Santiago
Barrios Vásquez[1][2]
La identidad analítica es una obra inacabable. Es la creación de pensamientos, y sus consecuencias, encadenados unos con otros, junto con sus afectos en el camino inagotable de adueñarse de sí mismo. De modo que la intimidad del psicoanalista sí tiene mucho que ver con la situación analítica. Su mente está hecha de la vida personal y del análisis propio, de las relaciones con colegas, supervisores y profesores, así como de sus experiencias clínicas, junto con sus lecturas analíticas y extranalíticas. Es un proceso comparable con el desarrollo psicosexual en general, pues supone identificaciones y proyecciones, idealizaciones y rivalidades para alcanzar un estado de cosas más genital, tolerante de la diversidad humana y de la incertidumbre, ensanchando la posibilidad de aplazar gratificaciones y sublimar. Pero también sus relaciones objetales se hacen depresivas, la envidia se trasforma en gratitud, se integran los objetos y se fusionan las pulsiones, construyendo concepciones más equilibradas del mundo y de sí mismo, elaboraciones que desarrollan la capacidad para pensar.
La identidad analítica es una obra inacabable. Es la creación de pensamientos, y sus consecuencias, encadenados unos con otros, junto con sus afectos en el camino inagotable de adueñarse de sí mismo. De modo que la intimidad del psicoanalista sí tiene mucho que ver con la situación analítica. Su mente está hecha de la vida personal y del análisis propio, de las relaciones con colegas, supervisores y profesores, así como de sus experiencias clínicas, junto con sus lecturas analíticas y extranalíticas. Es un proceso comparable con el desarrollo psicosexual en general, pues supone identificaciones y proyecciones, idealizaciones y rivalidades para alcanzar un estado de cosas más genital, tolerante de la diversidad humana y de la incertidumbre, ensanchando la posibilidad de aplazar gratificaciones y sublimar. Pero también sus relaciones objetales se hacen depresivas, la envidia se trasforma en gratitud, se integran los objetos y se fusionan las pulsiones, construyendo concepciones más equilibradas del mundo y de sí mismo, elaboraciones que desarrollan la capacidad para pensar.
El
psicoanálisis es una relación humana. El analista está vivo, y su mente es su
instrumento de trabajo. Emplea la técnica que genera la asimetría para que florezca la relación trasferencia contratransferencia que da
lugar al espacio virtual a donde se construye la estructura simbólica de la
relación analítica. Allí trasferencia y contratransferencia son una unidad, causa
y efecto la una de la otra. Se desenvuelven de modo que la situación analítica
funciona en el nivel del sujeto objeto, pero también entre sujetos, mientras el
analista interpreta los contenidos inconscientes en la dialéctica de sus
subjetividades, construyendo significados, dándole vida al proceso.
El
analista es un escribano que relata el camino que recorre con el analizando, y
el psicoanálisis es creativo. La contratransferencia es la experiencia de
compartir el diálogo analítico con esa persona en particular, algo irrepetible,
inenarrable. Así que el psicoanálisis es un discurso de libertad también para
el analista, pero tenga en cuenta que es mucho comprometerse a analizar a
alguien, puesto que las posibilidades contratransferenciales son infinitas. El psicoanalista
ocupa una posición paradójica: conoce la teoría a la vez que la olvida,
momentáneamente, mientras está con el analizando con la finalidad de ofrecerle
la escucha más neutra y abstinente que pueda darle, en lo posible sin memoria
ni deseo, y esta es la actitud analítica comprometida.
El
paso del cuerpo a la mente y a la intersubjetividad se hace a través de las
vicisitudes de la identificación proyectiva en relación con el reverie. Por lo
general el analizando proyecta en el analista aspectos escindidos del yo, quien
los contiene, los digiere y luego se los devuelve atenuados, en
interpretaciones. Mientras que el analizando no solo recibe lo que dijo el
analista, también capta cómo lo expresó, y se identifica con su lógica y su
manera de manejar los asuntos. La relación analítica modifica las mentes de
ambos miembros del dúo analítico con la finalidad terapéutica de que el
analizando trasforme esos elementos impensables, innominados, presimbólicos,
percepciones y sensaciones corporales crudas, en pensamientos y sueños a través
de simbolizar e incluso sublimar. Sucede que es una línea discontinua el límite
entre frustración y trauma, que incluyen la pérdida, lo negativo, la
catástrofe, de modo que el Nachträglichkeit
termina siendo parte habitual de la construcción psicosomática temprana de la
subjetividad; y elaborar conflictos y duelos, cerrar escisiones, da al
analizando una vida plena.
