratar las enfermedades según vayan apareciendo por el camino de la vida, manteniendo hasta donde se pueda la autonomía, junto con los vínculos emocionales. Y no solo me refiero a que la solución para la vejez es la vida pareja, pues envejecer acompañado, en el sentido romántico de la expresión, también tiene sus complejidades. Aludo a que envejecer bien supone permanecer en relación con el mundo y sus habitantes: las relaciones familiares, los amigos, las actividades como el trabajo, en ciertos casos, y en general una capacidad de goce y satisfacción. Me refiero a la habilidad de adaptarse a las circunstancias cambiantes, lo cual demanda elaborar los duelos ante los avatares que supone entrar en esta época de la vida. Sabiduría es la capacidad de confesar que se ha vivido.

Y solo la salud mental, por la capacidad de duelo y de aprender a partir de la experiencia, hace posible envejecer bien a pesar de las malas noticias que siempre trae esta etapa. No solo se trata de la pérdida de la salud y de la vitalidad, de los cambios que se ven todas las mañanas en el espejo del baño ni de que envejecer es como entrar en un túnel puesto que muchas decisiones ya se tomaron, no queda tanta libertad de maniobra como antes. Toda la familia entra en duelo al percibir las transformaciones cada vez más evidentes que anuncian el envejecimiento de los padres. La capacidad de encarar los hechos tozudos, cosa que no siempre es fácil, lleva a que se modifique la dinámica familiar. Los hijos se vuelven los padres de los padres. Una nueva situación en que se encargan del cuidado y de la protección de los viejos, contrario a lo que pasaba antes, cuando los padres eran los padres de los hijos. Es toda una transformación en la mentalidad familiar, ya que los hijos adquieren la capacidad de asumir su responsabilidad generacional mientras que los padres acceden a entregarles la nueva posición de adultos responsables. Claro que también hay que considerar que existen personas que afrontan solas la vejez. El anciano aislado y desamparado está en desventaja.

Envejecer bien es un estilo de vida. Hay que cuidar del cuerpo: mantener un peso adecuado, ejercitarse, evitar el tabaco y otras adicciones, cuidarse del sol, hacer revisiones médicas periódicas para identificar y corregir factores de riesgo, eso sin mencionar la disciplina que demanda hacer tratamientos oportunos, tratamientos que con frecuencia implican complicaciones y efectos adversos. Pero también hay que tener resuelta la situación financiera: de qué se va vivir en los años dorados y cómo se van a cubrir los costos de la salud. La jubilación es el reposo antes del reposo eterno, asunto que preocupa al mundo entero: cada vez hay más ancianos y la vida es más larga, lo cual supone unos costos impagables.

Otra consecuencia de la longevidad y el progreso es que la poligamia secuencial se ha vuelto común: es frecuente que las personas tengan varias parejas durante sus largas vidas, incluso más de una familia, y, por supuesto, múltiples sociedades conyugales. Es mejor que todo quede claro. Esta es una actitud conciliadora y amorosa, después de todo el derecho de familia ya está inventado y los protocolos de familia existen. El problema de la muerte es de los vivos.

De modo que envejecer lo afecta todo: la salud física y mental, la situación material y la productividad, el sistema de salud, la industria que gira alrededor de la salud y el Estado. Este es un proceso psicosomático que se descubre en la relación consigo mismo y con los demás, de modo que sí es posible envejecer bien. Muchos tratan a los viejos con condescendencia y comprensión, con respeto y admiración, con curiosidad y ternura, pero también existen casos ignominiosos de abandono, abuso, explotación y humillación. La familia y la sociedad se encargan de sus ancianos hasta el último día, en condiciones ideales, claro.

Santiago Barrios Vásquez
Médico, Psicoanalista
Miembro Titular, Sociedad Colombiana de Psicoanálisis




[1] Este texto se publicó originalmente en Epicrisis, el órgano de difusión del Colegio Médico Colombiano.

jueves, 3 de mayo de 2018

Ellas: un trabajo de psicoanálisis aplicado a “El amor en los tiempos del cólera”




Ellas: un trabajo de psicoanálisis aplicado a “El amor en los tiempos del cólera”[1]

“En el curso de los años ambos llegaron por distintos caminos a la conclusión sabia de que no era posible vivir juntos de otro modo, ni amarse de otro modo; nada en este mundo era más difícil que el amor.”
(García Márquez, 1985, pg. 317).



Santiago Barrios Vásquez[2]

Resumen:
Objetivo: Con los modelos freudiano, kleiniano, bioniano e intersubjetivo se sigue el devenir del símbolo “Ellas” en el “El amor en los tiempos del cólera” de Gabriel García Márquez. Desarrollo: La primera sección del trabajo explora conexiones entre la obra y el desarrollo psicosexual. La segunda, rastrea el movimiento mental según el modelo objetal en el aprendizaje a partir de la experiencia. La tercera, considera la forma. Al presentar esos contenidos el lector se identifica: tiene respuestas empáticas, pues moviliza su subjetividad. Se crea un nexo intersubjetivo al leer: el autor redacta sus ensoñaciones y el lector también ensueña al leer, terminando de construir la obra. Y la cuarta parte alude a que el arte explica el psicoanálisis, pero el análisis solo explica el arte cuando es parte de la cadena asociativa del artista en el diván. Conclusiones: El novelista y el analista se asemejan en que favorecen la construcción de pensamiento a partir de ideas y sentimientos inconexos en un principio, ensanchando la mente, cada uno desde su disciplina, ya sea en el lector o en el analizando, según sea el caso. Las teorías surgen de los contenidos que se le presentan al analista, desde su posición relativa en el influjo de los niveles de profundidad del campo analítico intersubjetivo. Y, de manera análoga, en este trabajo de psicoanálisis aplicado se construyen significados y usos del símbolo “Ellas”, a veces contradictorios, según sea la posición relativa del lector al tomarlo como hecho seleccionado.

Palabras clave:
Amor, conocimiento, agresión, arte, creación, empatía, erotismo, psicoanálisis aplicado

