Hace al menos dos décadas mi padre me dijo en una tarde
soleada de sábado, al calor de un almuerzo espléndido amenizado con una
conversación animada y brillante: “¡Mijo, el amor es una idea sobrevalorada!”.
Quedé estupefacto. En esa época yo era un adulto joven. Apenas con unos pocos
años de matrimonio y mi hijo era un niño que cursaba los primeros años de
colegio. Él estaba en la época en que cambian los dientecitos de leche por los
definitivos, lo recuerdo con nitidez. Yo ni siquiera sabía que Jorge Luis
Borges odiaba los espejos y la cópula porque multiplicaban a la gente, mucho
menos que consideraba el coito una falacia que promovía la ilusión óptica de
que juntos somos un solo cuerpo. De modo que yo era un idealista inocente. Aseguraba que el
amor era una condición dable, a la que todo el mundo podía acceder, solo se
necesitaban buenas intenciones.
Ni siquiera había iniciado mi formación como
psicoanalista en aquel entonces. De modo que desconocía, por ejemplo, la noción de Sigmund Freud,
el primer psicoanalista, que planteaba la idea revolucionaria de que allí a donde
hay amor también hay agresión. La líbido siempre tiene una contraparte
tanática, también instintiva. Así que en toda relación habrá una tendencia
hacia la construcción, la creación y la unidad, que coexiste tranquila y
dulcemente con una nostalgia por lo inanimado, una urgencia destructiva, una
necesidad de disociar, de romper. Se trata de una necesidad fundamental de amar
y de ser amado, acompañada de una envidia irreductible que lleva a destruir lo
bueno y lo valioso. De manera que la madurez se logra alcanzar cuando se
integran esas dos fuerzas opuestas que operan dentro del inconsciente de las personas,
supeditando lo destructivo a lo constructivo. Y es plausible, piénselo, en el
acto sexual más apasionado y romántico y amoroso, también hay violencia y dominación y egoismo.
En todo caso, y de regreso a la sentencia de mi padre,
debo informar que cuando lo oí decirla estuve en desacuerdo. Argumenté que
bastaba con leer el poemario de Mario Benedetti titulado “El Amor, las Mujeres
y la Vida” para darse cuenta de que los románticos amores eran el único cielo plausible
para cualquier mortal. Además precisé que me parecía un acierto que el poeta hubiera
publicado ese libro mágico en respuesta al de Arturo Schopenhauer, “El Amor,
las Mujeres y la Muerte”. Me parecía razonable contradecir al filósofo alemán
escéptico del amor. Fuera de eso, estaba seguro de que todo el conocimiento en asuntos
amatorios que un hombre moderno pudiera llegar a necesitar estaba consignado en
las páginas incendiarias de “Veinte Poemas de Amor y Una Canción Desesperada”
de Pablo Neruda.
Mi papá debía estar completamente equivocado, como el
horóscopo. Era un disparate decir que el amor, la sal de la vida, era una idea
sobrevalorada, una entelequia. Especulé que a su edad las cosas ya no eran como
antes, el cuerpo no respondía como solía hacerlo, y que racionalizaba para
explicar su pérdida de vigor. ¡Tenía que ser eso! Para mí el amor era lo
fundamental. En esa época me sentía en capacidad de entender las gestas y
acometidas de los héroes, desde la antigüedad, en el nombre del amor por una
mujer. Sin ir lejos, yo amaba a mi esposa, no la soportaba, pero la amaba, y
esto lo justificaba todo para mí. La recuerdo, era una mujer fastidiosa y
adorable al mismo tiempo, y sin contradicción aparente. Así son las
veleidades del corazón. Para nadie es un secreto que los hombres aman a las
mujeres difíciles, incluso se han escrito volúmenes y volúmenes sobre este
asunto, uno de los más reconocidos, “Por qué los Hombres Aman a las Cabronas”. Se
trata de un libro de autosuperación de Sherry Argov construido con más de cien
entrevistas a hombres que buscan dilucidar por qué los apasiona este tipo de
mujer. Por qué los atraen estos rasgos de personalidad que, con frecuencia, al
principio, durante el noviazgo, al enamorado le parecen peculiaridades
fascinantes y muy sensuales, pero que luego, con los años de trajín, por
ejemplo al casarse, esas mismas características al marido le parecen defectos
insoportables. En el peor de los casos, indicaciones para consultar a un
psicoanalista.
A veces pienso que a lo largo de mi vida me he parecido
a algún personaje de las óperas de Giuseppe Verdi: para mí la pasión por una
mujer siempre ha sido fulminante, inaplazable, un sentimiento hondo y duradero.