En
este trabajo exploro la construcción de mi identidad analítica, pero también
pretendo invitarlo a usted, amable lector, a meditar sobre la suya propia. Opté
por esta investigación de análisis aplicado acerca de La Traviata -ópera del
gran Giuseppe Verdi (1813-1901) con libreto del poeta Francesco Maria Piave
(1810-1876)-, porque puedo utilizarla como variable directa, controlada, que me
ofrece un punto de referencia estable para pensar sobre cómo ha cambiado mi
propia mentalidad. De este modo mi subjetividad se vuelve la variable
indirecta, el elemento cambiante, el objeto de estudio de estas pálidas letras.
Es distinto asistir a La Traviata como niño, adolescente, adulto joven y ahora
que formo parte del grupo demográfico que los médicos denominan “de edad
intermedia”. Lo aclaro porque la conocí en la infancia, mi padre me enseñó a
apreciarla. Así que, sin estar entrenado formalmente en teoría musical, con los
años esta ópera me ha deparado ratos gratos y me ha puesto a elucubrar.
Primero
emplearé el enfoque monopersonal, luego el bipersonal y terminaré con el
intersubjetivo. Después de todo, es inconcebible una metapsicología que excluya
las pulsiones, los mecanismos de defensa y las etapas del desarrollo
psicosexual; así como que soslaye las vicisitudes de las relaciones objetales o
que deje de lado la subjetividad del observador. Elementos que, así como en la
situación clínica se ponen en escena en la relación transferencia contratransferencia,
frente al arte el usuario de la obra reconoce, de nuevo, inconscientemente, su
mundo interior en la creación, como quien se mira en un espejo, por así decirlo
(Metz, 1977; Brainsky, 1997).
Violetta
Valery, la soprano, es la traviata.
Adjetivo italiano con sabor moralista judeocristiano que se refiere a una mujer
reprobable por su vida sexual activa y variada. Pero, como suele suceder con
los personajes de Verdi, no es moralmente buena ni mala, expresando su
penetrante comprensión de la condición humana y su maestría en el drama
musical. Es una mujer caída, sí, pero de buen corazón, alguien que en un
principio pareció objetable, y al final produce admiración (Hussey, 1976;
Budden, 2008; Rusbridger, 2008; Grier, 2015).
La
ópera empieza en el apogeo de una juerga magnífica en la residencia palaciega
de Violetta. Festeja que sobrevivió una exacerbación de la tuberculosis terminal
que la aqueja. Entonces Gastón le presenta al tierno Alfredo Germont, el tenor.
La ha amado en silencio y desde la distancia hacía al menos un año, quien ahora
que estuvo tan enferma, siempre preguntó por ella.
Le
gustó el joven y la halagó su proceder. Entonces los amigos le piden que él se
encargue del brindis, pues es un poeta hábil, aun cuando bastante desconocido.
Acepta a regañadientes. Y a continuación interpretan una de las arias más
memorables que jamás se haya concebido. Al terminarla, Violetta se siente
feliz, mientras que él se llena del valor necesario para confesarle su pasión
fulminante y oculta. Ella se conmueve. A los invitados, en cambio, les parece
una idea bastante desaconsejable entregarle el corazón a una mujer así.
Violetta
se siente débil. Pide a la gente que se vaya. Entonces canta con Alfredo un
aria sentimental en la que él refiriere que el amor es una cruz, pero también
es una delicia, es el pálpito del universo entero; a lo que Violetta responde
que no quiere entregarle el corazón a un solo hombre, siempre será libre. Pero
en realidad ya es tarde para ella, él la afecta, ha penetrado su organización,
están enamorados, y para el final del aria Violetta ha cambiado de parecer,
barrunta que podría amar y ser amada. Por primera vez en su vida decide darle
una oportunidad al romance. Al despedirse, Alfredo le pregunta cuándo volverá a
verla. Ella le entrega una camelia diciéndole que regrese cuando se marchite.