I

Empiezo por explicar de dónde sale el título de este trabajo de análisis aplicado con las palabras del propio Gabriel García Márquez. 
Fue el primer amor de cama de Florentino Ariza. Pero en vez de haber hecho con ella una unión estable, como su madre lo soñaba, ambos lo aprovecharon para lanzarse a la vida. Florentino Ariza desarrolló métodos que parecían inverosímiles en un hombre como él, taciturno y escuálido, y además vestido como un anciano de otro tiempo. Sin embargo, tenía dos ventajas a su favor. Una era un ojo certero para conocer de inmediato a la mujer que lo esperaba, así fuera en medio de una muchedumbre, y aun así la cortejaba con cautela, pues sentía que nada causaba más vergüenza ni era más humillante que una negativa. La otra ventaja era que ellas lo identificaban de inmediato como un solitario necesitado de amor, un menesteroso de la calle con una humildad de perro apaleado que las rendía sin condiciones, sin pedir nada, sin esperar nada de él, aparte de la tranquilidad de conciencia de haberle hecho el favor. Eran sus únicas armas, y con ellas libró batallas históricas pero de un secreto absoluto, que fue registrando con un rigor de notario en un cuaderno cifrado, reconocible entre muchos con un título que lo decía todo: “Ellas”. La primera anotación la hizo con la viuda de Nazaret. Cincuenta años más tarde, cuando Fermina quedó libre de su condena sacramental, tenía unos veinticinco cuadernos con seiscientos veintidós registros de amores continuados, aparte de las incontables aventuras fugaces que no merecieron ni una nota de claridad (García Márquez, 1985, pgs. 218-219).
Así que Florentino Ariza pareció siempre mucho mayor de lo que era. Tanto, que la deslenguada Brígida Zabaleta, una amante fugaz que le servía las verdades sin pasarlas por agua, le dijo desde el primer día que le gustaba más cuando se quitaba la ropa, porque desnudo, tenía veinte años menos (García Márquez, 1985, pgs. 371-372).
Se acordó de otras viudas amadas. De Prudencia Pitre, la más antigua de las sobrevivientes, conocida de todos como la Viuda de Dos, porque lo era dos veces. Y de la otra Prudencia, la viuda de Arellano, la amorosa, que le arrancaba los botones de la ropa para que él tuviera que demorarse en su casa mientras se los volvía a coser. Y de Josefa, la viuda de Zúñiga, loca de amor por él, que estuvo a punto de cortarle la pirinola durante el sueño con las tijeras de podar, para que no fuera de nadie aun que no fuera de ella (García Márquez, 1985, pgs. 284).
Siguió pasando por la casa de Andrea Varón hasta que encontró apagada la luz del baño, y trató de embrutecerse con las locuras de su cama aunque fuera para no perder la regularidad del amor, de acuerdo con otra superstición suya, nunca desmentida hasta entonces, de que el cuerpo sigue mientras uno siga (García Márquez, 1985, pg. 419).
Se acordó de Ángeles Alfaro, la efímera y la más amada de todas, que vino por seis meses a enseñar instrumentos de arco en la Escuela de Música y pasaba con él las noches de luna en la azotea de su casa, como su madre lo echó al mundo, tocando las suites más bellas de toda la música en el violonchelo, cuya voz se volvía de hombre entre sus muslos dorados (García Márquez, 1985, pgs. 284).
Se acordó de Andrea Varón, frente a cuya casa había pasado la semana anterior, pero la luz anaranjada en la ventana del baño le advirtió que no podía entrar: alguien se le había adelantado. Alguien: hombre o mujer, porque Andrea Varón no se detenía en minucias de esa índole en los desórdenes del amor. De todas las de la lista era la única que vivía de su cuerpo, pero lo administraba a su antojo, sin gerente de planta. En sus buenos años había hecho una carrera legendaria de cortesana clandestina, que le valió el nombre de guerra de Nuestra Señora la de Todos (García Márquez, 1985, pgs. 285).
Cuando se dio cuenta de que había empezado a amarla, ella estaba ya en la plenitud y él iba a cumplir treinta. Se llamaba Sara Noriega, y había tenido un cuarto de hora de celebridad en su juventud, por ganarse un concurso con un libro de versos sobre el amor de los pobres, que nunca fue publicado. Era maestra de urbanidad e instrucción cívica en escuelas oficiales, y vivía de su sueldo en una casa alquilada del abigarrado pasaje de los Novios, en el antiguo barrio de Getsemaní. Había tenido varios amantes de ocasión, pero ninguno con ilusiones matrimoniales, porque era difícil que un hombre de su medio y de su tiempo desposara a una mujer con quien se hubiera acostado. Tampoco ella volvió a alimentar esa ilusión después de que su primer novio formal, al que amó con la pasión casi demente de que era capaz a los dieciocho años, escapó a su compromiso una semana antes de la fecha prevista para la boda, y la dejó perdida en un limbo de novia burlada. O de soltera usada, como se decía entonces. Sin embargo, aquella primera experiencia, aunque cruel y efímera, no le dejó ninguna amargura, sino la convicción deslumbrante de que con matrimonio o sin él, sin Dios o sin ley, no valía la pena vivir si no era para tener un hombre en la cama. Lo que más le gustaba de ella a Florentino Ariza era que mientras hacía el amor tenía que succionar un chupón de niño para alcanzar la gloria plena. Llegaron a tener una ristra de cuantos tamaños, formas y colores se encontraban en el mercado (García Márquez, 1985, pg. 280).
Pero también figuraba en estas páginas Ausencia Santander: la señora eternamente desnuda del capitán Rosendo de la Rosa. “Había tenido un matrimonio convencional durante veinte años, del cual le quedaron tres hijos que a su vez se habían casado y tenían hijos, de modo que ella se preciaba de ser la abuela con mejor cama de la ciudad” (García Márquez, 1985, pg. 250).
A Florentino Ariza le interesaba el tranvía de mulas porque era una ventana al mundo, y sobre todo una manera de conocer mujeres.
Le había llamado la atención en el tranvía por la impavidez con que viajaba en medio del escándalo de la parranda pública. No debía tener más de veinte años, y no parecía con ánimos de carnaval, a no ser que estuviera disfrazada de inválida: tenía el cabello muy claro, largo y liso, suelto al natural sobre los hombros, y una túnica de lienzo ordinario sin ningún adorno. Era ajena por completo al revoltijo de la música de las calles, los puñados de polvos de arroz, los chorros de anilina que les tiraban a los pasajeros al paso del tranvía, cuyas mulas iban blancas de almidón y con sombreros de flores durante aquellos tres días de locura. Aprovechándose de la confusión, Florentino Ariza la invitó a tomar un helado, porque no pensó que diera para más. Ella lo miró sin sorpresa. Dijo: “Acepto con mucho gusto, pero le advierto que estoy loca”. Él se rió de la ocurrencia, y la llevó a ver el desfile de carrozas desde el balcón de la heladería. Luego se puso un capuchón alquilado, y ambos se metieron en la ronda de bailes de la plaza de la Aduana, y gozaron juntos como novios acabados de nacer, pues la indiferencia de ella se fue al extremo contrario con el fragor de la noche: bailaba como una profesional, y era imaginativa y audaz para la parranda, y de un encanto arrasador (García Márquez, 1985, pg. 257).
También incluyó en “Ellas” a Olimpia Zuleta, que tenía un esposo infiel pero tenaz, y Florentino Ariza se enamoró de ella.
Seis meses después del primer encuentro, se vieron por fin en el camarote de un buque fluvial que estaba en reparación de pintura en los muelles fluviales. Fue una tarde maravillosa. Olimpia Zuleta tenía un amor alegre, de palomera alborotada, y le gustaba permanecer desnuda por varias horas, en un reposo lento que tenía para ella tanto amor como el amor. El camarote estaba desmantelado, pintado a medias, y el olor de la trementina era bueno para llevárselo en el recuerdo de una tarde feliz. De pronto, a instancias de una inspiración insólita, Florentino Ariza destapó un tarro de pintura roja que estaba al alcance de la litera, se mojó el índice, y pintó en el pubis de la bella palomera una flecha de sangre dirigida hacia el sur, y le escribió un letrero en el vientre: “Esta cuca es mía”. Esa misma noche Olimpia Zuleta se desnudó delante del marido sin acordarse del letrero, y él no dijo una palabra, ni siquiera le cambió el aliento, nada, sino que fue al baño por la navaja barbera mientras ella se ponía la camisa de dormir, y la degolló de un tajo (García Márquez, 1985, pg. 308).
Y la última entrada que figura en “Ellas” es la de América Vicuña, precisamente el domingo de Pentecostés en que murió Juvenal Urbino y Jeremiah de Saint-Amour.
América Vicuña, con el pálido cuerpo atigrado por las rayas de luz de las persianas mal cerradas, no tenía edad para pensar en la muerte. Habían hecho el amor después del almuerzo y estaban acostados en la resaca de la siesta, ambos desnudos bajo el ventilador de aspas, cuyo zumbido no alcanzaba a ocultar la crepitación de granizo de los gallinazos caminando sobre el techo de cinc recalentado. Florentino Ariza la amaba como había amado a tantas otras mujeres casuales en su larga vida, pero a esta la amaba con más angustia que a ninguna porque tenía la certidumbre de estar muerto de viejo cuando ella terminara la escuela superior (García Márquez, 1985, pg. 248).
Así que “Ellas” es mucho más que un catálogo de las innumerables perversiones de que un ser humano es capaz. Es un homenaje a quienes participaron en la construcción de la identidad sexual de Florentina Ariza, mujeres distintas que aportaron cada una a su manera. La identidad sexual empieza a construirse en la fecundación, cuando se establece el sexo cromosómico, y termina de conformarse al morir, cuando cesa la pulsión erótica. De modo que esta bitácora no apologiza la promiscuidad, el donjuanismo ni el machismo, Florentino Ariza era un hombre considerado que las amaba a cada una a su estilo particular. Eran relaciones genitales.
Consideraba una fortuna que en medio de tantos encuentros aventurados, la única que le hizo probar una gota de amargura fue la tortuosa Sara Noriega, que terminó sus días en el manicomio la Divina Pastora, recitando versos seniles de tan desaforada obscenidad, que debieron aislarla para que no acabara de enloquecer a las otras locas (García Márquez, 1985, pg. 386).
“Ellas” registra la evolución del desarrollo psicosexual de Florentino Ariza. Narra las sutilezas que unen a las personas. Alude a las incontables caras de eros, al carácter polimorfo perverso que obedece al cuerpo erógeno del ser humano. El amor, como todo, es asunto psicosomático: el yo es corporal decía Sigmund Freud ya en 1905. Además retrata ese aspecto complementario de las perversiones: el sádico y el masoquista, el escoptofílico y el exhibicionista, y así sucesivamente. En el amor no hay víctimas ni victimarios: las parejas son dinámicas y se construyen de manera conjunta. Este diario de caza furtiva muestra las innumerables maneras de estar juntos y las infinitas posibilidades de gratificación de las pulsiones, pero las mujeres no son un deporte para Florentino Ariza, tiene una tendencia, un patrón: está poseído de una coherencia casi clarividente, busca a Fermina Daza. Y en este sentido todos somos Florentino Ariza, pues siempre nostalgiamos el objeto de amor primigenio: la madre.
Tránsito Ariza es la madre idealizada: lo contiene y promueve el desarrollo de su mente, respeta su individualidad sin abandonarlo. Florentino Ariza conoce la felicidad: es el hijo único de una madre devota.
Cuando Florentino Ariza la vio por primera vez, su madre lo había descubierto desde antes de que él se lo contara, porque perdió el habla y el apetito y se pasaba las noches en claro dando vueltas en la cama. Pero cuando empezó a esperar la respuesta a su primera carta, la ansiedad se le complicó con cagantinas y vómitos verdes, perdió el sentido de la orientación y sufría desmayos repentinos, y su madre se aterrorizó porque su estado no se parecía a los desórdenes del amor sino a los estragos del cólera. El padrino de Florentino Ariza, un anciano homeópata que había sido el confidente de Tránsito Ariza desde sus tiempos de amante escondida, se alarmó también a primera vista con el estado del enfermo, porque tenía el pulso tenue, la respiración arenosa y los sudores pálidos de los moribundos. Pero el examen le reveló que no tenía fiebre, ni dolor en ninguna parte, y lo único concreto que sentía era una necesidad urgente de morir. Le bastó con un interrogatorio insidioso, primero a él y después a la madre, para comprobar una vez más que los síntomas del amor son los mismos del cólera. Prescribió infusiones de flores de tilo para entretener los nervios y sugirió un cambio de aires para buscar el consuelo en la distancia, pero lo que anhelaba Florentino Ariza era todo lo contrario: gozar de su martirio (García Márquez, 1985, pg. 93).
La relación madre bebé estructura la mente para siempre, pero no es una organización inmodificable, se enriquece con el tiempo y la experiencia. No puede decirse que todo es responsabilidad de la madre: existe la realidad material y la fantaseada, además en los hijos hay elementos espontáneos y al azar. Este es Florentino Ariza enamorado de Fermina Daza más de medio siglo más tarde.
No volvió a dormir una noche completa en las dos semanas siguientes. Se preguntaba desesperado dónde estaría Fermina Daza sin él, qué estaría pensando, qué iba a hacer en los años que le quedaban por vivir con la carga del espanto que le había dejado en las manos. Sufrió una crisis de estreñimiento que le aventó el vientre como un tambor, y tuvo que recurrir a paliativos menos complacientes que las laxativas. Sus dolencias de viejo, que él soportaba mejor que sus contemporáneos porque las conocía desde joven, lo acometieron todas al mismo tiempo. El miércoles apareció por la oficina después de una semana de faltas, y Leona Cassiani se asustó de verlo en semejante estado de palidez y desidia. Pero él la tranquilizó: era otra vez el insomnio, como siempre, y se volvió a morder la lengua para que no se le saliera la verdad por las tantas goteras que tenía en el corazón. La lluvia no le dio una tregua al sol para pensar. Pasó otra semana irreal, sin poder concentrarse en nada, comiendo mal y durmiendo peor, tratando de percibir señales cifradas que le indicaran el camino de la salvación. Pero desde el viernes lo invadió una placidez sin motivos que interpretó como un anuncio de que nada nuevo iba a suceder, que todo cuanto había hecho en la vida había sido inútil y no tenía cómo seguir: era el final (García Márquez, 1985, pg. 394-395).
Florentino Ariza elabora la etapa oral en la búsqueda insaciable de afecto, pero también la anal, en la meticulosidad con que busca obsesivamente a Fermina Daza y al llegar a la etapa genital, al complejo de Edipo, termina de organizar los impulsos pregenitales construyendo la identidad de género y el superyó. Adquiere la madurez y la capacidad de aplazar gratificaciones, gratificándolas de maneras plausibles y constructivas. Hasta el punto de que es capaz de esperar por más de medio siglo hasta que por fin realiza su amor con la Reina Coronada, y además es capaz de sublimar: ama la música y la poesía y es un autor fabuloso.
Eran meditaciones sobre la vida, el amor, la vejez, la muerte: ideas que habían pasado muchas veces aleteando como pájaros nocturnos sobre su cabeza, pero que se le desbarataban en un reguero de plumas cuando trataba de atraparlas. Allí estaban, nítidas, simples, tal como a ella le hubiera gustado decirlas, y una vez más se dolió de que su esposo no estuviera vivo para comentarlas con él, como solían comentar antes de dormir ciertos hechos de la jornada. De ese modo se revelaba un Florentino Ariza desconocido, con una clarividencia que no correspondía a las esquelas febriles de su juventud ni a su conducta sombría de toda la vida. Eran más bien las palabras del hombre que a la tía Escolástica le pareció inspirado por el Espíritu Santo, y este pensamiento volvió a asustarla como la primera vez. En todo caso, lo que más contribuyó a calmar su ánimo fue la certidumbre de que aquella carta de viejo sabio no era una tentativa de reiterar la impertinencia de la noche del duelo, sino una manera muy noble de borrar el pasado (García Márquez, 1985, pgs. 425).
De modo que, en últimas, el éxito de la madurez está en realizar el complejo de Edipo, pero de una manera que sea plausible en el mundo.
Nunca como entonces le hizo tanta falta Tránsito Ariza, su palabra sabia, su cabeza de reina de burlas adornada con flores de papel. No podía evitarlo: siempre que se encontraba al borde del cataclismo, le hacía falta el amparo de una mujer (García Márquez, 1985, pg. 405).
La realidad es imperfecta. El padre de Florentino Ariza es Pío Quinto Loayza. Y nace de la relación espuria que sostenía Tránsito Ariza. Es un padre ausente con el que se identifica de todas maneras.
Una vez, siendo primer vicepresidente, [Florentino Ariza] estaba haciendo el amor de emergencia con una de las muchachas del servicio dominical, él sentado en una silla de escritorio y ella acaballada sobre él, cuando de pronto se abrió la puerta. El tío León XII asomó la cabeza, como si se hubiera equivocado de oficina, y se quedó mirando por encima de los lentes al sobrino aterrorizado. “¡Carajo! –dijo el tío sin el menor asombro-. ¡La misma vaina que tu papá!” Y antes de cerrar otra vez la puerta, con la vista perdida en el vacío, dijo:
-Y usted, señorita, siga sin pena. Le juro por mi honor que no le he visto la cara (García Márquez, 1985, pg. 377).
Resulta que la personalidad es el equilibrio dinámico entre lo que se quiere y lo que hay, es un logro del desarrollo psicosexual. El tío León XII Loayza sustituye al padre, se encarga del muchacho. Personifica el amor filial por el sobrino, se siente responsable del hijo natural de su hermano fallecido. Contribuye económicamente a su mantenimiento. Se preocupaba hasta por su salud oral, incluso tuvo épocas en que sospechaba que el sobrino tenía costumbres distintas a las de la mayoría de los hombres. Lo adoptó y le dio arraigo.
Al contrario de su hermano, León XII Loayza había tenido un matrimonio estable que duró sesenta años, y siempre se preció de no haber trabajado un domingo. Había tenido cuatro hijos y una hija, y a todos los quiso preparar para herederos de su imperio, pero la vida le deparó una de esas casualidades que eran de uso corriente en las novelas de su tiempo, pero que nadie creía en la vida real: los cuatro hijos habían muerto, uno detrás del otro, a medida que escalaban posiciones de mando, y la hija carecía por completo de vocación fluvial, y prefirió morir contemplando los barcos del Hudson desde una ventana a cincuenta metros de altura. Tanto fue así, que no faltó quien diera por cierta la conseja de que Florentino Ariza, con su aspecto siniestro y su paraguas de vampiro, había hecho algo para que sucedieran tantas casualidades juntas (García Márquez, 1985, pg. 378-379).