La sensación opiácea de amar hace que la persona no sienta frío, sueño, ni
cansancio, todo le parece más bonito. Un instante de ausencia de la amada es
una eternidad, la ilusión del rencuentro alivia en algo, sí, pero solo su presencia puede calmar la desesperación. El enamorado sabe que sin ella muere. Tal
vez este sentimiento oceánico explica por qué el lenguaje del amor utiliza con
tanta frecuencia construcciones gramaticales como la hipérbole, se trata de giros
del estilo de “¡dame un beso para poder seguir viviendo!”, junto con otras formas
lingüísticas como las aliteraciones, “me haces mucha, mucha, mucha falta”. En
todo caso, no parece que un amor higiénico y prudente, reflexionado y aprendido,
calculado y ponderado sea garantía de estabilidad y felicidad, ni siquiera
de tranquilidad. Cambiar romance por confort no trae alegría. Al fin y al cabo,
con nadie más que con el ser amado se comparten las miserias más primitivas de
nuestra especie: comer y dormir, orinar y defecar, copular y procrear, elementos
que siempre recuerdan que hacemos parte de la diversidad de la vida sobre la
Tierra.
En el argot psicoanalítico: enamorarse es un estado
narcisista en el que la persona sustituye la realidad externa por la interna. Se
trata de una mentalidad muy cercana a la psicosis en la que se reconoce en el otro
tanto lo que se valora y se necesita, como lo que atormenta y se repudia. Es
como mirarse a un espejo y reconocerse en él, olvidando en gran medida que el ser
amado es un individuo independiente, diferente, con historia y vida propias,
con un punto de vista distinto. Y lo que hace plausible una relación amorosa de
largo plazo, porque la realidad es tozuda, es precisamente la capacidad de
hacer el duelo ante la pérdida de esos aspectos que forman parte de la
idealización propia del enamoramiento, a cambio de una óptica realista y
equilibrada en la que se acepta que por ser diferente son complementarios. Solo entonces
es posible perdonar a la pareja por no ser todo lo que se esperaba. De modo que, en este
sentido, el quid del asunto está en escoger una compañera sentimental, como
dicen los periodistas, capaz de satisfacer las necesidades más infantiles y
primitivas de la personalidad de cada cual. En este sentido, felicidad es tener
la sabiduría de construir una pareja con la cual pueda realizarse el complejo
de edipo en una versión adulta y modificada según las circunstancias actuales
de cada persona. En suma, se trata de disfrutar con el otro. Una capacidad que
no solo depende de la concentración de oxitocina, como lo pregonan los
estudiosos de la neurociencia, si así fuera no existirían los amores de más de
dos años de evolución. Aun cuando, de todas maneras es necesario considerar que no es natural vivir tantos
años. La expectativa de vida que el hombre ha alcanzado es artificial. Es el
resultado de las medidas de la salud pública, tales como el acceso al agua
potable y el desecho adecuado de las aguas negras, así como a las vacunas, además del uso de antibióticos junto con la prevención y el tratamiento de muchas
enfermedades más. De modo que cada vez más personas llegan a la tercera edad, y
envejecer en pareja es otro de los grandes desafíos. Después de todo, la salud
física es importantísima, claro, pero la salud mental tiene cinco puntos más,
puesto que es la capacidad de hacer los duelos ante la pérdida de la juventud, permitiéndole
al paciente encarar la hipertensión arterial, la enfermedad coronaria, el
cáncer, los reemplazos articulares, y demás problemas que acompañan a la vejez.
Con el tiempo, con los sabores y los
sinsabores que trae la vida, con las enseñanzas que deja la experiencia
personal y el ejercicio del psicoanálisis, me ha dado por pensar que mi anciano
y sabio padre sí tenía razón: el amor sí es una idea sobrevalorada. Los
enamorados siempre exageran, y eso, con frecuencia, hace que el amor sea
despiadado, como decía Samuel Becket, “saca lo peor que hay en las personas”. De
modo que si logramos hacer consciente que todos ocupamos mucho espacio, pues
somos intransigentes, mañosos, posesivos, dominantes, desconfiados, rencorosos
y orgullosos, podemos hacerle más llevadera la existencia de la pareja. Si
desarrollamos la capacidad de escuchar, pero de hacerlo con entrega, con
empatía, tratando de dejar de lado los prejuicios para darnos la oportunidad de
descubrir la actualidad emocional del otro sin imponer nuestras propias versiones,
ni nuestros resentimientos, es posible tener una pareja exitosa. Después de
todo, no es un enemigo. Solo así podremos superar esa sensación desesperante de extrañeza en
compañía del otro, aliviando la soledad que se vive en pareja. Y si hacemos
autocrítica descubriremos que juntos formamos un sistema de relación en el que
cada uno aporta la mitad de lo bueno y de lo malo que hay en la pareja, somos
responsables en gran medida de sus logros y fracasos. Solo así podremos
superar el sentimiento desesperante de ser víctimas.
Me declaro un optimista del amor, incluso pro familia,
es posible vivir satisfechos juntos, conozco muchos casos de gente que sí lo
logra. Aun cuando es muy posible que siga siendo idealista, inocente. En todo caso, cada uno puede tomar la decisión de darle la oportunidad a los románticos amores.
Claro que también es posible que yo esté envejeciéndome más rápido de lo que pensaba. Muchos
insisten en que uno de los primeros signos de vejez es parecerse al papá, y,
debo confesar, desde hace ya varios años me identifico con él y cito sus frases sesudas. Así que ahora,
para terminar con este blog, me parece pertinente otro de sus aforismos
conmovedores. Una mañana, temprano, antes de ir a trabajar, me dijo: “Mijo, el
problema es que los jóvenes no saben apreciar a las mujeres”.