Él entiende que Violetta lo espera al día siguiente, puesto que esta es una
flor de un día. Una alegoría de la futilidad de la existencia. Y cuando se va,
ella, a solas, reflexiona sobre la vorágine de sus emociones.
Al
comienzo del segundo acto, Alfredo le canta a Violetta que sin ella no hay
felicidad posible. En una casa de campo de la familia Germont la parejita
retoza despreocupada, como si estuvieran solos en el mundo, saboreando la
dulzura de su romántico amor desde hace tres meses. Hasta que llega Annina, la
criada de Violetta. Informa que la señora está corta de fondos, y tuvo que vender
todas sus posesiones mundanas para saldar deudas. Entonces Alfredo sale
gallardo hacia París con la finalidad caballerosa de hacerse cargo de los
problemas financieros de su amorcito. Luego Violetta recibe una invitación a un
baile de máscaras, una fiesta rocambolesca de motivo taurino con el pretexto
del carnaval de París, cosa que no la entusiasma especialmente.
Después
se presenta Giorgio Germont, el papá de Alfredo. Se trata de un padre kafkiano
que con voz de trueno gobierna el mundo apoltronado en su sillón. Es un
personaje representado por el bajo, y por lo general en la ópera el villano, el
portador de malas noticias o de verdades, es quien tiene este tono ominoso de
voz. Germont se ha enterado de que Alfredo y Violetta están encaprichados. ¿¡Y
qué padre responsable dejaría de intervenir!? Pero también sabe que es
imposible razonar con los hombres cuando aman de verdad, por eso decide más
bien hablar con ella. Le indica que lo mejor es que rompa con su hijo. Aduce la
vaguedad fundamental del amor, y luego argumenta que su abarraganamiento pone
en peligro la boda de su angelical y casta hija. ¿¡Quién querría a una meretriz
entre la familia!? Teme que el novio de la niña acabe con el compromiso al
descubrir las andanzas de Alfredo. Una situación gravísima, pues se quedaría
solterona para siempre. Le pide que lo deje en consideración a los compromisos
sociales y morales y religiosas de los Germont, pues al ser una mujer de la
vida no empata con su ambiente. Apela a su comprensión.
Ella
accede con bizarría a sacrificar su amor luego de entender lo inconveniente de
su relación, quiere lo mejor para Alfredo y su familia. Acuerda con Germont que
él solamente podrá saber de esta conversación después de la muerte de ella. Gestos
que conmueven al padre, quien en un principio sospechó que era una oportunista
que solo andaba detrás de la plata de la familia. Pero ahora, con esta actitud
tan generosa se disipa su desconfianza y empieza a admirarla, no esperaba en
una mujerzuela semejante capacidad de compromiso.
Violetta
es inteligente, Alfredo no tanto. Sabe que enamoradísimo la buscará, insistirá,
suplicará, no habrá cómo hacerlo entender. Entonces acepta la invitación a la
fiesta de disfraces, y redacta una carta en la que puede leerse que ya no lo ama.
Más tarde Alfredo tiene un mal presagio cuando recibe el sobre con el mensaje
de Violetta, y al conocer su contenido, sufre como no lo había hecho nadie en
el mundo. Germont, que no es el tirano que supusimos, lo acompaña en su hondo
penar. Lo consuela vanamente con palabras cariñosas. Le propone regresar juntos
a la belleza y tranquilidad de la casa familiar en La Provence, casa llena de
buenos recuerdos, es la casa a donde trascurrió su infancia segura y feliz. Un
lío de faldas no tendría por qué agriarle el carácter. Asegura que lo hará
sentir mejor la compañía grata de su hermana y la de él. Preserva la unidad
familiar aun cuando sabe que algún día Alfredo fundará la suya propia, pero aún
no, quiere protegerlo, es incauto, no sabe de la vida, por eso se enamoró de una
mujer con un pasado tan considerable.