En cambio la madre de Fermina Daza había muerto, mientras que su padre, Lorenzo Daza, es un bárbaro autoritario. La tragedia surge de la presencia del padre kafkiano. Un hombre sin escrúpulos que prostituyó a su hija casándola con un hombre de medios, es por eso que Leona Cassiani decía que Fermina Daza era puta. Y la prohibición paterna de la relación sentimental con Florentino Ariza afecta de manera radical su vida, su destino se vuelve la búsqueda de la manera de transgredir la ley del padre. Hasta que al final el parricidio sucede al estilo de “Tótem y Tabú” (Freud, 1913 [1912-1913]): con una muerte ceremonial, prologada y solitaria del padre odiado y cruel.
Así que Lorenzo Daza salió del país en el primer barco para no regresar jamás. Volvió a su tierra de origen como si fuera uno de esos viajecitos que se hacen de vez en cuando para engañar a la nostalgia, y en el fondo de esa apariencia había algo de verdad: desde hacía un tiempo subía a los barcos de su patria sólo por tomarse un vaso del agua de las cisternas abastecidas en los manantiales de su pueblo natal. Se fue sin dar el brazo a torcer, protestando inocencia, y todavía tratando de convencer al yerno de que había sido víctima de una confabulación política. Se fue llorando por la niña, como llamaba a Fermina Daza desde que se casó, llorando por el nieto, por la tierra en que se hizo rico y libre, y donde logró la proeza de convertir a la hija en una dama exquisita a base de negocios turbios. Se fue envejecido y enfermo, pero todavía vivió mucho más de lo que ninguna de sus víctimas hubiera deseado. Fermina Daza no pudo reprimir un suspiro de alivio cuando le llegó la noticia de la muerte, y no le guardó luto para evitar preguntas, pero durante varios meses lloraba de una rabia sorda sin saber por qué cuando se encerraba a fumar en el baño, y era que lloraba por él (García Márquez, 1985, pgs. 299-300).
Pero también aparece el parricidio simbólico del padre amoroso, sano, con limitaciones e imperfecciones, claro, pero que le abre al hijo la posibilidad de identificarse y luego salir al mundo a fundar su propio hogar. Este es el caso de Marco Aurelio Urbino. Representa el amor del hijo por el padre, con quien pierde la inocencia: cuando los hijos se vuelven los padres de los padres y la muerte deja de ser un percance que le sucede a otras personas.
Por otro lado, la elaboración del complejo de Edipo es un proceso que sucede en el mundo interior del niño, que sí tiene que ver con la calidad del objeto externo, pero sobre todo se desenvuelve en la fantasía. El devenir del desarrollo psicosexual está matizado por aspectos frustrantes, como la escena primaria, los celos y el terror a la intimidad. Es poroso el límite entre frustración y trauma.
Terminó por aparecer en su casa a cualquier hora, sobre todo en las mañanas de los domingos, que eran las más apacibles. Ella abandonaba lo que estuviera haciendo, fuera lo que fuera, y se consagraba de cuerpo entero a tratar de hacerlo feliz en la enorme cama historiada que siempre estuvo dispuesta para él, y en la que nunca permitió que se incurriera en formalismos litúrgicos. Florentino Ariza no entendía como una soltera sin pasado podía ser tan sabia en asuntos de hombres, ni cómo podía manejar su dulce cuerpo de marsopa con tanta ligereza y tanta ternura como si se moviera por debajo del agua. Ella se defendía diciendo que el amor, antes que nada, era un talento natural. Decía: “O se nace sabiendo o no se sabe nunca”. Florentino Ariza se retorcía de celos regresivos pensando que tal vez ella fuera más paseada de lo que fingía, pero tenía que tragárselos enteros, porque también él le decía, como les dijo a todas, que ella había sido su única amante (García Márquez, 1985, pg. 282).
Además es interesante leer esta obra en este momento del Me Too y de la condena del anciano Bill Crosby por delitos sexuales, tiempos de luchas por reivindicar la autonomía y el decoro de las mujeres en lo público, porque en lo privado siempre han gozado de libertades. Toca las teorías sexuales acerca del sexo opuesto, después de todo, es imposible conocer la experiencia de pertenecer al otro sexo, por eso existe la envidia del pene y la del embarazo.
-Los hombres somos unos pobres siervos de los prejuicios –le había dicho alguna vez [Juvenal Urbino a Fermina Daza]-. En cambio, cuando una mujer decide acostarse con un hombre, no hay talanquera que no salte, ni fortaleza que no derribe, ni consideración moral alguna que no esté dispuesta a pasarse por el fundamento: no hay Dios que valga (García Márquez, 1985, pgs. 467-468).
Y parte de la elaboración de la madre idealizada y del cruel superyó en el paso hacia la madurez transita la integración de la disociación madona prostituta.
En la plenitud de sus relaciones, Florentino Ariza se había preguntado cuál de los estados sería el amor, el de la cama turbulenta o el de las tardes apacibles de los domingos, y Sara Noriega lo tranquilizó con el argumento sencillo de que todo lo que hicieran desnudos era amor. Dijo: “Amor del alma de la cintura para arriba y amor del cuerpo de la cintura para abajo”.  (García Márquez, 1985, pg. 283).
Pero la mentira y el engaño también son afines a la lógica del fetichismo, a las apariencias y a la necesidad de transformar la realidad según el deseo cuando el asunto es de vida o de muerte.
Euclides, uno de los niños nadadores, se alborotó tanto como él con la idea de una exploración submarina, después de conversar no más de diez minutos. Florentino Ariza no le reveló la verdad de su empresa sino que se informó a fondo sobre sus facultades de buzo y navegante. Le preguntó si podría descender sin aire a veinte metros de profundidad, y Euclides dijo que sí. Le preguntó si estaba en condiciones de llevar él solo un cayuco de pescado por la mar abierta en medio de una borrasca, sin más instrumentos que su instinto, y Euclides dijo que sí. Le preguntó si era capaz de localizar un lugar exacto a dieciséis millas náuticas al noroeste de la isla mayor del archipiélago de Sotavento, y Euclides dijo que sí. Le preguntó si era capaz de navegar de noche orientándose por las estrellas, y Euclides le dijo que sí. Le preguntó si estaba dispuesto a hacerlo por el mismo jornal que le pagaban los pescadores por ayudarlos a pescar, y Euclides le dijo que sí, pero con un recargo de cinco reales los domingos. Le preguntó si era capaz de defenderse de los tiburones, y Euclides le dijo que sí, pues tenía artificios mágicos para espantarlos. Le preguntó si era capaz de guardar un secreto aunque lo pusieran en las máquinas de tormentos del palacio de la Inquisición, y Euclides le dijo que sí, pues a nada le decía que no, y sabía decir que sí con tanta propiedad que no había modo de ponerlo en duda (García Márquez, 1985, pgs. 132-133).
Por otro lado, lo erótico no se agota en la cama. Quizá por eso algunos detractores de Freud lo acusaron de pansexualista. Son enormes las posibilidades de gratificación en virtud de la disposición polimorfo perversa del ser humano. La amistad es una de las formas más nobles de ella, las relaciones de fin sexual inhibido, al menos este uno de los sumos valores de esta novela. Mientras Florentino Ariza descubre la amistad con una mujer en su relación con Leona Cassiani, al tío León XII le pareció magnífica idea que se casaran.
Pensaba que cuando una mujer dice que no, se queda esperando que le insistan antes de tomar la decisión final, pero con ella era distinto: no podía jugar con el riesgo de equivocarse por segunda vez. Se retiró de buen talante, y hasta con una cierta gracia que no le era fácil. Desde esa noche, cualquier sombra que pudo haber entre ellos se disipó sin amarguras, y Florentino Ariza entendió por fin que se puede ser amigo de una mujer sin acostarse con ella (García Márquez, 1985, pg. 268).
La amistad une al doctor Juvenal Urbino y a Jeremiah de Saint-Amour, quienes lo único que comparten es el amor por el ajedrez y la ironía de morir en el mismo domingo de Pentecostés, en todo lo demás eran opuestos. La tía Escolástica es chaperona y cómplice, la madre sustituta de Fermina Daza, pero también, por momentos se comporta como hija suya, se defiende de la falta de la madre a través de la precocidad: parecía una solterona de veinte años, solitaria y entregada a la pérdida del tiempo del vivir doméstico junto con su muchacha, Gala Placidia. La prima Hildebranda Sánchez de Valledupar, aun cuando de la misma edad, es mucho más libre y cómoda con su propio cuerpo. Además, figura la amistad con el farero, que representa la epistemofilia, afín al voyerismo, la pulsión que lleva al conocimiento y cuya manifestación más común es la curiosidad, y que parte de las exploraciones infantiles del sexo opuesto: Florentino Ariza contempla a las mujeres mientras se bañan en el mar desde las alturas del faro. Pero también aprende acerca del universo de los amores de paso en el quilombo de propiedad de Lotario Thugut, quien lo apadrina de muchas maneras y lo introdujo a la telegrafía, la ciencia del futuro.
Sucede que las teorías sexuales de los niños son las primeras manifestaciones de la pulsión de conocer, y el origen de la investigación más científica que pueda concebirse. Durante la latencia, el niño explora el mundo, deja de lado momentáneamente su interés por su propio cuerpo, y su universo crece exponencialmente ante sus ojos.
De esa época venían sus teorías más bien simplistas sobre la relación entre el físico de las mujeres y sus aptitudes para el amor. Desconfiaba del tipo sensual, las que parecían capaces de comerse crudo a un caimán de aguja, y que solían ser las más pasivas en la cama. Su tipo era el contrario: esas ranitas escuálidas por las que nadie se tomaba el trabajo de volverse a mirar en la calle, que parecían quedar en nada cuando se quitaban la ropa, que daban lástima por el crujido de los huesos al primer impacto, y sin embargo podían dejar listo para el cajón de la basura al más hablador de los machucantes. Había tomado notas de esas observaciones prematuras con la intención de escribir un suplemento práctico del “Secreto de los Enamorados”, pero el proyecto sufrió la misma suerte del anterior después de que Ausencia Santander lo volteó a la derecha y al revés con su sabiduría de perro viejo, lo paró de cabeza, lo subió y lo bajó, lo volvió a parir de nuevo, le hizo trizas sus virtuosismos teóricos, y le enseño lo único que tenía que aprender para el amor: que a la vida no la enseña nadie (García Márquez, 1985, pg. 250).
Florentino Ariza se acordó de una frase que le oyó de niño al médico de la familia, su padrino, a propósito de su estreñimiento crónico:”El mundo está dividido entre los que cagan bien y los que cagan mal”. Sobre ese dogma, el médico había elaborado toda una teoría del carácter, que consideraba más certera que la astrología. Pero con las lecciones de los años, Florentino Ariza la planteó de otro modo: “El mundo está dividido entre los que tiran y los que no tiran”. Desconfiaba de estos últimos: cuando se salían del carril, era para ellos algo tan insólito, que alardeaban del amor como si acabaran de inventarlo. Los que lo hacían a menudo, en cambio, vivían solo para eso. Se sentían tan bien que se portaban como sepulcros sellados, porque sabían que de la discreción dependía la vida. No hablaban jamás de sus proezas, no se confiaban a nadie, se hacían los distraídos hasta el punto de que ganaban fama de impotentes, de frígidos, y sobre todo de maricas tímidos, como era el caso de Florentino Ariza. Pero se complacían con el equívoco, porque también el equívoco los protegía. Eran una logia hermética, cuyos socios se reconocían entre sí en el mundo entero, sin necesidad de un idioma común. De ahí que Florentino Ariza no se sorprendiera de la respuesta de la muchacha: era una de los suyos, y por tanto sabía que él sabía que ella sabía (García Márquez, 1985, pgs. 260-261).
Florentino Ariza olvidaba siempre cuando menos debía que las mujeres piensan más en el sentido oculto de las preguntas que en las preguntas mismas, y Prudencia Pitre más que cualquier otra. Presa de un pavor súbito por su puntería escalofriante, se escabulló por la puerta falsa: “Lo digo por ti”. Ella volvió a reír: “Anda a burlarte de tu puta madre, que en paz descanse”. Luego lo instó a que dijera lo que quería decir, porque sabía que ni él ni ningún otro hombre la hubiera despertado a las tres de la madrugada, y después de tantos años de no verla, sólo para beber oporto y comer pan con monte de encurtidos. Dijo: “Eso sólo se hace cuando uno anda buscando alguien con quien llorar” (García Márquez, 1985, pg. 409).
Por otro lado, la gratificación de la líbido narcisista y la objetal también aparece en el sentido del humor y los placeres estéticos como el arte y la cultura, sin dejar de lado el altruismo, el civismo y la vida espiritual, posibilidades de aplazar gratificaciones mediante la sublimación. Durante la adolescencia termina de organizarse la identidad sexual y vuelve a editarse el complejo de Edipo, solo que en esta oportunidad con los alcances de un cuerpo fértil y una mente mucho más desarrollada.
Mientras Fermina Daza perdió la virginidad en el viaje de luna de miel en el barco hacia Europa, García Márquez hace una descripción detalladísima del suceso hasta el punto de que al final el lector queda con la impresión de que es un procedimiento tan complejo y delicado que requiere de las manos sabias y cuidadosas de un experto en la materia: se necesita un médico. Un ritual de iniciación que busca un amor apacible y razonable y práctico para el nuevo matrimonio, libre de las distorsiones del buen juicio que producen los bríos de los románticos amores. La tradición juedeocristiana, que infantiliza a la feligresía, recomienda casarse vírgenes.
De modo que su fiesta de bodas, una de las más ruidosas de las postrimerías del siglo pasado, transcurrió para ella en las vísperas del horror. La angustia de la luna de miel la afectó mucho más que el escándalo social por el matrimonio con un galán como no había dos en esos años. Desde que empezaron a correr las amonestaciones en la misa mayor de la catedral, Fermina Daza volvió a recibir esquelas anónimas, algunas con amenazas de muerte, pero apenas si las veía pasar, pues todo el miedo de que era capaz lo tenía ocupado en la inminencia de la violación. Era el modo correcto de tratar los anónimos, aunque ella no lo hiciera a propósito, en una clase acostumbrada por las burlas históricas a bajar la cabeza ante los hechos cumplidos. Así que todo cuanto le era adverso se iba poniendo de parte suya a medida que la boda se sabía irrevocable. Ella lo notaba en los cambios graduales del cortejo de mujeres lívidas, degradadas por la artritis y los resentimientos, que un día se convencían de la vanidad de sus intrigas y aparecían sin anunciarse en el parquecito de Los Evangelios, como si fuera en la propia casa, cargadas de recetas de cocina y de regalos augurales. Tránsito Ariza conocía aquel mundo, aunque sólo esa vez lo sufrió en carne propia, y sabía que sus clientas reaparecían en vísperas de las fiestas grandes a pedirle el favor de que desenterrara sus múcuras y les prestara las joyas empeñadas, por solo veinticuatro horas, mediante el pago de un interés adicional. Hacía mucho tiempo que no ocurría como esa vez, que las múcuras se quedaran vacías para que las señoras de apellidos largos abandonaran sus santuarios de sombras y aparecieran radiantes, con sus propias joyas prestadas, en una boda como no se vio otra de tanto esplendor en el resto del siglo, y cuya gloria final fue el padrinazgo del doctor Rafael Núñez, tres veces presidente de la República, filósofo, poeta y autor de la letra del Himno Nacional, según podía aprenderse desde entonces en algunos diccionarios recientes. Fermina Daza llegó al altar mayor de la catedral del brazo de su padre, a quien el traje de etiqueta le infundió por un día un aire equívoco de respetabilidad. Se casó para siempre frente al altar mayor de la catedral en una misa concelebrada por tres obispos, a las once de la mañana del día de gloria de la Santísima Trinidad, y sin un pensamiento de caridad para Florentino Ariza, que a esa hora deliraba de fiebre, muriéndose por ella, en la intemperie de un buque que no había de llevarlo al olvido. Durante la ceremonia, y después en la fiesta, mantuvo una sonrisa que parecía fijada con albayalde, un gesto sin alma que algunos interpretaron como la sonrisa de burla de la victoria, pero que en realidad era un pobre recurso para disimular su terror de virgen recién casada (García Márquez, 1985, pg. 221-223).
En cambio, Florentino Ariza perdió la virginidad a manos de una desconocida así como así, sin ton ni son, al mismo tiempo que Fermina Daza. De las tres hermanas, quizá fue Rosalba, nunca se supo. Pero también fue cuando descubrió que el amor ilusorio por Fermina Daza podía sustituirse por una pasión terrenal. En todo caso, una fantasía sadomasoquista, violenta con humillación, como la de Leona Cassiani, porque ambos eran sobrevivientes del abuso sexual.
Siendo muy joven, un hombre fuerte y diestro, al que nunca le vio la cara, la había tumbado por sorpresa en las escolleras, la había desnudado a zarpazos, y le había hecho un amor instantáneo y frenético. Tirada sobre las piedras, llena de cortaduras por todo el cuerpo, ella hubiera querido que ese hombre se quedar allí para siempre, para morirse de amor en sus brazos. No le había visto la cara, no le había oído la voz, pero estaba segura de reconocerlo entre miles por su forma y su medida y su modo de hacer el amor. Desde entonces, a todo el que quiso oírla le decía: “Si alguna vez sabes de un tipo grande y fuerte que violó a una pobre negra de la calle en la Escollera de los Ahogados, un quince de octubre como a las once y media de la noche, dile dónde puede encontrarme”. Lo decía por puro hábito, y se lo había dicho a tantos que ya no le quedaban esperanzas (García Márquez, 1985, pg. 368).
De modo que los más de treinta y tres personajes que intervienen en esta novela encarnan lo polimorfo perverso, las pulsiones y los mecanismos de defensa, temas ligados con al desarrollo psicosexual, el proceso de desarrollar la capacidad de reconocer al otro como individuo autónomo, complementario precisamente porque es diferente, asuntos relacionados con las vicisitudes del complejo de Edipo y, por supuesto, con los orígenes de la patología mental. Trata la manera en que se construyen la mente y la identidad sexual a lo largo de la vida. Que en el caso de Florentino Ariza utiliza la estrategia de cazador nocturno a la espera de la Reina Coronada, mientras que Fermina Daza lo hizo dentro del canon del establecimiento: mediante el vivir doméstico, el matrimonio y la reproducción. Hasta que por fin realizaron juntos su amor edípico, prohibido.
Por último, vale la pena aclarar que a esta manera de ver las cosas en psicoanálisis se le conoce como modelo monopersonal, porque su finalidad primordial es estudiar con la mayor objetividad posible el contenido mental de la otra persona. Pero también este enfoque deja entrever que la mente construye vínculos sin parar, así se trate de un monólogo interior, de modo que el individuo aislado es una construcción teórica pues siempre está en relación con alguien más, así esté solo.
Hasta podría especularse que en “El amor en los tiempos el cólera” Gabriel García Márquez (1985) novela los “Tres ensayos de la teoría sexual” de Freud (1905).

