martes, 9 de abril de 2013

Margaret Thatcher (1925-2013)



Desde hace por lo menos dos décadas he admirado a Margaret Thatcher. No la conocí en persona, ni soy ciudadano británico, tampoco trabajo en la diplomacia, ni en el mundo de la geopolítica. Ella me atrajo por ser una mujer sesuda. Fue Primer Ministro de Inglaterra cuando nadie se lo esperaba, de hecho, hasta Winston Churchill ya había escrito un editorial ameno y divertido, como todos sus textos, en que explicaba más allá de cualquier duda por qué una mujer jamás sería Primer Ministro de Inglaterra. Estaba equivocado, aun cuando sus aseveraciones se consideraban dogma. Ella lo logró, no sin dificultades, claro está. Era una mujer de mente desarrollada, o en palabras de mi papá: una mujer de esas que intimidan a los hombres.

Su autobiografía abarca dos tomos muy interesantes, sí, aun cuando también muy aburridos. Al terminarlos me prometí que jamás volvería a leer libros completos tan solo por disciplina. Se trata de un par de volúmenes construidos con una prosa muy al punto, con adjetivos y adverbios opacos, llenos de lugares comunes, casi sin metáforas, además dotados de descripciones chatas, chistes fallidos y detalles excesivos que no dejan nada a la imaginación del lector. Tienen un tono altisonante, fastidioso. Pero qué se puede hacer, nadie se las sabe todas.

Nació en Gratham -ciudad inglesa que también fue la cuna de sir Isaac Newton, motivo de orgullo para ella-, en el seno de una familia tradicional y apacible. La frugalidad era una fascinación para ellos. Su primer recuerdo infantil era el tráfico furioso y abarrotado de su pueblo natal. Amaba a su padre por encima de todas las cosas. Un jugador de bolos y un fumador incansable, pero también era un metodista devoto, un patriota y, además de ser tendero, era un hombre con un extraordinario sentido del deber que en sus escasos ratos libres participaba en el Club de los Rotarios y en otras actividades comunitarias organizadas por el partido conservador, claro está. Así ella supo sobre política desde muy niña, y pronto descubrió que hablar sobre actualidad nacional, e internacional, era la vía regia para cautivar la atención de su amado padre. Ella no era deportista, más bien disfrutaba de la lectura, así como de la música apacible, y sin sobresaltos, pero sobre todo de las películas románticas de los pensadores de Hollywood. Luego vino la Segunda Guerra Mundial. Para cuando terminó, llegado el momento, estudió ingeniería química en Oxford. Era buena estudiante, pero también era una rubia chusca, además de discreta y seria, juiciosa y dirigida a realizar metas. Como dicen las mamás bogotanas: era una niña que no daba qué hacer. Pero no era dócil. Muy por el contrario, era bastante llevada de su parecer. Y en el club de debate de la universidad descubrió que era una oradora incendiaria y convincente.

También por esa misma época conoció a Dennis Thatcher –y hay que anotar que su apellido de soltera era Roberts, Thatcher era el de casada-, se trataba de un muchacho apuesto dotado de una considerable fortuna congénita que había asumido con responsabilidad. En esa época él manejaba un Jaguar convertible, último modelo. Un carro importantísimo para ella porque allí nació esa pasión ecuánime que los unió hasta el final de sus días. En su primera cita hablaron durante horas, hasta el alba, sobre asuntos técnicos de la fórmula química de una nueva pintura para aviones que una empresa de Dennis había lanzado recientemente al mercado. Así es el amor, misterioso. Y desde esa noche fue su compañero inseparable. Asumió con facilidad el papel del príncipe consorte: la acompañaba a sus labores políticas, discretamente, y se alegraba cuando le iba bien, mientras que cuando tenía reveces en sus gestas electorales la invitaba a comer a un buen restaurante y le regalaba alguna joya, generalmente un diamante. Con el tiempo se casaron y luego tuvieron a los gemelos. Poco después ella ingresó a la facultad de derecho. Y al terminar sus estudios se dedicó de lleno a la política, hasta que llegó a ser Primer Ministro, y luego la reeligieron. Mientras la familia Thatcher vivió en el Diez de Downing Street, la famosísima dirección de la casa del Ministro Inglés, Margaret y Dennis continuaron con sus vidas ajetreadas y se reunían a principios de cada año, con agendas en mano, para ponerse de acuerdo sobre qué eventos compartirían, y cuáles no. Eran una pareja flemática y organizada.

Su gobierno sorteó, por ejemplo, la desaparición de su hijo en el Rally de Paris Dakar, las decisiones militares de la guerra de las Malvinas y las de la Primera Guerra de Iraq, además hubo grandes dificultades económicas en su país con protestas populares que terminaron en la muerte de varios huelguistas, a causa de su huelga de hambre. También estuvo al mando durante la Caída del Muro de Berlín. Y ella, impávida, se mantuvo en el poder, por eso la llamaban “La Dama de Hierro”. En Rusia gobernaba Mijail Gorbachov, quien le parecía sospechoso, en cambio en Francia estaba Francois Mitterrand, con quien tuvo una relación entrañable, lo consideraba un hombre fascinante, y en Estados Unidos el presidente era Ronald Regan, con él tuvo una amistad tan cercana que en alguna oportunidad él dijo públicamente: Margaret es el mejor hombre que hay en Inglaterra. En todo caso, personajes con los que tuvo relaciones cómodas y definitivas para los eventos de finales del siglo XX en el mundo. Líderes que guiaron a gran parte de la humanidad en tiempos difíciles. Como la Perestroika, el colapso definitivo del comunismo, al igual que el surgimiento del modelo neoliberal, en muchos países, con estados más pequeños dedicados exclusivamente a gobernar, y por esa misma razón privatizaron tantas empresas públicas, negocios que no eran su vocación primordial. Hasta que por último salió del poder cuando su partido le quitó el respaldo después de haberse equivocado al menos tres veces: en el manejo de la crisis económica en Inglaterra; al subestimar a Nelson Mandela y soslayar los cambios en la política antisegregación racial que se dieron en Sudáfrica; y al oponerse con vehemencia a la unificación de Alemania. ¡Nadie es perfecto, como ya anotamos!

Entonces desapareció de la luz pública, tuvo la sabiduría de reconocer cuándo dejar de mandar. Y hace un par de años hicieron una película sobre ella, se titulaba, como era de esperarse, La Dama de Hierro. La protagonizó Meryl Streep, quien ganó el Premio Óscar por su interpretación del personaje. En este film los pensadores de Hollywood la pintaron como viuda solitaria y sometida por la demencia senil quien recordaba su vida política con nostalgia y sin mayor coherencia. No sé qué tan autobiográfica haya sido esta cinta, en todo caso, me pareció un retrato bastante desafortunado.

Y ahora me conmueve la muerte de Margaret Thatcher, por eso redacté esta nota necrológica sentida. 

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