Pero
subestima su pasión por ella, el muchacho va a buscarla a esa parranda bestial.
Los asistentes ya saben que Violetta y Alfredo han terminado, y se burlan de él:
a quién se le ocurre entregarle el corazón a una mujer de esas. Luego ella llega
con el Barón Douphol, quien ya la había protegido en el pasado. Los hombres se
encuentran y pelean. Alfredo enloquecido por el dolor de los cuernos gana una
fortuna en las apuestas: es desafortunado en el amor, y afortunado en el juego.
Pierde lo poco que le quedaba de decoro, le tira en la cara a Violetta el
dinero que ha obtenido, mientras abusa física y verbalmente de ella.
¡Ya
es demasiado! La concurrencia la defiende. Comprenden que sufre por su amor
contrariado, pero su conducta es infame. Germont lo reprende, lo desconoce, no
es el hombre que educó. Y, como si fuera
poco, el Barón Douphol lo reta a un duelo.
Para
el tercer acto todo va de mal en peor. Es una escena recogida, seria y muy
triste. El doctor Grenvil, quien también es un bajo, declara que la tisis solo
concederá a Violetta algunas horas más, la esperanza ha muerto. Esta escena
siempre ha sido un desafía para el castin, pues los pacientes tuberculosos pierden
peso, y las sopranos suelen ser mujeres rebosantes de salud con cajas torácicas
potentes. Violetta le da instrucciones a Annina acerca de cómo disponer de lo
poco que le queda y le pide su correspondencia. Reflexiona con el trasfondo
irónico del fragor del carnaval acerca de su vida hedonista, solitaria. Dolorida
cavila sobre la muerte inevitable y la trivialidad del paso humano por la
Tierra. Se le hace evidente el significado del nunca más. Solo su amor por
Alfredo da sentido a las cosas.
Entonces
recibe un mensaje inesperado de Germont informándole que contra todo pronóstico
Alfredo ha sobrevivido al duelo, pero ha perdido interés por la vida, se ha ido
de París a vagar por el mundo. El padre cambia de opinión conmovido por todo lo
que sucede, es consciente del error de encausar la vida sexual de su hijo
adulto. También redacta una nota dirigida a él contándole la verdad, le pide
perdón y le ruega que vuelva a acompañar a Violetta en sus últimas horas.
El
encuentro de la parejita es dulce. Está abatida. Y él, negándolo todo, ofrece
cuidarla y protegerla para siempre. Pero ella lo saca de su inocencia, le
recomienda que cuando se recupere del pesar que le causará su muerte encuentre
a una mujer para amar, alguien que sepa quererlo con devoción. Y llega el
momento definitivo: Germont, Alfredo, Annina y el doctor Grenvil rodean a
Violetta, ahora ellos son su familia, y con amor hasta morir es bueno.
Así
termina La Traviata.
En
esta historia de amor prohibido por el padre, primero Verdi dibuja un cuadro
sustancioso de las angustias pregenitales ante las ansiedades genitales con
regresión defensiva a la fase fálica y manifestaciones histéricas (Grier, 2011;
2015). Al principio él abusa de la cortesana, la considera indigna, y este es
el origen de la tragedia. Ahí se plantea el conflicto edípico con poder,
sometimiento, rivalidad, y luego con identificación, ternura, reparación. Después
se elabora el complejo de Edipo ante un padre cálido, trasformado, que cumple
con su función atávica de ser el límite, a la vez que es amoroso, falible,
comprensivo. De modo que los personajes de La Traviata alcanzan un parricidio
simbólico, no concreto.
Descubrir
la sexualidad de los padres es un desastre para Alfredo. Se trata de la escena
primaria en las palabras de Freud, de una situación edípica, en las de Klein, y
del cambio catastrófico para Bion. Entonces busca a una mujer ajena a la
familia, pero también prohibida. ¿Y quién mejor que una cortesana? Toma a
Violetta mientras odia fanáticamente a su madre edípica, quien pasó de ser su
dulce amor a la más abyecta de las prostitutas, una seducción cínica de la que
él mismo es víctima, pues en ella parecería tomar una posición más madura al renunciar
a la sexualidad con su madre, pero en realidad perdura su rencor, escogiendo a
una mujer devaluada. Un giro del inconsciente que Freud ya había explorado en
1910.