II

El modelo objetal es un desarrollo postfreudiano. Gira alrededor de la noción de que el eje de los vínculos de las relaciones humanas es la interacción continua de la identificación proyectiva (Klein, 1957) y el reverie (Bion, 1963). Fantasía inconsciente que se deposita en el objeto como medida defensiva que escinde el yo, y cuya evolución va desde el polo más primitivo de la sustitución de la realidad externa por la interna, es decir de la posición esquizoparanoide, hasta el otro extremo, cuando la identificación proyectiva madura comunica, no invade, tolera la realidad, que siempre es más rica que la fantasía, y esta es la posición depresiva. De modo que desde el nacimiento hasta la muerte hay oscilación entre lo esquizoparanoide y lo depresivo en virtud del aprendizaje a partir de la experiencia, si las cosas salen bien, y los avatares de estos mecanismos mentales siempre se dan en relación con alguien más.
La posición depresiva es central en el desarrollo infantil. En condiciones normales se experimenta a mediados del primer año y durante la vida se regresa intermitentemente a ella, enriqueciéndola cada vez más. Implica aceptar fantasías y sentimientos de odio acerca del objeto de amor, cuyo modelo primigenio es la relación con la madre: en un principio ella se vivió como dos objetos parciales separados, uno idealizado y amado mientras que el otro fue persecutorio y odiado.
Durante las etapas tempranas del desarrollo mental la ansiedad dominante se relaciona con la supervivencia del self, mientras que ya en la posición depresiva la característica es que el bienestar del objeto se vuelve la preocupación dominante. Resulta que si se logra la confluencia de las figuras amada y la odiada empiezan a aparecer ansiedades ligadas al otro, como objeto total, con culpa y deseo de reparar, con tristeza plena y un amor profundo. Así las capacidades del yo aumentan y el mundo se enriquece, se percibe de una manera más independiente y realista puesto que disminuye el control omnipotente sobre el objeto.
Pero también la posición depresiva está relacionada con la pérdida y el duelo. Aceptar que el otro es un individuo ajeno implica un luto y abarca todas las relaciones objetales, de manera que la situación edípica también está involucrada en este nuevo estado de cosas. Este duelo podría negarse, las ansiedades depresivas pueden afrontarse con defensas maniacas y obsesivas, junto con la escisión y la paranoia de la posición esquizoparanoide; defensas que pueden ser transitorias o establecerse de manera rígida y perpetua.
La posición depresiva se expresa en cualquier momento de la vida en alguien capaz de responsabilizarse y aceptar la diferencia entre el yo y el no yo, con necesidad de reparación, en lugar de culpa, en relación con los ataques cargados de odio contra objetos internos y externos, con niveles variables de percepción de la catástrofe y un duelo normal por la pérdida, que hasta podría llegar a la depresión severa. (Bott Spillius, et al, 2011). Es la tolerancia por la diversidad humana y la ambivalencia. Es la capacidad de supeditar la agresividad a lo constructivo y desarrollar la posibilidad de simbolizar. El libre albedrío existe en la medida en que se es dueño de sí mismo, mientras que se está determinado por la compulsión a la repetición en cuanto hay conflictos. La posición depresiva es afín a la genitalidad, son complementarias, hasta podría decirse que para alcanzar la genitalidad se requiere de la posición depresiva y viceversa, para lograr la depresiva se requiere la genitalidad (Britton, 1998).
Y Florentino Ariza huye de la elaboración del duelo por la pérdida de Fermina Daza: la espera durante más de medio siglo mientras vive su vida y construye seiscientos veintidós relaciones imposibles, aparte de incontables aventuras fugaces. De modo que registra en “Ellas” no solo sus conquistas sino sus pérdidas. “Florentino Ariza tenía que atender entonces a demasiados compromisos al mismo tiempo, pero nunca le flaquearon los ánimos para acrecentar sus negocios de cazador furtivo” (García Márquez, 1985, pg. 248). Para manejar el dolor que le infligía la mujer de su desventura recurrió a la manía, la escición y la defensa obsesiva. Sucede que los románticos amores son esquizoparanoides porque predomina la realidad interna sobre la externa. Y en el caso de Florentino Ariza duró más de cincuenta años inmutable precisamente porque eran una ficción. Solo al final logró poner a prueba en el mundo su amor ilusorio, durante la mayor parte de su vida le sirvió de defensa contra la intimidad.
En Florentino Ariza predomina el funcionamiento esquizoparanoide, por eso es un personaje tan pintoresco, carece del estoicismo de la posición depresiva, que es más bien la característica del doctor Juvenal Urbino, un hombre aplomado, predecible y confiable, hasta el punto que algunos lo consideran un santo. Florentino Ariza no siente celos al quedar excluido por el matrimonio Urbino Daza, es una sensación más primitiva: la envidia. Una manera de manejar este sentimiento imperioso y destructivo es escribir cartas de amor por encargo con las que controla la vida sexual de otras parejas con el pretexto de apariencia altruista de que necesita compartir todo el amor que lleva por dentro. Florentino Ariza envidia la pareja idealizada llena de riquezas y privilegios del doctor Urbino y Fermina Daza, quiere destruirla: pasa más de medio siglo deseando la muerte de él y se alegra con su vejez y deterioro.
Fermina Daza despidió a la mayoría junto al altar, pero acompañó al último grupo de amigos íntimos hasta la puerta de la calle, para cerrarla ella misma, como lo había hecho siempre. Se disponía a hacerlo con el último aliento, cuando vio a Florentino Ariza vestido de luto en el centro de la sala desierta. Se alegró, porque hacía muchos años que lo había borrado de su vida, y era la primera vez que lo veía a conciencia depurado por el olvido. Pero antes de que pudiera agradecerle la visita, él se puso el sombrero en el sitio del corazón, trémulo y digno, y reventó el absceso que había sido el sustento de su vida.
-Fermina –le dijo-: he esperado esta ocasión durante más de medio siglo, para repetirle una vez más el juramento de mi fidelidad eterna y mi amor para siempre.
Fermina Daza se habría creído frente a un loco, si no hubiera tenido motivos para pensar que Florentino Ariza estaba en aquel instante inspirado por la gracia del Espíritu Santo. Su impulso inmediato fue maldecirlo por la profanación de la casa cuando aún estaba caliente en la tumba el cadáver de su esposo. Pero se lo impidió la dignidad de la rabia. “Lárgate –le dijo-. Y no te dejes ver nunca más en los años que te queden de vida.” Volvió a abrir por completo la puerta de la calle que había empezado a cerrar, y concluyó:
-Que espero sean muy pocos.
Cuando oyó apagarse los pasos en la calle solitaria, cerró la puerta muy despacio, con la tranca y los cerrojos, y se enfrentó sola al destino. Nunca, hasta este momento, había tenido una conciencia tan plena del peso y el tamaño del drama que ella misma había provocado cuando apenas tenía dieciocho años, y que había de perseguirla hasta la muerte (García Márquez, 1985, pgs. 79-80).
Pero Florentino Ariza también tiene momentos depresivos. La solvencia, la prestancia y el prestigio envidiables de Juvenal Urbino lo llevaron a claudicar ante tío León XII, entonces se trasforma en un hombre respetable y de bien, en un empresario exitoso: todo lo que tiene que hacer es obedecer. Así vuelve la envidia un proyecto, no sin cierto desdén: esta es la forma más primitiva y apasionada de expresar la agresividad de la posición esquizoparanoide, que al elaborarla, camino a la posición depresiva, se transforma en admiración, por ejemplo.
Florentino Ariza había prefigurado aquel momento hasta en sus detalles ínfimos desde los días de su juventud en que se consagró por completo a la causa de ese amor temerario. Por ella había ganado nombre y fortuna sin reparar demasiado en los métodos, por ella había cuidado de su salud y su apariencia personal con un rigor que no les parecía muy varonil a otros hombres de su tiempo, y había esperado aquel día como nadie hubiera podido esperar nada ni a nadie en este mundo: sin un instante de desaliento. La comprobación de que la muerte había intercedido por fin a favor suyo, le infundió el coraje que necesitaba para reiterarle a Fermina Daza, en su primera noche de viuda, el juramento de su fidelidad eterna y su amor para siempre (García Márquez, 1985, pgs. 393-394).
Se trata de elaborar el duelo del narcisismo primario, de aceptar que la realidad es imperfecta, de asimilar los hechos tozudos de la vida: las limitaciones personales, el gradiente generacional y la muerte (Money Kyrle, 1968; 1971). Este es el desafío. Florentino Ariza no es un enfermo mental, en el fondo todos somos como él: debemos encargarnos de nosotros mismos. La única posibilidad de construir una vida satisfactoria es conocerse, ser coherente consigo, respetar los sentimientos, pues son de las pocas cosas de las que podemos estar seguros, y no siempre se respetan ni se atienden.
El influjo de la posición esquizoparanoide y la depresiva está presente en el devenir de la familia Urbina y Daza. Después del relámpago de amor por Fermina Daza el doctor Juvenal Urbina elabora el paso del enamoramiento al amor maduro, mientras Fermina Daza aprende a quererlo con serenidad y dignidad en medio del óxido de la rutina cómoda y segura que construyeron juntos, complementariamente. Pero luego regresan a una nueva posición esquizoparanoide: aparece en el matrimonio maduro y apacible algo sabido no pensado. Una cierta insatisfacción los lleva a la crisis, la única manera de elaborar la situación. Entonces, por un lado, aparece la amante, la señorita Bárbara Lynch, y, por el otro, el tabaquismo y las fantasías masturbatorias de ella en las que Florentino Ariza era el protagonista. Al final elaboran el duelo por el paraíso conyugal perdido, alcanzando una nueva posición depresiva: él confiesa sus pecados y se enmienda, mientras que ella se toma su tiempo para restañar las heridas que le causó la infidelidad en la casa de la prima Hildebranda Sánchez, mientras descansa de él y del vivir doméstico. Luego las cosas regresan a la normalidad. Hasta que ella enviuda, entonces entra en una nueva posición esquizoparanoide, pero tiene la gallardía de elaborar el duelo por la muerte de su esposo a sus setenta y dos años, y finalmente alcanzar una nueva posición depresiva que le permite emprender otra relación, en esta ocasión con Florentino Ariza que no es, simplemente, una repetición ni un sustituto, y se embarcan juntos en La Nueva Fidelidad hasta el último día de sus vidas. Se quedan juntos hasta que la muerte los separe, como debe ser.
El doctor Juvenal Urbino había sido el soltero más apetecido a los veintiocho años. Regresaba de una larga estancia en Paris, donde hizo estudios superiores de medicina y cirugía, y desde que pisó tierra firme dio muestras abrumadoras de que no había perdido un minuto de su tiempo. Volvió más atildado que cuando se fue, más dueño de su índole, y ninguno de sus compañeros de generación parecía tan severo y tan sabio como él en su ciencia, pero tampoco había ninguno que bailara mejor la música de moda ni improvisara mejor en el piano. Seducidas por sus gracias personales y por la certidumbre de su fortuna familiar, las muchachas de su medio hacían rifas secretas para jugar a quedarse con él, y él jugaba también a quedarse con ellas, pero logró mantenerse en estado de gracia, intacto y tentador, hasta que sucumbió sin resistencia a los encantos plebeyos de Fermina Daza (García Márquez, 1985, pg. 153).
Él fue el primer hombre al que Fermina Daza oyó orinar. Lo oyó la noche de bodas en el camarote del barco que los llevaba a Francia, mientras estaba postrada por el mareo, y el ruido de su manantial de caballo le pareció tan potente e investido de tanta autoridad, que aumentó su terror por los estragos que temía. Aquel recuerdo volvía con frecuencia a su memoria, a medida que los años iban debilitando el manantial, porque nunca pudo resignarse a que él dejara mojado el borde de la taza cada vez que la usaba. El doctor Urbino trataba de convencerla, con argumentos fáciles de entender por quien quisiera entenderlos, de que aquel accidente no se repetía a diario por descuido suyo, como ella insistía, sino por una razón: su manantial de joven era tan definido y directo, que en el colegio había ganado torneos de puntería para llenar botellas, pero con los usos de la edad no sólo fue decayendo, sino que se hizo oblicuo, se ramificaba, y se volvió por fin una fuente de fantasía imposible de dirigir a pesar de los muchos esfuerzos que él hacía para enderezarlo. Decía: “El inodoro tuvo que ser inventado por alguien que no sabía nada de hombres”. Contribuía a la paz doméstica con un acto cotidiano que era más de humillación que de humildad: secaba con papel higiénico los bordes de la taza cada vez que la usaba. Ella lo sabía, pero nunca decía nada mientras no eran demasiado evidentes los vapores amoniacales dentro del baño, y entonces los proclamaba como el descubrimiento de un crimen: “Esto apesta a criadero de conejos”. En vísperas de la vejez, el mismo estorbo del cuerpo le inspiró al doctor Urbino la solución final: orinaba sentado, como ella, lo cual dejaba la taza limpia, y además lo dejaba a él en estado de gracia (García Márquez, 1985, pgs. 50-51).
Habían quedado atrás las casualidades deliciosas de que ella entrara mientras él se bañaba, y a pesar de los pleitos, de las berenjenas venenosas, y a pesar de las hermanas dementes y de la madre que las parió, él tenía todavía bastante amor para pedirle que lo jabonara. Ella empezaba a hacerlo con las migajas de amor que todavía le sobraban de Europa, y ambos se iban dejando traicionar por los recuerdos, ablandándose sin quererlo, queriéndose sin decirlo, y terminaban muriéndose de amor por el suelo, embadurnados de espumas fragantes, mientras oían a las criadas hablando de ellos en el lavadero: “Si no tienen más hijos es porque no tiran”. De vez en cuando, al regreso de una fiesta loca, la nostalgia agazapada detrás de la puerta los tumbaba de un zarpazo, y entonces ocurría una explosión maravillosa en la que todo era otra vez como antes, y por cinco minutos volvían a ser los amantes desbraguetados de la luna de miel (García Márquez, 1985, pg. 298).
Se aferró al esposo. Y justo por la época en que él la necesitaba más, porque iba delante de ella con diez años de desventaja tantaleando solo entre las nieblas de la vejez, y con las desventajas peores de ser hombre y más débil, y se sentían incómodos por la frecuencia con que adivinaban el pensamiento sin proponérselo, o por el accidente ridículo de que el uno se anticipara en público a lo que el otro iba a decir. Habían sorteado juntos incomprensiones cotidianas, los odios instantáneos, las porquerías recíprocas y los fabulosos relámpagos de gloria de la complicidad conyugal. Fue la época en que se amaron mejor, sin prisa y sin excesos, y ambos fueron más conscientes y agradecidos de sus victorias inverosímiles contra la adversidad. La vida había de depararles todavía otras pruebas mortales, por supuesto, pero ya no importaba: estaban en la otra orilla (García Márquez, 1985, pg. 319).
Juntos se volvieron una sola carne entregados al vivir doméstico burgués, pero tal como suele suceder en cualquier hogar, acecha la posición esquizoparanoide: Juvenal Urbino y Fermina Daza son la pareja perfecta, lo cual es una idealización esquizoparanoide. Las personas siempre se quejan con sinceridad, en especial de la pareja.
El doctor Urbino justificaba su propia debilidad con argumentos de crisis, sin preguntarse siquiera si no estaban en contra de su iglesia. No admitía que los conflictos con la esposa tuvieran origen en el aire enrarecido de la casa, sino en la naturaleza misma del matrimonio: una invención absurda que sólo podía existir por la gracia infinita de Dios. Estaba contra toda razón científica que dos personas apenas conocidas, sin parentesco alguno entre sí, con caracteres distintos, con culturas distintas, y hasta con sexos distintos, se vieran comprometidas de golpe a vivir juntas, a dormir en la misma cama, a compartir dos destinos que tal vez estuvieran determinados en sentidos divergentes. Decía: “El problema del matrimonio es que se acaba todas las noches después de hacer el amor, y hay que volver a reconstruirlo todas las mañanas antes del desayuno”. Peor aún el de ellos, decía, surgido de dos clases antagónicas, y en una ciudad que todavía seguía soñando con el regreso de los virreyes. La única argamasa posible era algo tan improbable y voluble como el amor, si lo había, y en el caso de ellos no lo había cuando se casaron, y el destino no había hecho nada más que enfrentarlos a la realidad cuando estaban a punto de inventarlo (García Márquez, 1985, pgs. 297-298).
Pero aparte de esas ocasiones raras, uno de los dos estaba siempre más cansado que el otro a la hora de acostarse. Ella se demoraba en el baño enrollando sus cigarrillos de papel perfumado, fumando sola, reincidiendo en sus amores de consolación como cuando era joven y libre en su casa, dueña única de su cuerpo. Siempre le dolía la cabeza, o hacía demasiado calor; siempre, o se hacía la dormida, o tenía la regla, siempre la regla. Tanto, que el doctor Urbino se había atrevido a decir en clase, solo por el alivio de un desahogo sin confesión, que después de diez años de casadas las mujeres tenían la regla hasta tres veces por semana (García Márquez, 1985, pgs. 298-299).
Esta es una narración equilibrada: ambos fueron infieles. Empezaban a olvidarse el uno del otro. Florentino Ariza protagonizaba las fantasías masturbatorias de ella. Si bien, en el sentido freudiano, no hay infidelidad si no se realiza el acto sexual en la práctica, desde el enfoque objetal los clérigos sí tienen razón: existe el pecado de pensamiento, palabra, obra y omisión por la sencilla razón de que implica una relación así sea fantaseada, hay un objeto, que así sea interno, supone inversión libidinal, de modo que ocupa espacio mental, y lo principal es el objeto interno. El vértigo de la infidelidad no es recomendable para todo el mundo. El doctor Juvenal Urbino, en cambio, descubrió aterrado que lo que da sentido a la amante es la clandestinidad que exige al tener pareja legítima, y viceversa, el cónyugue se complementa con el amor subterráneo. Florentino Ariza, que era soltero, no tenía el más mínimo interés por esta clase de consideraciones.
Fermina Daza no supo dónde situar el olor de la ropa dentro de la rutina de su esposo. No podía ser entre la clase matinal y el almuerzo, pues suponía que ninguna mujer en su sano juicio iba a hacer un amor apurado a semejantes horas, y menos con una visita, mientras estaba pendiente de barrer la casa, arreglar las camas, hacer el mercado, preparar el almuerzo, y tal vez con la angustia de que a uno de los niños lo mandaran de la escuela antes de tiempo descalabrado de una pedrada, y la encontrara desnuda a las once de la mañana en el cuarto sin hacer, y para colmo de vainas con un médico encima. Sabía, por otra parte, que el doctor Juvenal Urbino sólo hacía el amor de noche, y mejor aún en la oscuridad absoluta, y en último caso antes del desayuno al arrullo de los primeros pájaros. Después de esa hora, según él decía, era más el trabajo de quitarse la ropa y volver a ponérsela, que el placer de un amor de gallo. De modo que la contaminación de la ropa solo podía ocurrir en alguna de las visitas médicas, o en cualquier momento escamoteado a sus noches de ajedrez y de cine. Esto último era difícil de esclarecer, porque al contrario de tantas amigas suyas, Fermina Daza era demasiado orgullosa para espiar al marido, o para pedirle a alguien que lo hiciera por ella. El horario de las visitas, que parecía el más apropiado para la infidelidad, era además el más fácil de vigilar, porque el doctor Juvenal Urbino llevaba una relación minuciosa de cada uno de sus clientes, inclusive con el estado de cuentas de sus honorarios, desde que los visitaba por primera vez hasta que los despedía de este mundo con una cruz final y una frase por el bienestar del alma (García Márquez, 1985, pgs. 338-339).
El doctor Juvenal Urbino llegó a la cita del sábado con diez minutos de adelanto, cuando la señorita Lynch no había acabado de vestirse para recibirlo. Desde sus tiempos de París, cuando tenía que presentarse a un examen oral, no había sentido una tensión semejante. Tendida en la cama de lienzo, con una tenue combinación de seda, la señorita Lynch era de una belleza interminable. Todo en ella era grande e intenso: sus muslos de sirena, su piel a fuego lento, sus senos atónitos, sus encías diáfanas de dientes perfectos, y todo su cuerpo irradiaba un vapor de buena salud que era el olor humano que Fermina Daza encontraba en la ropa del esposo. Había ido a consulta externa porque sufría de algo que ella llamaba con mucha gracia “cólicos torcidos”, y el doctor Urbino pensaba que era un síntoma de no tomar a la ligera. De modo que palpó sus órganos internos con más intención que atención, y mientras tanto iba olvidándose de su propia sabiduría y descubriendo asombrado que aquella criatura de maravilla era tan bella por dentro como por fuera, y entonces se abandonó a las delicias del tacto, no ya como el médico mejor calificado del litoral Caribe, sino como un pobre hombre de Dios atormentado por el desorden de los intestinos (García Márquez, 1985, pgs. 345-347).
El mundo se volvió un infierno. Pues una vez saciada la locura inicial, ambos tomaron conciencia de los riesgos, y el doctor Juvenal Urbino no tuvo nunca la decisión de afrontar el escándalo. En los delirios de la fiebre lo prometía todo, pero después que todo pasaba todo volvía a quedar para después. En cambio, a medida que aumentaban las ansias de estar con ella aumentaba también el temor a perderla, de modo que los encuentros fueron siendo cada vez más apresurados y difíciles. No pensaba en otra cosa. Esperaba las tardes con una ansiedad insoportable, se le olvidaban los otros compromisos, se le olvidaba todo menos ella, pero a medida que el coche se acercaba a la marisma de la Mala Crianza iba rogando a Dios que un inconveniente de última hora lo obligara a pasar de largo. Iba en tal estado de angustia, que a veces se alegraba al ver desde la esquina la cabeza algodonada del reverendo Lynch leyendo en la terraza, y a la hija en la sala, catequizando a los niños del barrio con los Evangelios Cantados. Entonces se iba feliz a su casa para no seguir desafiando el azar, pero después se sentía enloquecer de ansiedad porque volvieran a ser todo el día las cinco de la tarde de todos los días.
De modo que los amores se volvieron imposibles cuando el coche se hizo demasiado notorio en la puerta, y al cabo de tres meses ya no fueron nada más que ridículos. Sin tiempo para decirse nada, la señorita Lynch se metía en el dormitorio tan pronto como veía entrar al amante aturdido. Había adoptado la precaución de ponerse una falda ancha los días en que lo esperaba, una preciosa pollera de Jamaica con volantes de flores coloradas, pero sin ropa interior, sin nada, creyendo que la facilidad iba a ayudarlo contra el miedo. Pero él malgastaba todo cuanto ella hacía por hacerlo feliz. La seguía jadeando hasta el dormitorio, empapado de sudor, y entraba en estampida tirándolo todo por el suelo, el bastón, el maletín de médico, el sombreo panamá, y hacía un amor de pánico con los pantalones enrollados en las corvas, con el saco abotonado para que la estorbara menos, con la leontina de oro en el chaleco, con los zapatos puestos, con todo, y más pendiente de irse cuanto antes que de cumplir con su placer. Ella se quedaba en ayunas, entrando apenas en su túnel de soledad, cuando ya él estaba abotonándose de nuevo, exhausto, como si hubiera hecho el amor absoluto en la línea divisoria de la vida y la muerte, cuando en realidad no había hecho sino lo mucho que el acto de amor tiene de hazaña física. Pero estaba en su ley: el tiempo justo para aplicar una inyección intravenosa en un tratamiento de rutina. Entonces regresaba a la casa avergonzado de su debilidad, con ganas de morirse, maldiciéndose por su falta de valor para pedirle a Fermina Daza que le bajara los pantalones y lo sentara de culo en un brasero. No cenaba, rezaba sin convicción, fingía continuar en la cama la lectura de la siesta mientras su esposa daba vueltas y vueltas por la casa poniendo el mundo en orden antes de acostarse. A medida que cabeceaba sobre el libro iba hundiéndose poco a poco en el manglar inevitable de la señorita Lynch, en su vaho de floresta yacente, su cama de morir, y entonces no lograba pensar en nada más que en los cinco menos cinco de la tarde de mañana, y ella esperándolo en la cama sin nada más que su monte de estropajo oscuro bajo la falda loca de Jamaica: el círculo infernal (García Márquez, 1985, pgs. 349-351).
¿¡Quién dijo que la infidelidad es un placer!? Es un desafío. Implica mentira, mantener la imagen de normalidad, seguir el hilo de todas las vaguedades que se aducen, justificarse. Además se siente la presencia de otra persona mucho antes de descubrirla. Y Fermina Daza está ambivalente, por un lado tienr la necesidad saber y, por el otro, la aterra conocer. El consuelo que aporta la verdad personal está en la coherencia que trae, pero también acarrea pensamientos junto con sus consecuencias. Hasta que por fin un día ella se atreve a preguntar y enfrentar la situación.
Pues esto ocurrió después de que ella lo interrumpió en su lectura de la tarde para pedirle que la mirara a la cara, y él tuvo el primer indicio de que su círculo infernal se había descubierto. No entendía cómo, sin embargo, porque le habría sido imposible imaginar que Fermina Daza hubiera encontrado la verdad por puro olfato. De todos modos, y desde mucho antes, esta no era una ciudad buena para tener secretos. Al poco tiempo de instalados los primeros teléfonos domésticos, varios matrimonios que parecían estables se acabaron por chismes de llamadas anónimas, y muchas familias atemorizadas suspendieron el servicio o se negaron a tenerlo durante años. El doctor Urbino sabía que su esposa se respetaba tanto a sí misma como para no permitir siquiera un intento de infidencia anónima por teléfono, y no podía imaginarse a nadie tan atrevido como para hacérsela en nombre propio. En cambio, le temía al método antiguo: un papel deslizado por debajo de la puerta por una mano desconocida podía ser eficaz, no sólo porque garantizaba el doble anónimo del remitente y el destinatario, sino porque su estirpe legendaria permitía atribuirle alguna relación metafísica con los designios de la Divina Providencia (García Márquez, 1985, pgs. 352-353).
Entonces aparece el desarrollo del pensamiento del doctor Juvenal Urbino: pasa de la quintaesencia de lo esquizoparanoide, de la idealización extrema del enamorado, que siempre exagera, a la reflexión de la posición depresiva. Encuentra las limitaciones que la realidad impone, hasta que por último, en medio del duelo parcialmente resuelto vincula ideas y sentimientos, construye pensamiento, simboliza y sublima al publicarlo (Civitarese, 2016), en otras palabras, confiesa. 
Y entonces él se lo contó todo, sintiendo que se quitaba de encima el peso del mundo, porque estaba convencido de que ella lo sabía y sólo le faltaba confirmar los pormenores. Pero no era así, por supuesto, de modo que mientras él hablaba ella volvió a llorar, y con unas lágrimas sueltas y salobres que se le escurrían por la cara, y le ardían en el camisón de dormir y le inflaban la vida, porque él no había hecho lo que ella esperaba con el alma en un hilo, y era que lo negara todo hasta la muerte, que se indignara por la calumnia, que se cagara a gritos en esta sociedad de mala madre que no tenía el menor reparo en pisotear la honra ajena, y que se hubiera mantenido imperturbable aun frente a las pruebas demoledoras de su deslealtad: como un hombre (García Márquez, 1985, pgs. 356-357).
Entonces él tenía su determinación tan bien tomada que a las cinco de la tarde no pasó por la casa de la señorita Lynch. Las promesas de amor eterno, la ilusión de una casa discreta para ella sola donde él pudiera visitarla sin sobresaltos, la felicidad sin prisa hasta la muerte, todo cuanto él había prometido en las llamaradas del amor quedó cancelado por siempre jamás. Lo último que la señorita Lynch tuvo de él fue una diadema de esmeraldas que el cochero le entregó sin comentarios, sin un recado, sin una nota escrita, y dentro de una cajita envuelta con papel de farmacia para que el mismo cochero la creyera una medicina de urgencia. No volvió a verla ni por casualidad en el resto de su vida, y sólo Dios supo cuánto dolor le costó esta resolución heroica, y cuántas lágrimas de hiel tuvo que derramar encerrado en el retrete para sobrevivir a su desastre íntimo, a las cinco, en vez de ir con ella, hizo ante su confesor un acto de contrición profunda, y el domingo siguiente comulgó con el corazón hecho pedazos, pero con el alma tranquila  (García Márquez, 1985, pgs. 353-354).
Y eventualmente regresa la normalidad al vivir doméstico del doctor Juvenal Urbino y Fermina Daza, encuentran una nueva posición depresiva que por supuesto vuelve a perderse con la muerte de él, entonces ella se encarga de la viudez.
No podía sortear un recóndito sentimiento de rencor contra el marido por haberla dejado sola en medio del océano. Todo lo suyo le provocaba el llanto: la piyama debajo de la almohada, las pantuflas que siempre le parecieron de enfermo, el recuerdo de su imagen desvistiéndose en el fondo del espejo mientras ella se peinaba para dormir, el olor de su piel que había de persistir en la de ella mucho tiempo después de la muerte. Se detenía a mitad de cualquier cosa que estuviera haciendo y se daba una palmadita en la frente, porque de pronto se acordaba de algo que olvidó decirle. A cada instante le venían a la mente las tantas preguntas cotidianas que sólo él le podía contestar. Alguna vez él le había dicho algo que ella no podía concebir: los amputados sienten dolores, calambres, cosquillas en la pierna que ya no tienen. Así se sentía ella sin él, sintiéndolo estar donde ya no estaba (García Márquez, 1985, pgs. 397-398).
Todo el mundo está avocado al horror de la vida real. Se trata más de perder que de acumular, hasta que al final se pierde la vida misma, de modo que los duelos son el mecanismo de cicatrización de la mente. Y no es solo dejar de penar por la pérdida, se trata de aprender a partir de la experiencia y recuperar la posibilidad de seguir adelante construyendo nuevos vínculos, que tiendan a una situación más satisfactoria. Quizá esto es lo que llaman sabiduría.
Le había bastado aquel primer año para asumir la viudez. El recuerdo petrificado del marido dejó de ser un tropiezo en sus actos cotidianos, en sus pensamientos íntimos, en sus intenciones más simples, y se convirtió en una presencia vigilante que la guiaba sin estorbarla. A veces lo encontraba, no como una aparición, sino en carne y hueso, donde en verdad le hacía falta. La alentaba la certidumbre de que él estaba allí, todavía vivo pero sin sus caprichos de hombre, sin su exigencias patriarcales, sin la necesidad agotadora de que ella lo amara con el mismo ritual de besos inoportunos y palabras tiernas con que él la amaba. Pues entonces lo entendía mejor que cuando estaba vivo, entendió la ansiedad de su amor, la urgencia de encontrar en ella la seguridad que parecía ser el soporte de su vida pública, y que en realidad no tuvo nunca. Un día, en el colmo de la desesperación, ella le había gritado: “No te das cuenta de lo infeliz que soy”. Él se quitó los lentes con un gesto muy suyo, sin alterarse, la inundó con las aguas diáfanas de sus ojos pueriles, y en una sola frase el echó encima todo el peso de su sapiencia insoportable: “Recuerda siempre que lo más importante de un buen matrimonio no es la felicidad sino la estabilidad”. Desde sus primeras soledades de viuda ella entendió que aquella frase no escondía la amenaza mezquina que le había atribuido en su tiempo, sino la piedra lunar que les había proporcionado a ambos tantas horas felices (García Márquez, 1985, pgs. 426).
Y con la elaboración del duelo, Fermina Daza descubre el placer adquirido de vivir a solas, que para aprender a disfrutarlo se requiere conocer su par antitético: el haber vivido en pareja. No es una salida maníaca frente al duelo, es una nueva manera de hacer las cosas. Construye un nuevo modo de vivir.
En el ocio reparador de la soledad, en cambio, las viudas descubrían que la forma honrada de vivir era a merced del cuerpo, comiendo sólo por hambre, amando sin mentir, durmiendo sin tener que fingirse dormidas para escapar a la indecencia del amor oficial, dueñas por fin del derecho a una cama entera para ellas solas en la que nadie les disputaba la mitad de su sábana, la mitad de su aire de respirar, la mitad de su noche. Hasta que el cuerpo se saciaba de soñar con sus sueños propios, y despertaba solo. En sus amaneceres de cazador furtivo, Florentino Ariza las encontraba en la salida de la misa de cinco, amortajadas de negro y con el cuervo del destino en el hombro. Desde que lo vislumbraban en la claridad del alba atravesaban la calle y cambiaban de acera con pasos menudos y entrecortados, pasos de pajarito, pues el solo pasar cerca de un hombre podía mancillarles la honra. Sin embargo, él estaba convencido de que una viuda desconsolada, más que cualquier otra mujer, podía llevar adentro la semilla de la felicidad (García Márquez, 1985, pgs. 288-289).
Esta es una observación empírica de primera mano: en “Ellas” figuraban Prudencia Pitre y Prudencia de Arellano, junto con Josefa de Zúñiga, intuye que elaborar el duelo abre la puerta para volver a invertir la líbido de nuevo.
En enero de 1824, el comodoro Juan Bernardo Elbers, fundador de la navegación fluvial, había abanderado el primer buque a vapor que surcó el río de la Magdalena, un trasto primitivo de cuarenta caballos de fuerza que se llamaba Fidelidad. Más de un siglo después, un 7 de julio a las seis de la tarde, el doctor Urbino Daza y su esposa acompañaron a Fermina Daza a tomar el buque que había de llevarla a su primer viaje por el río. Era el primero construido en los astilleros locales, que Florentino Ariza había bautizado en memoria de su antecesor glorioso: Nueva Fidelidad. Fermina Daza no pudo creer nunca que aquel nombre tan significativo para ellos fuera de veras una casualidad histórica, y no una gracia más del romanticismo crónico de Florentino Ariza (García Márquez, 1985, p. 461-462).
Era como si hubieran saltado el calvario del amor, y hubieran ido sin más vueltas al grano del amor. Transcurrían en silencio como dos viejos esposos escaldados por la vida, más allá de las trampas de la pasión, más allá de las burlas brutales de las ilusiones y los espejismos de los desengaños: más allá del amor. Pues habían vivido juntos lo bastante para darse cuenta de que el amor era el amor en cualquier tiempo y en cualquier parte, pero tanto más denso cuanto más cerca de la muerte (García Márquez, 1985, pg. 490).
De modo, entonces, que hasta podría especularse que en “El amor en los tiempos el cólera” Gabriel García Márquez (1985) no solo novela “Tres ensayos sobre la teoría sexual” de Freud (1905), también tiene en cuenta “Envidia y gratitud” de Melanie Klein (1957) y “Volviendo a pensar” de Wilfred Bion (1963), un desarrollo teórico postkleiniano.