Pero
también Verdi rastrea la trayectoria edípica de la niña. Al principio la vida
sexual de Violetta es una defensa. Es una mujer promiscua y frívola que goza
sin medida. El libertinaje se palpa en la música erótica y exuberante del
primer acto. La histeria es la sexualización de todo excepto el genital
(Bollas, 2000). Hasta que en relación con el padre amoroso y consistente asume la
genitalidad: no sin dudas y angustias elabora su anhelo de pene, en lugar de la
envidia del pene. Y en la ópera hay un momento en que el tiempo se detiene en
el tercer acto, un pezzo concertante,
en que domina un sentimiento trágico: algo o alguien se ha perdido, hay una
crisis. Este es un episodio musical en que se presenta una situación semejante
a lo que sucede cuando en la sesión analítica el tiempo se detiene, y aparece
algo diferente, a veces contradictorio, disonante, de todos modos, algo que
puede expresarse y explorarse. La realidad material rompe el sortilegio
narcisista mediante la enfermedad, las limitaciones económicas y la ley del
padre. Parafraseando a Roger Money–Kyrle (1968; 1971), ante los ojos compasivos
de Germont, ella descubre, junto con Alfredo, los hechos de la vida: estamos
separados en el tiempo y el espacio, somos individuos, habitamos nuestro propio
cuerpo; somos producto del coito de nuestros padres, hay diferencias
generacionales; necesitamos y dependemos del otro y el límite de la vida es la
muerte. Este es el principio de realidad, que, por supuesto, tiene todo que ver
con el cuerpo.
Por
último, La Traviata también trata el complejo de Edipo desde la perspectiva del
padre. Germont pasa de ser el tirano poseedor de la verdad, los recursos y las
hembras, que además no las valoraba demasiado, y se transforma en un señor
maduro y cariñoso y reflexivo. Es sabio. Fue un buen
hombre de cama, pero ha superado la etapa reproductiva y con el tiempo encuentró
la paz sexual, elabora la envidia por la sexualidad juvenil ostentosa. Con su
presencia solidaria hace llevadero el tránsito edípico de Alfredo y Violetta.
Pero también es edípica la inseguridad que produce la preocupación del padre
por la hermana, por la rivalidad, otro elemento importante pues el hijo es
capaz de vivirla, mientras el papá le ayuda en lugar de reprimirlo, dándole la
oportunidad de llorar a sus padres amados, y luego repararlos.
El
foco de esta obra es el cambio psíquico. Alfredo, Violetta y Germont elaboran
el complejo de Edipo de manera esquizoparanoide hasta alcanzar el estoicismo de
lo depresivo, ya sin manía ni otras formas de la negación, con reparación luego
de sufrir. En la posición esquizoparanoide predomina la agresión. Al estilo de
Tótem y Tabú de Freud de 1913, el padre impone su poderío, intimida, entonces
el Edipo se elabora en apariencia, en el hijo perdura el anhelo de venganza por
su avasallamiento. Construye con el padre una relación de sumisión con una paz
costosa y frágil, llena rencor y de deseo de recuperar sexualmente a la madre
edípica, liquidando al padre.
En
cambio en la posición depresiva las manos firmes y comprensivas de Germont lo
llevan al mundo de la tozudez de los hechos inaplazables, y logra la verdadera
elaboración del complejo de Edipo. La identificación proyectiva madura en
relación con el reverie del padre, introduciendo al hijo en el mundo concreto
del tercero, lo finito. El niño aterrorizado requiere de un objeto continente,
otro ser humano que responda, mientras redobla sus esfuerzos por liberarse. Se
resiente, claro, pero no lo reprime, hace consciente su deseo de venganza, un
anhelo amargo, pero sincero. Y la madre deja de ser una víctima de la tiranía
del padre, pues ella lo ama. Información dolorosa para el hijo: es una traición,
lo ha dejado de lado impotente, humillado, pero también se siente culpable por
odiar a sus padres amorosos, al fin y al cabo, de ellos depende. Al elaborar
esta situación tremenda llega a un conocimiento más pleno de sus verdades
esenciales, entonces los padres son una pareja amorosa y, al internalizarlos,
se hace fuerte, adquiere autonomía para construir de manera creativa sus
propios vínculos. Es pequeño, pero crecerá, se desarrollará al reconocer y amar
al padre sin sometérsele.