III

Hemos enumerado piezas psicoanalíticas que pueden reconocerse en “El amor en los tiempos de cólera” dentro de una progresión que va del enfoque freudiano al kleiniano y luego al bioniano, pero falta darle vida a estos elementos dispersos. Se trata de señalar ese aspecto inefable, algo que está más allá de la suma de los componentes. Aquello que hace que el relato afecte y ponga a soñar al lector. Me refiero a esa capacidad de construir una relación íntima, empática, y en este sentido el lector termina la obra en la experiencia de leerla. Me refiero al aspecto intersubjetivo.
La mente es al sistema nervioso como la digestión al sistema digestivo. El cerebro construye representaciones del mundo a partir de percepciones, mientras que el pensamiento son ideas asociadas con emociones, elementos que surgen, en primer lugar, de sensaciones corporales crudas. Tiende a asociar, a comparar experiencias, a clasificarlas, construye relaciones desde el nacimiento hasta la muerte.  Así las cosas, la lectura es un fenómeno psicosomático, como todo, pues se activan las mismas regiones cerebrales que se activarían si el lector en efecto estuviera realizando la acción, pero también moviliza recuerdos y sensaciones representadas en redes neuronales, y en este sentido, el cerebro construye una imagen en espejo de lo que lee, imagen que es personal, irrepetible (Kandel, 2012; Ammaniti; Gallese, 2014).
Las elucubraciones al leer no son al azar. Sí tienen valor, contrario a la opinión corriente de que estas ocurrencias son déficit de atención o hiperactividad. Puede encontrarse la conexión entre ellas y los significados del escrito, son parte de la experiencia con el texto. Son comparables al uso técnico de la contratrasferencia, que construye significados cuando se relacionan con lo que está sucediendo en el campo analítico intersubjetivo y se emplean como materia prima para hacer interpretaciones.
El arte, en general, significa porque el usuario de la obra se reconoce inconscientemente en ella al identificarse con los conflictos y relaciones objetales que allí se representan (Metz, 1977). Por eso se dice que apreciar el arte es como mirarse en un espejo. Después de todo, solo puede saberse lo que de antemano se concibe. Y es precisamente por esta misma razón que los psicoanalistas se analizan al formarse: para comprender los avatares de la persona con quien se está trabajando en el consultorio.
Pero también hay que aclarar que a lo sumo que puede aspirarse en un trabajo de psicoanálisis aplicado es a explicar el pensamiento del analista a través de la obra.  Lo contrario, interpretar los contenidos inconscientes del artista a partir de su producción solo es viable en la situación clínica: cuando el artista yace en el diván y la obra de arte es parte de la cadena asociativa, como un sueño, entonces el material se toma transferencialmente sin disecar los símbolos que allí aparecen. La creación, y también el descubrimiento científico, no sirven para hacer arqueología de la mente del creador. Más bien el artista y el usuario de la obra construyen la experiencia de ensoñar contenidos, pues el creador les da forma y significado cuando antes eran amorfos y desconocidos, situación que se parece mucho a lo que sucede en el campo analítico intersubjetivo (Capello, 2016; Sayers, 2011). De manera que hay un aspecto estético, artístico, en el ejercicio del psicoanálisis de la misma manera en que hay algo psicoanalítico en el arte. 
Para redactar se requiere de un poco de inspiración y mucho trabajo. Y García Márquez es un narrador magnífico: transforma una experiencia privada en algo universal. Se justifica detallar los mecanismos de la novela porque al explorar sus artilugios literarios empieza a entenderse, de alguna manera, cómo el autor logra un texto tan conmovedor. Quizá el misterio está en la prosodia. En la naturalidad de sus oraciones: son aireadas, las palabras cumplen con su función, respeta sus significados y no tiene cacofonías, usa un vocabulario amplio que va desde el más soez hasta el más erudito, o tal vez el asunto está en su elección ingeniosa de los adjetivos y adverbios. Respeta al lector: siempre deja algo a la imaginación, le explica todo sin hacerlo sentir como imbécil. Lleva al lector a ponerse en los zapatos del narrador. Quizá es la economía de las palabras, deja dudas, crea misterio, no le da todas las respuestas al lector. Pero también es la manera en que administra la información, no se le notan las costuras a la obra, es delicado al conectar una imagen con la otra. Y se permite cierta repetición, que no es redundante: resume, recuerda detalles, introduciendo variaciones que hace avanzar el relato. Tiene momentos de tensión dramática, intercalados con otros laxos.
Esta es su voz literaria describiendo el ámbito del Caribe colombiano, la mentalidad inocente y espontanea de su gente, junto con las costumbres de la parranda vallenata y la gallera, pero también toca la historia de la región, roza las fronteras de “El General en su laberinto”, sin dejar de lado la guerra crónica que azota el país. Y hace todo esto en un solo párrafo, sin incongruencias, mientras progresa el relato que traía.
La distancia de San Juan de la Ciénaga al antiguo ingenio de San Pedro Alejandrino era de sólo nueve leguas, pero el tren amarillo tardaba el día completo, porque el maquinista era amigo de los pasajeros habituales y estos le pedían el favor de parar a cada rato para estirar las piernas caminando por los prados de golf de la compañía bananera, y los hombres se bañaban desnudos en los ríos diáfanos y helados que se precipitaban desde la sierra. Y cuando sentían hambre se bajaban a ordeñar las vacas sueltas en los potreros. Fermina Daza llegó aterrorizada, y apenas se dio tiempo para admirar los tamarindos homéricos donde El Libertador colgaba su hamaca de moribundo, y para comprobar que la cama donde murió, tal como se lo habían dicho, no sólo era pequeña para un hombre de tanta gloria, sino inclusive para un sietemesino. Sin embargo, otro visitante que parecía saberlo todo dijo que la cama era una reliquia falsa, pues la verdad era que el Padre de la Patria lo habían dejado morir tirado por los suelos. Fermina Daza estaba tan deprimida con lo que vio y oyó desde que salió de su casa, que en el resto del viaje no se complació en el recuerdo del viaje anterior, como lo había añorado, sino que evitaba el paso por los pueblos de sus nostalgias. Así los preservó y se preservó ella misma de la desilusión. Oía los acordeones desde los atajos por donde se escapaba el desencanto, oía los gritos de la gallera, las salvas de plomo que lo mismo podían ser de guerra que de parranda, y cuando no había más recursos que atravesar el pueblo, se tapaba con la mantilla para seguir evocándolo como era antes (García Márquez, 1985, pgs. 360-361).
Resulta que Florentino Ariza no solo es una entidad aislada, teórica, como cualquier persona está hecho de sus relaciones consigo mismo y con los demás. Vive: madura, sueña y se equivoca, aprende, desarrolla la capacidad para pensar aún en medio de sus pasiones más contradictorias y extremas, sufre, envejece y muere, como cualquiera, se encarga de sí mismo, de sus propias verdades y construye una vida consecuente consigo mismo y con los demás. Logra estar cómodo dentro de su propia piel, la única obligación que todo ser humano tiene. Así las cosas, “Ellas” es más que la recopilación de sus aventuras de cama en busca de Fermina Daza, ya lo dijimos, en virtud de la capacidad de ensoñación de García Márquez, de la secuencia de estos amores imposibles en contraste con el devenir convencional del matrimonio ortodoxo de ella con el doctor Juvenal Urbino nace la tensión dialéctica que le da vida a la novela. En general los personajes de la novela se afectan en las relaciones, se transforman, tienen carácter, son nítidos, pueden reconocerse plenamente. Se siente cierta familiaridad con ellos, el lector se identifica, quizá por eso suele llamarlos por nombre y apellido.
Además, parecería que Gabriel García Márquez es kantiano: el tiempo y el espacio son imperativos categóricos. Para que algo sea inteligible se requieren las variables temporo-espaciales, así funciona el nivel consciente, el inconsciente es otra cosa. En la novela el tiempo pasa en el espacio, las cosas cambian, incluso por momentos adquieren cierto sabor a denuncia y protesta.
La persistencia de su recuerdo le aumentaba la rabia. Cuando despertó pensando en él, al día siguiente del entierro, logró quitárselo de la memoria con un simple gesto de la voluntad. Pero la rabia volvió siempre, y muy pronto se dio cuenta de que el deseo de olvidarlo era el más fuerte estímulo para recordarlo. Entonces se atrevió a evocar por primera vez, vencida por la nostalgia, los tiempos ilusorios de aquel amor irreal. Trataba de precisar cómo era el parquecito de entonces, los almendros rotos, el escaño donde él la amaba, porque nada de eso existía ya como entonces. Había cambiado todo, se habían llevado los árboles con su alfombra de hojas amarillas, y en lugar de la estatua del héroe decapitado habían puesto la de otro en uniforme de gala, sin nombre, sin fechas, sin motivo que lo justificara, sobre un pedestal aparatoso dentro del cual habían instalado los controles eléctricos del sector. Su casa, vendida por fin hacía muchos años, se desbarataba a pedazos entre las manos del gobierno provincial. No le resultaba fácil imaginarse a Florentino Ariza como era entonces, y mucho menos concebir que aquel muchacho taciturno, tan desvalido bajo la lluvia, fuera el mismo carcamal apolillado que se le había plantado enfrente sin ninguna consideración por su estado, sin el menor respeto por su dolor, y le había abrasado el alma con una injuria a fuego vivo que seguía estorbándole para respirar (García Márquez, 1985, pgs. 401-402).
Florentino Ariza, en efecto, estaba sorprendido de los cambios, y lo estaría más al día siguiente, cuando la navegación se hizo más difícil, y se dio cuenta de que el río padre de la Magdalena, uno de los más grandes del mundo, era sólo una ilusión de la memoria. El capitán Samaritano les explicó cómo la deforestación irracional había acabado con el río en cincuenta años: las calderas de los buques habían devorado la selva enmarañada de árboles colosales que Florentino Ariza sintió como una opresión en su primer viaje. Fermina Daza no vería los animales de sus sueños: los cazadores de pieles de las tenerías de Nueva Orleans habían exterminado los caimanes que se hacían los muertos con las fauces abiertas durante horas y horas en los barrancos de la orilla para sorprender a las mariposas, los loros con sus algarabías y los micos con sus gritos de locos se habían ido muriendo a medida que se les acababan las frondas, los manatíes de grandes tetas de madres que amamantaban a sus crías y lloraban con voces de mujer desolada en los playones eran una especie extinguida por las balas blindadas de los cazadores de placer (García Márquez, 1985, pg. 470).
Pero el tiempo también pasa por el cuerpo de los personajes. Narra el basurero de la vejez. Después de todo, el envejecimiento es un asunto psicosomático: y la novela empieza a terminar cuando Florentino Ariza descubre su propia vejez. Implica el duelo de la juventud, con angustia y dolor frente a la incertidumbre, no sin un monto de negación. El envejecimiento se hace consciente de manera subrepticia, se descubre poco a poco en la relación consigo mismo y con los demás.
Apenas cumplidos los cuarenta años había tenido que acudir al médico con dolores indefinidos en distintas partes del cuerpo. Después de muchos exámenes, el médico le había dicho: “Son cosas de la edad”. Él volvía siempre a casa sin preguntarse siquiera si todo eso tenía algo que ver con él. Pues el único punto de referencia de su pasado eran sus amores efímeros con Fermina Daza, y sólo lo que tuviera algo que ver con ella tenía que ver con las cuentas de su vida. De modo que la tarde en que vio las golondrinas en los cables de luz repasó su pasado desde el recuerdo más antiguo, repasó sus amores de ocasión, los incontables escollos que había tenido que sortear para alcanzar un puesto de mando, los incidentes sin cuento que le habían causado su determinación encarnizada de que Fermina Daza fuera suya, y él de ella por encima de todo y contra todo, y sólo entonces descubrió que se le estaba pasando la vida. Lo estremeció un escalofrío de las vísceras que lo dejó sin luz, y tuvo que soltar las herramientas del jardín y apoyarse en el muro del cementerio para que no lo derribara el primer zarpazo de la vejez (García Márquez, 1985, pg. 311).
Con el paso del tiempo cambia la mentalidad de los personajes. En la adolescencia, Fermina Daza detestaba las berenjenas, pero con el matrimonio, los partos y la vida aprende a apreciarlas y hasta a prepararlas. Se trata de la inevitable pérdida progresiva de la inocencia. El uso del lenguaje cambia a lo largo de la novela. El clima de la narración es distinto al principio: los personajes, jóvenes, están involucrados en un relato lleno de luz y optimismo.
La mañana siguiente, durante el desayuno, Lorenzo Daza no podía resistir la curiosidad. En primer término, porque no sabía qué significaba una sola pieza en el lenguaje de las serenatas, y en segundo término, porque a pesar de la atención con que la escuchó no había logrado precisar en qué casa había sido. La tía Escolástica, con una sangre fría que le devolvió el aliento a la sobrina, aseguró haber visto a través de los visillos del dormitorio que el violinista solitario estaba del otro lado del parque, y dijo que en todo caso una pieza sola era una notificación de ruptura. En su carta de ese día, Florentino Ariza confirmó que era él quien había llevado la serenata, y que el vals había sido compuesto por él y tenía el nombre con que conocía a Fermina Daza en su corazón: La Diosa Coronada. No volvió a tocarlo en el parque, pero solía hacerlo en noches de luna en sitios elegidos a propósito para que ella lo escuchara sin sobresaltos en la alcoba. Uno de sus sitios preferidos era el cementerio de los pobres, expuesto al sol y a la lluvia en una colina indigente donde dormían los gallinazos, y donde la música lograba resonancias sobrenaturales. Más tarde aprendió a conocer la dirección de los vientos, y así estuvo seguro de que su voz llegaba hasta donde debía (García Márquez, 1985, pgs. 105-106).
En la vejez, en cambio, los personajes se vuelven escépticos y meditabundos. Aparece la sabiduría: “La memoria del corazón elimina los malos recuerdos y magnifica los buenos.” También surgen los lamentos: “-La única frustración que me llevo de esta vida es la de haber cantado en tantos entierros, menos en el mío.” (García Márquez, 1985, pgs. 382), dice al final el tío León XII.  Y Florentino Ariza reflexiona: “El amor se hace más grande y noble en la calamidad” (García Márquez, 1985, pg. 479) y “Demasiado amor es tan malo para esto como la falta de amor” (García Márquez, 1985, pg. 482), aludía a la impotencia. Con los años el ambiente de la novela se hace sombrío.
Florentino Ariza era muy sensible a esos tropiezos de la edad. Siendo todavía joven, interrumpía la lectura de versos en los parques para observar a las parejas de ancianos que se ayudaban a atravesar la calle, y eran lecciones de vida que le habían servido para vislumbrar las leyes de la propia vejez. A la edad del doctor Juvenal Urbino aquella noche en el cine, los hombres florecían en una especie de juventud otoñal, parecían más dignos con las primeras canas, se volvían ingeniosos y seductores, sobre todo a los ojos de las mujeres jóvenes, mientras que sus esposas marchitas tenían que aferrarse de su brazo para no tropezar hasta con la propia sombra. Pocos años después, sin embargo, los maridos se desbarrancaban de pronto en el precipicio de la vejez infame del cuerpo y del alma, y entonces eran sus esposas restablecidas las que tenían que llevarlos del brazo como ciegos de caridad, susurrándoles al oído, para no herir su orgullo de hombres, que se fijaran bien que eran tres y no dos escalones, que había un charco en la mitad de la calle, que ese bulto tirado de través en la acera era un mendigo muerto, y ayudándolos a duras penas a atravesar la calle como si fuera el único vado en el último río de la vida. Florentino Ariza se había visto tantas veces en ese espejo, que no le tuvo nunca tanto miedo a la muerte como a la edad infame en que tuviera que ser llevado del brazo por una mujer. Sabía que ese día, y sólo ese, tendría que renunciar a la esperanza de Fermina Daza (García Márquez, 1985, pgs. 365-366).
Y las caídas son peligrosísimas para los ancianos.
Leona Cassiani lo ayudaba a bañarse y a cambiarse de piyama cada dos días, le aplicaba las lavativas, le ponía el orinal portátil, le aplicaba compresas de árnica en las úlceras de la espalda, le daba masajes por consejo médico para evitar que la inmovilidad le causara otros males peores. Los sábados y los domingos la relevaba América Vicuña, que en diciembre de aquel año debía recibir su grado de maestra. Él le había prometido mandarla a un curso superior en Alabama por cuenta de la compañía fluvial, en parte para amordazar la conciencia, y sobre todo para no enfrentarse a los reproches que ella no encontraba cómo hacer, ni a las explicaciones que él estaba debiéndole. Nunca se imaginó cuánto sufría ella en sus insomnios del internado, en sus fines de semana sin él, en su vida sin él, porque nunca se imaginó cuánto lo amaba. Sabía por una carta oficial del colegio que del primer lugar que ella ocupaba siempre había pasado al último, y estaba a punto de ser reprobada en los exámenes finales. Pero eludió su deber de acudiente: no les informó nada a los padres de América Vicuña, impedido por un sentimiento de culpa que trataba de escamotear, ni lo comentó tampoco con ella, por un temor bien fundado de que pretendiera implicarlo en su fracaso. Así que dejó las cosas como estaban. Sin darse cuenta, empezaba a diferir sus problemas con la esperanza de que los resolviera la muerte (García Márquez, 1985, pgs. 448-449).
Por otra parte, la novela empieza por la muerte. El doctor Juvenal Urbino, el profesional en la ciencia y el trabajo con la vida y la muerte, funge como médico legista en el reconocimiento del cadáver de Jeremiah de Saint-Amour, quien se suicida al cumplir sesenta años, con la anuencia respetuosa de su amada mujer clandestina que lo ha seguido por todo el Caribe.
Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados. El doctor Juvenal Urbino lo percibió desde que entró en la casa todavía en penumbras, adonde había acudido de urgencia a ocuparse de un caso que para él había dejado de ser urgente hacía muchos años. El refugiado antillano Jeremiah de Saint-Amour, inválido de guerra, fotógrafo de niños y su adversario de ajedrez más compasivo, se había puesto a salvo de los tormentos de la memoria con un sahumerio de cianuro de oro  (García Márquez, 1985, pg. 11).
Y la novela termina por la muerte. Al final insinúa el fallecimiento natural y a edad avanzada de Juvenal Urbino y Fermina Daza. El éxito de la vida en pareja se mide en que la muerte los sorprende juntos.
-Sigamos derecho, derecho, derecho, otra vez hasta La Dorada.
Fermina Daza se estremeció, porque reconoció la antigua voz iluminada por la gracia del Espíritu Santo y miró al capitán: él era el destino. Pero el capitán no la vio porque estaba anonadado por el tremendo poder de inspiración de Florentino Ariza.
-¿Lo dice en serio? –le preguntó.
-Desde que nací –dijo Florentino Ariza-, no he dicho una sola cosa que no sea en serio.
El capitán miró a Fermina Daza y vio en sus pestañas los primeros destellos de una escarcha invernal. Luego miró a Florentino Ariza, su dominio invencible, su amor impávido, y lo asustó la sospecha tardía de que es la vida, más que la muerte, la que no tiene límites.
-¿Y hasta cuándo cree usted que podemos seguir en este ir y venir del carajo? –le preguntó.
Florentino Ariza tenía la respuesta preparada desde hacía cincuenta y tres años, siete meses y once días con sus noches.
-Toda la vida –dijo (García Márquez, 1985, pg. 488).
Sucede que esta novela está construida sobre la dialéctica de la vida, plasmada en la sexualidad registrada en “Ellas”, y la muerte inapelable. Evento que es una intuición, solo puede inferirse a través de otros difuntos, todo el mundo quiere a sus muertos pero también les teme. Fallecer es un problema de los vivos, no es una experiencia, no hay representaciones cerebrales de ella. En cambio sí hay especulaciones acerca del morir, terrores y creencias que cada uno tiene de ella.
Florentino no tuvo que pensarlo para saber de quién hablaba. Sin embargo, cuando el chófer le contó cómo había muerto, la ilusión instantánea se desvaneció, porque no le pareció verosímil. Nada se parece tanto a una persona como la forma de su muerte, y ninguna podía parecerse menos que esta al hombre que imaginaba. Pero era el mismo, aunque pareciera absurdo: el médico más viejo y mejor calificado de la ciudad, y uno de sus hombres insignes por otros muchos méritos, había muerto con la espina dorsal despedazada a los ochenta y un años de edad, al caerse de un palo de mango cuando trataba de coger un loro (García Márquez, 1985, pgs. 392).
Todos fallecen. Al final solo quedan Florentino Ariza y Fermina Daza, y se infiere que morirán juntos pronto, no sin cierta ironía. De cierta manera salda cuentas y empieza a cerrar el relato unas doscientas páginas antes de terminar el libro, con calma, delicadamente. Transmite esa sensación inquietante de que en la medida en que la edad avanza la gente alrededor empieza a enfermar y morir: es como caminar en fila india hacia el fin. No queda nadie, salvo el capitán Diego Samaritano y Zeneida Neves, La Energúmena (García Márquez, 1985, pg. 487), quien abordó en el Nueva Fidelidad perseguida por el ventarrón de la dicha, los últimos personajes que García Márquez introduce, después de todo, siempre se necesita de alguien más.
Fermina Daza se asustó cuando empezó a sentir la sirena del buque dentro del oído sano, pero al segundo día de anís oía mejor con ambos. Descubrió que las rosas olían más que antes, que los pájaros cantaban al amanecer mucho mejor que antes, y que Dios había hecho un manatí y lo había puesto en el playón de Tamalameque solo para que la despertara. El capitán lo oyó, hizo derivar el buque, y vieron por fin a la matrona enorme amamantando a su criatura en los brazos. Ni Florentino ni Fermina se dieron cuenta de cómo se compenetraron tanto: ella lo ayudaba a ponerse las lavativas, se levantaba antes que él para cepillarle la dentadura postiza que él dejaba en el vaso mientras dormía, y resolvió el problema de los lentes perdidos, pues los de él le servían para leer y zurcir. Una mañana, al despertar, lo vio en la penumbra pegando un botón de la camisa, y se apresuró a hacerlo ella, antes de que él repitiera la frase ritual de que necesitaba dos esposas. En cambio, lo único que ella necesitó de él fue que le pusiera una ventosa para el dolor de espalda (García Márquez, 1985, pg. 488)
Los duelos nunca son perfectos, dejan cicatrices, y Fermina Daza todavía estaba marcada por la inutilidad doméstica del doctor Juvenal Urbino. La etapa final del libro se caracteriza por un ambiente inquietante con cierto realismo mágico, porque los personajes se salen de su carácter habitual. Las cosas tienden al caos: hacen una juerga bestial en la que beben y comen hasta más allá de la saciedad al ritmo de boleros que astillan el corazón, mientras el capitán habla con una jerga procaz y lanza improperios bárbaros sin los remilgos de la urbanidad. Al día siguiente despiertan con dolor de cabeza perfumado de anís, y a continuación, como si fuera lo más natural, hicieron creer a la patrulla armada de la Sanidad del Puerto que había un brote de cólera a bordo del Nueva Fidelidad. Es como si Florentino Ariza y Fremina Daza hubieran decidido disfrutar de la libertad que les da el hecho de ya no tener nada que perder, mientras el capitán Diego Samaritano y La Energúmena les prodigan cuidados en ese viaje final, aislados del mundanal ruido. Al terminar el libro solo sobreviven el capitán, La Energúmena y el lector, que se queda pensando que con amor hasta morir es bueno.
Así que García Márquez ensueña una versión de la muerte que es fotogénica, dulce y sensual, aun cuando reconoce la aversión que le produce lo impredecible, macabro e inexplicable. Cuando se es joven, como América Vicuña, según “Ellas”, no se suele pensar en este tema. Alude al terror recóndito que produce saber que envejeceremos y moriremos. El autor, a sus cincuenta y ocho años, se pregunta en estas páginas cómo será su propio final. Esta es una edad en la que no es un mozalbete pero tampoco un anciano. El porvenir ya no es un espacio vastamente grande, ahora es un área delimitada que hay que transitar con cuidado porque nunca se sabe. Añora la capacidad de decidir hasta el último momento, pero de todos modos es mejor estar listos. Quizá por eso ahora me conmovió tanto esta nueva lectura de la novela.
De modo que esta novela es acerca del trauma de vivir, pero también sobre la violencia perene que ha mutado de nombres y de justificaciones en el mundo entero. Quizá por eso es tan cotidiana. La diferencia entre frustración y trauma es una línea discontinua porque la realidad es imperfecta, de modo que todos siempre tendremos algún nivel de trauma.
-Voy a cumplir cien años, y he visto cambiar todo, hasta la posición de los astros en el universo, pero todavía no he visto cambiar nada en este país –decía [el tío León XII]-. Aquí se hacen nuevas constituciones, nuevas leyes, nuevas guerras cada tres meses pero seguimos en la colonia (García Márquez, 1985, pg. 379).
Mientras que Florentino Ariza empieza a tomar consciencia de la muerte con el homicidio de Olimpia Zuleta a manos de su marido enceguecido por los celos, tal como figura en “Ellas”. Este es un incidente del que siempre se sintió responsable. Muerte relacionada, al azar, con el fallecimiento de su madre. Si recuerda, ella fue la mujer a quien le escribió con pintura roja por debajo del ombligo un letrero en el que podía leerse: “Esta cuca es mía” y señaló con una flecha.
Florentino Ariza no lo supo hasta que muchos días después, cuando el esposo fugitivo fue capturado y relató a los periódicos las razones y la forma del crimen. Durante muchos años pensó con temor en las cartas firmadas, llevó la cuenta de los años de cárcel del asesino que lo conocía muy bien por sus negocios en los buques, pero no le temía tanto al navajazo en el cuello, ni al escándalo público, como a la mala suerte de que Fermina Daza se enterara de su deslealtad. En los años de espera, la mujer que cuidaba a Tránsito Ariza tuvo que demorarse en el mercado más de lo previsto por causa de un aguacero fuera de estación, y cuando volvió a la casa la encontró muerta. Estaba sentada en el mecedor, pintorreteada y floral, como siempre, y con los ojos tan vivos y una sonrisa tan maliciosa que su guardiana no se dio cuenta de que estaba muerta sino al cabo de dos horas. Poco antes había repartido entre los niños del vecindario la fortuna en oros y pedrerías de las múcuras enterradas debajo de la cama, diciéndoles que se podían comer como caramelos, y no fue posible recuperar algunas de las más valiosas. Florentino Ariza la enterró en la antigua hacienda de La Mano de Dios, que todavía era conocida como el Cementerio del Cólera, y le sembró sobre la tumba una mata de rosas (García Márquez, 1985, pg. 309).
El trauma postinfantil, el del sobreviviente de la violencia, es la experiencia abrumadora de estar avocado al ataque, experiencia que queda registrada en la memoria en sensaciones corporales desprovista de símbolos, de pensamiento, entonces queda excluida de la biografía del sobreviviente. Secuela que se manifiesta con depresión, síntomas psicosomáticos, angustia y recuerdos intrusivos con sufrimiento desencadenados en ciertas circunstancias, como en el caso del estrés postraumático. Tiene una sociología: es distinto sobrevivir al acto violento, que ser el familiar, el amigo, el rescatista o el profesional a cargo del paciente, a enterarse por los medios masivos de comunicación, aun cuando de todos modos afecta a cada persona de una o de otra manera, esta es la propagación horizontal del trauma. Y, por el otro lado, el ser hijo de un sobreviviente también hace que el trauma pase de una generación a la siguiente, no porque sea congénito, el niño se identifica con el funcionamiento mental de sus padres, hay una transmisión vertical. De modo que, en este sentido, también es razonable pensar que todos somos sobrevivientes del trauma postinfantil, así no hayamos presenciado directamente el acto violento.
Sucede que el psicoanálisis es el mejor tratamiento de las secuelas del trauma porque promueve la integración y la construcción de pensamiento a partir de esos contenidos sabidos no pensados (Bollas, 1987). Aporta a la persona nuevos significados, ensanchando su capacidad para pensar esa experiencia (Bohleber, 2010). Y “El amor en los tiempos del cólera” contribuye también en este sentido: toca el aspecto traumatizado de la mente del lector, poniéndolo a pensar y a ensoñar ese elemento en apariencia repudiado y excluido de la vida corriente. De modo que esta novela tiene cierto efecto terapéutico: hace revivir y reflexionar acerca de la guerra crónica de Colombia y en cualquier otro país.
Y para terminar, regresemos al asunto de las cosas que no figuran en la novela, a las preguntas sin solución, a cómo el psicoanálisis aplicado no puede usarse como un trabajo de arqueología de la mente del artista.
La pérdida de los dientes, en cambio, no había sido por una calamidad natural, sino por la chapucería de un dentista errante que decidió cortar por lo sano una infección ordinaria. El terror a las fresas de pedal le había impedido a Florentino Ariza visitar al dentista a pesar de sus continuos dolores de muelas, hasta que fue incapaz de soportarlos. Su madre se asustó al oír toda la noche los quejidos inconsolables en el cuarto contiguo, porque le pareció que eran los mismos de otros tiempos ya casi esfumados en las nieblas de su memoria, pero cuando le hizo abrir la boca para ver dónde era que le dolía el amor, descubrió que estaba postrado de postemillas.
El tío León XII le mandó al doctor Francis Adonay, un gigante negro de polainas y pantalones de montar que andaba en los buques fluviales con un gabinete dental completo dentro de unas alforjas de capataz, y parecía más bien un agente viajero del terror en los pueblos del río. Con una sola mirada dentro de la boca, determinó que a Florentino Ariza había que sacarle hasta los dientes y muelas que le quedaban sanos, para ponerlo de una vez a salvo de nuevos percances. Al contrario de la calvicie, aquella cura de burro no le causó ninguna preocupación, salvo el temor natural de la masacre sin anestesia. Tampoco le disgustó la idea de la dentadura postiza, primero una de las nostalgias de su infancia era el recuerdo de un mago de feria que se sacaba las dos mandíbulas y las dejaba hablando solas en una mesa, y segundo porque le ponía término a los dolores de muelas que lo habían atormentado desde niño, casi tanto y con tanta crueldad como los dolores de amor. No le pareció un zarpazo artero de la vejez, como había de parecerle la calvicie, porque estaba convencido de que a pesar del aliento acre del caucho vulcanizado, su apariencia sería más limpia con una sonrisa ortopédica. De modo que se sometió sin resistencia a las tenazas al rojo vivo del doctor Adonay, y sobrellevó la convalecencia con el estoicismo de un burro de carga (García Márquez, 1985, pgs. 374-375).
Al leer esta sección tuve la ocurrencia de que García Márquez quizá habló con mi papá acerca de la historia de la odontología en Colombia, era su periodoncista, y de él también había sacado información al respecto. Pregunta que nunca podré contestar porque ninguno de los dos está ahí disponible para preguntárselo.
También me queda la duda de por qué la narración tiene un tiempo circular. No sé qué ventaja aporta el relato. Pudo construirlo con un tiempo lineal desde el pasado hasta el presente, o lo contrario, empezar por el presente y retroceder hasta el pasado relatando cómo llegaron a ser las cosas lo que son. En todo caso, el presente de la novela llega hasta la página setenta y nueve del libro: el domingo de Pentecostés en que mueren Juvenal Urbino y Jeremiah de Saint-Amour, y Florentino Ariza, de setenta y seis años, al enterarse despacha a América Vicuña para su internado, se arregla y se presenta a la velación del doctor Urbino adonde le declara su amor y eterna fidelidad a Fermina Daza, mientras que ella desconcertada lo expulsa de su casa. Posteriormente el relato retrocede en el tiempo a la adolescencia de los personajes para narrar cómo este amor desairado fue definitivo en sus destinos durante más de medio siglo, el periodo que abarca “Ellas”, hasta que por fin el tiempo vuelve a desembocar en el presente del relato, ahora en la página trescientos ochenta y cuatro de esta edición. Por último, Florentino Ariza y Fermina Daza realizan su amor embarcados en el Nueva Fidelidad hasta que la muerte los separa.
También me queda el interrogante de que, como es bien sabido, tener amante puede enloquecer al más cuerdo. Aún así hay quienes aseguran que la infidelidad es un placer incomparable y un merecidísimo descanso de las abnegadas labores conyugales. Si consideramos la maestría con que García Márquez logra esta escena, que no es fácil hacer que suene tan natural, me parece que se requiere experiencia literaria y en la vida. Narra con tal soltura, con tal conocimiento de los avatares del vivir conyugal, que hace muy difícil aceptar el mito urbano de que fue un marido sin tacha. Sabía demasiado acerca de mujeres.
Y otra duda que nunca resolveré es ¿qué tanta familiaridad tenía García Márquez con el psicoanálisis? Parecía conocerlo bastante bien. Dibuja un cuadro sustancioso de la condición humana. Toca las incontables maneras de estar juntos a través de los vínculos amoroso, destructivos y de conocimiento. Además funciona dialécticamente, siempre construye pares antitéticos: juventud y ancianidad, vida y muerte, amor e indiferencia, sexualidad y vacío, conocer e ignorar, seguridad y zozobra.