Por
otro lado, Violetta y Alfredo son el idilio primigenio que recrea el placer
insuperable del narcisismo primario que Freud describió en 1914, es el
enamoramiento antiedípico, etapa inicial ineludible que antecede lo genital. Tal
vez por eso los enamorados siempre exageran. En La Traviata aparece la
nostalgia perenne de recuperar ese tipo de narcisismo que se opone a lo
edípico, pues inexorablemente desdibujará el jardín del Edén que habitaban la
madre y el bebé. Es la urgencia de encontrar el objeto materno que se encarga
de las necesidades del niño con tal perfección que no es consciente de ellas ni
de la existencia de su mamá, embeleso que vivieron por un tiempo cuando no se
concebía el padre. Es la añoranza universal de la dependencia mitológica de un
objeto idealizado que coexiste al mismo tiempo, y sin contradicción aparente,
con el odio por la noción de que este también es un objeto separado, autónomo.
Es
el enamoramiento, esquizoparanoide, con escisión, identificación proyectiva masiva,
idealización y negación, hasta que se alcanza la posición depresiva, el amor
maduro. Entonces los personajes de la ópera aprenden a hablar un lenguaje compartido,
se afectan entre ellos con una identificación proyectiva madura que comunica. Se
ve en que poco a poco sus estilos musicales convergen en la medida en que se
acercan y se alejan, pero siempre en el sentido del desarrollo (Rusbridger,
2013). Hasta que al final se quieren, se cuidan y el sexo ya no es una defensa
frente al amor.
La
relación con el arte en general es intersubjetiva, pues el público aporta su
perspectiva para acabarla al darle significados, y este es el modelo
fenomenológico de la teoría de la apreciación del arte. Después de todo la
intersubjetividad no es un concepto autóctono del psicoanálisis, es un enfoque
proveniente de esta escuela filosófica.
Escogí
La Traviata para este trabajo por razones sentimentales. Cuando era niño, identificado
con mi padre aprendí a disfrutarla. Y ahora, al redactar estas palabras, pienso
que seguramente la toleraba hasta El Brindis, un aria vivaz interpretada por
toda la orquesta y un coro populoso. Luego me distraía, jugaba o dormía. Me
parece que este es un artilugio del compositor para cautivar el aspecto infantil
del público.
Con
los años, en la adolescencia, me encontré con Alfredo: me parecía irritante que
fuera tan dócil frente a la autoridad de Germont. ¿Qué iba a saber el padre
sobre el amor? Y al entrar en la facultad de medicina, me pareció revolucionaria
la idea de que las mujeres pudieran tener libertad sexual. Llegué a la
conclusión inapelable de que La Traviata era un manifiesto que las
reivindicaba. Una denuncia sesuda a la ética judeocristiana y timorata ante la
opresión machista y milenaria de la libre sexualidad de la mujer. Era la voz de
protesta del pueblo en contra de los valores retrógrados y opresivos que solo
servían a los intereses del establecimiento, en especial del clero y de
egoístas capitalistas.
Ideas
que se arraigaron todavía más en mi cuando aprendí que Verdi nació en una
Italia dividida, y llegó a ser el músico extraoficial de la causa patriótica.
Su ciudad natal, Busseto en el ducado de Parma, por ejemplo, se encontraba en
territorio francés, pues era una colonia que había sido conquistada por Napoleón.