IV

En suma, “El amor en los tiempos del cólera” traza la condición humana y las incontables maneras de estar juntos. Muestra los conflictos esenciales: amar y ser amado, afrontar la violencia y expresar la agresión, entender y ser comprendido. Se trata de las formas básicas de vincularse (Bion, 1963) consigo mismo y con los demás, después de todo la capacidad de estar solos y la de estar con otros son facetas de los mismos mecanismos mentales que se enriquecen desde el nacimiento hasta la muerte. El individuo aislado es una construcción teórica, todo está mediado por las relaciones humanas.
Este trabajo de psicoanálisis aplicado rastrea el símbolo “Ellas” desde la perspectiva freudiana. Muestra la condición polimorfo perversa del ser humano y su enorme capacidad de vincularse y gratificarse. Representa el desarrollo psicosexual y la elaboración del complejo de Edipo en vía a la adquisición de la genitalidad, la madurez, la construcción de la identidad con un funcionamiento más equilibrada consigo mismo y con los demás. Alude a los conflictos del neurótico promedio. Y en este sentido, todos somos Florentino Ariza: dedica la vida a aplazamiento de las gratificaciones y a la búsqueda del objeto de amor idealizado, pero de una forma plausible en el mundo.
También toma “Ellas“ desde la perspectiva postkleiniana. Ahora este símbolo se comporta de manera esquizoparanoide, con objetos parciales y defensas obsesivas, junto con escición, negación y proyección. Es la fuga maniaca de Florentino Ariza ante el duelo no resuelto por la pérdida de Fermina Daza. Elemento dramático que se comporta como par antitético del matrimonio Urbino Daza, en el que predomina la posición depresiva, y la oscilación entre ella y lo esquizoparanoide. Este es el aprendizaje a partir de la experiencia a que todos estamos abocados en el proceso de adueñarnos de nosotros mismos.
Por último, se mira “Ellas” desde el punto de vista intersubjetivo. Entonces la bitácora sensual es el mito personal de Florentino Ariza que se teje con el lector y se comporta como el mapa conceptual de la novela: es la estructura que le da coherencia en el tiempo y el espacio a la obra. No solo por las aventuras de Florentino Ariza entre las sábanas, revela el paso del tiempo en el ambiente cambiante, en el envejecimiento y en el desarrollo de la mentalidad. Muestra la violencia de la vida, no solo porque la relación con el mundo es traumática y en el mejor de los casos frustrante, porque nada se parece a lo imaginado, también porque hay guerra y violencia. Es interesante tratar de desentrañar la táctica del autor para compenetrarse con el lector con la estrategia de mostrarle la condición humana limitada, falible y contradictoria. Esta novela no es una crónica, por esa razón puedo darme el lujo de narrarla en el orden que me es más cómodo, sin que se desnaturalice demasiado en su intención.
Estas tres perspectivas son complementarias. El psicoanálisis nació del enfoque freudiano: su objeto de estudio es el contenido mental de la persona. Pero también descubre que el ser humano es gregario: las pulsiones se gratifican en relación consigo mismo y con los demás. Entonces el psicoanálisis toma el camino de las relaciones objetales. Hasta que por último, desde hace unos treinta años, sigue desarrollándose en el enfoque intersubjetivo. Las relaciones se dan entre sujeto y objeto, pero también se desenvuelven entre sujetos. El campo de observación surge de la tensión dialéctica de las subjetividades de quienes intervienen, son ellos quienes construyen significados. El usuario de la obra de arte reconoce sus propias vicisitudes inconscientes en ella (Metz, 1977), pero también crea con ella una relación simbólica. Le da vida. Así que el lector hace la novela, a la vez que la novela hace al lector, este es un enfoque cercano al fenomenológico de la estética del arte (Civitarese, 2016).
El artista ensueña. Construye la creación de tal manera que el lector también ensueña. La experiencia creativa se asemeja a la situación analítica en que el analizando ensueña contenidos y los elabora al pasarlos de sensaciones corporales, recuerdos, sentimientos e impresiones sensoriales sueltas a imágenes, ideas vinculadas con emociones y pensamientos que se narran. En este sentido el análisis tiene una estética, es creativo. Pero también hay que advertir que es muy difícil hacer inferencias clínicas sobre el artista, salvo cuando yace en el diván y la obra forma parte de la cadena asociativa, solo así puede explicarse el arte desde la perspectiva del psicoanálisis. De lo contrario, solo se explican conceptos psicoanalíticos a través del arte (Capello, 2016; Sayers, 2011).
Por el otro lado, este trabajo de psicoanálisis aplicado a “El amor en los tiempos del cólera” muestra el silogismo de un analista que funciona en el campo analítico intersubjetivo mediante el seguimiento de los significados cambiantes, y a veces contradictorios, del símbolo “Ellas” en la novela. No hay un enfoque teórico ecuménico que explique todas las mentes concebibles. Hay alternativas teóricas, todo depende de los modelos que el analista descubre en los contenidos que se le presentan. Todo depende de la posición relativa del lector en relación con la obra, de la misma manera en que las interpretaciones del analista en la situación clínica dependen de su ubicación en el campo analítico intersubjetivo. que es fluido y tiene niveles de profundidad, se construye entre analista y analizando, florece en la relación transferencia contratransferencia a través del devenir de la identificación proyectiva en relación con el reverie.
El psicoanalista toma el hecho clínico seleccionado, como en este caso “Ellas”, para interpretarlo desde el punto de vista de sus modelos teóricos y de su propia subjetividad. Lo que une a todos los psicoanalistas del mundo es aceptar el inconsciente y trabajarlo mediante la técnica estándar. La finalidad terapéutica del psicoanálisis es hacer consciente lo inconsciente, diferenciar el sujeto del objeto y ensanchar la capacidad para pensar al elaborar significados ya existentes y desarrollar aún más la capacidad de construir nuevos. Todo esto en pos de que la persona viva con satisfacción y justicia consigo mismo y con los demás.
Seguro que otro analista le daría un enfoque distinto al que yo he usado en este trabajo, algo semejante a lo que sucede en la situación clínica, por eso es tan importante aclarar que la técnica analítica estándar es lo que hace que el analizando se desarrolle de la manera que le sea más legítima. El psicoanálisis es una relación humana que se diferencia de las demás por el uso de la técnica, y se justifica porque la persona busca ayuda. La capacidad de ensoñación, de transformar sensaciones corporales crudas, sentimientos, recuerdos y percepciones, en ideas y pensamiento hace parte del funcionamiento de la mente de psicoanalistas y no psicoanalistas por igual, es natural como respirar, la diferencia está en que la técnica promueve la asimetría indispensable para que se dé el proceso analítico y la persona progrese, mientras que el analista utiliza esta experiencia para comprender y construir interpretaciones que promueven el desarrollo.

Referencias

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Abstract:
Objective: With the Freudian, Kleinian, Bionian and intersubjective models,  the symbol "Ellas" is followed in "El amor en las tiempos del cholera" by Gabriel García Márquez. Development: The first section explores connections between the novel and psychosexual development. The second, traces mental movements according to the objectal model and learning from the experience. The third, considers the form and how readers identify: he is empathic, it mobilizes subjectivity. An intersubjective links are created: the author dreams and the reader also dreams, finishing the novel. And, finally, the fourth part of this paper refers to the fact that art explains psychoanalysis, but analysis only explains art when it is part of the associations of the artist when he is a pátient. Conclusions: The novelist and the analyst are similar in that they favor the construction of thought from ideas and feelings, widening the cpacity to think, each one from its discipline. Theories arise from contents presented to the analyst, according to his relative position within the levels of the intersubjective analytic field. And, analogously, in this work of applied psychoanalysis, meanings and uses of the symbol "Ellas" are explored, depending on the relative position of the reader.

Key words:
Love, knowledge, aggression, art, creation, empathy, erotism, applied psychoanalysis

Santiago Barrios Vásquez
Miembro titular
Sociedad Colombiana de Psicoanálisis
Teléfono 3102805667
Avenida 127 # 21-60 (205), Bogotá, Colombia




[1] Esta versión del artículo se presentó el 9 de mayo de 2018 en el ciclo de conferencias titulado “Expresiones de la sexualidad: traumas y dilemas”.
[2] Miembro titular, Sociedad Colombiana de Psicoanálisis.