Y aún hoy, Córcega pertenece a Francia. Así es que, aun cuando Verdi era italiano,
también llegó a ser extranjero mientras vivió en Milán, puesto que esta era una
región dominada por Austria. Sus óperas se consideraron nacionalista, y siempre
fue sospechoso para la censura, hasta que por fin los patriotas establecieron
una Italia unida e independiente, con la excepción del Estado Papal, claro
está, bajo Víctor Emmanuel II, Rey de Cerdeña. En el siglo XIX la ópera era la
principal forma de entretenimiento en el país, y él llegó a ser un célebre compositor.
Sus obras lo consagraron para siempre como estrella en el firmamento operático,
y adquirió renombre internacional, trabajó en París y Londres, y hasta
consideró la posibilidad de hacerlo en Estados Unidos (Hussey, 1976; Budden,
2008).
Más
adelante, cuando me casé, llamó mi atención la puesta en escena en esta ópera
de la tendencia universal del enamoramiento a transformarse en amor maduro, con
el duelo que eso implica, fue la época en que entendí el significado de la
expresión “el paraíso siempre se ha perdido”. Y poco después, cuando nacieron
mis hijos, sucedió algo increíble: me identifiqué con Germont. Me pareció
razonable que el padre interviniera en la vida sexual del hijo, al fin y al
cabo, el corazón juvenil es veleidoso.
Luego,
cuando me hice psicoanalista, mi percepción cambió todavía más. Pude ver que el
motivo dominante en La Traviata, temática que se mantiene en veinticuatro de las
veintisiete óperas de Verdi, con la excepción de Oberto, Simón Boccanegra y
Aroldo, es que la tragedia empieza cuando aparece el padre. La desgracia
proviene de su intervención en la vida del hijo, y, lo más interesante, en
medio del conflicto edípico, en una suerte de vendetta, condena a la figura paterna a sobrevivir con el peso de
las consecuencias terribles de sus actos nefandos. Castigo mucho más severo que
la muerte. El parricidio es simbólico, y sobrevive con las consecuencias de sus
actos. En cambio, la madre es ausente, a lo sumo se infiere. Aparece, por
ejemplo, en El Trovador, donde mientras el héroe mantiene la rivalidad con el vengativo
y tiránico padre, todo se desenvuelve ante la mirada impávida de la madre
edípica pasiva, rencorosa, enferma, manipuladora, mentirosa.
Y ahora
que mis hijos entraron en la adultez temprana, me parece que Germont es un
viejo dulce, sano, con capacidad de aprender a partir de la experiencia. Un
espíritu sensible que se conmueve con el sufrimiento, cuya relación con la
muerte, me refiero a la propia y la de quienes lo rodean, se ha trasformado de
un elemento traumático en un aspecto inevitable de la vida, que en todo caso angustia
por lo impredecible y lo desconocido. Pero también, con los años de ejercicio del
psicoanálisis y de estudio fascinado de la intersubjetividad, encuentro
interesantísimo cómo a lo largo de mi vida he visto versiones tan disímiles de
La Traviata, y quién sabe qué me deparará el futuro en relación con ella.
Esta
ópera se estrenó en el Teatro Fenice en Venecia en 1853 con un recibimiento
frío por parte del público. Es una obra de metaliteratura basada en La Dama De
Las Camelias de Alejandro Dumas, hijo, obra que ya había sido escandalosa en
París, pero no por eso la ópera dejó de causar revuelo en Italia. Al principio
fue muy comentada y censurada, pues se alejaba de los temas aceptables para
esta clase de producciones. Además, las autoridades exigieron que situara la
trama a principios del siglo XVII, evitando coincidencias con la actualidad de
la época. Solo la acogió la crítica cuando Verdi terminó de retocarla un año
más tarde.
La
obra pertenece al periodo medio del compositor, junto con Rigoletto, El
Trovador y Luisa Miller, composiciones refinadas en sus personajes y la música. Sucede que la ópera
italiana en general se ocupaba de la vida de la nobleza y de personajes
mitológicos, como en el caso de la obra de Rossini, pero Verdi junto con
Donizetti y Puccini, entre otros, iniciaron el verismo: una tendencia novedosa con obras que representan la vida
de la gente común y corriente (Hussey, 1976; Budden, 2008; Rusbridger, 2008;
Grier, 2015).
Anotaciones
que nos ponen en el centro de la discusión acerca de la creatividad, y de si
existe alguna posibilidad de originalidad a través de la sublimación. ¿Acaso puede
de elaborarse el Nachträglichkeit?
Especulo que pocos argumentarían que la compulsión a la repetición hace
imposible reparar, entonces La Traviata sería simplemente La Dama de las
Camelias con nuevas vestiduras. Pero un grupo que sospecho es mayoritario
esgrimiría la idea de que sí hay posibilidades de reparar y simbolizar y
sublimar, de manera que esta ópera es una obra novedosa en la que pueden
reconocerse sus raíces en el drama de Dumas.
Resulta
que la idea de la sublimación le servía a Freud para describir su teoría acerca
de la creación artística (Civitarese, 2016). Pero el concepto adolece de cierta
vaguedad: ¿se vincula solo con la pulsión sexual o también sirve a tánatos, es
un mecanismo de defensa, tiene utilidad clínica? Se relaciona con el duelo y la
reparación inicial. Sublimar, que incluso se considera sinónimo de abstinencia,
es la capacidad de transformar un impulso sexual en uno no sexual con nueva finalidad
y objeto, finalidad cercana a la inicial, pero que ahora es inobjetable y valiosa.
Sin embargo es un recurso elitista perteneciente a las mentes privilegiadas de
algunos genios, como Verdi, por ejemplo, quien era un niño prodigio de la música.
Luego
con Klein apareció la idea de que la simbolización está en la base de la
sublimación y de todos los talentos en general. Entonces las cosas, actividades
e intereses a través de la ecuación simbólica se vuelven sujetos de fantasías
libidinales. Y más recientemente, Roussillon planteó que la sublimación no es
un mecanismo de defensa, es la gratificación de un deseo que surge frente a la
ausencia. Y explica el placer de vivir desde el interior. La considera una idea
afín al objeto transicional de Winnicott. Entonces la sublimación enriquece el
concepto de simbolización en el proceso de la construcción de la subjetividad y
la intersubjetividad por ser un fenómeno social, cuya raíz está en la
creatividad del reverie de la relación madre bebé. Así, la sublimación se hizo
democrática, ahora depende del ambiente y de las relaciones objetales
primigenias. Claro que detractores de esta postura insisten en que con este nuevo
enfoque el concepto pierde su capacidad para explicar lo extraordinario del
descubrimiento científico y la creación artística.
Y
la mente, incluso la del analista, se da en relación con los demás, ya lo
dijimos. La sublimación es un proceso que integra lo emocional y lo
intelectual, lo lógico y lo sensorial, lo racional y lo intuitivo, el
pensamiento y lo físico. Así la creación es una metáfora de la elaboración que
construye al sujeto capaz de pensar a la vez que habita su propio cuerpo,
creciendo, madurando, es el proceso de volverse persona y de integrar lo
psicosomático, manteniendo lo auténtico. Así que la sublimación sí es la salida
conceptual, y, por supuesto, está presente en la construcción inacabable de la
identidad analítica.
Referencias
Bollas Ch (2000). Hysteria. London: Routledge.
Brainsky S (1997).
Psicoanálisis y creatividad, más allá del instinto de muerte. Bogotá: Editorial
Norma S.A.
Budden J (2008). Verdi. Oxford University Press, edición electrónica.
Civitarese G (2016). On
sublimation. Int J Psychoanal Doi:
Freud S (1910). A special type of choice of object made by men. SE 11: 163-76.
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Dirección
de correspondencia:
Santiago
Barrios Vásquez
Avenida
127 # 21-60 (205), Bogotá, Colombia
Teléfono
6157599
[1]
Miembro Titular Sociedad Colombiana de Psicoanálisis
[2]
Este es el texto que leí en Cali en las “IV Jornadas, Violencia, Creatividad y Sublimación”.
Se trata de una versión redactada específicamente para esa ocasión, y que luego,
al incluir otros detalles de esta investigación, será publicada en una revista psicoanalítica
internacional.
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