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miércoles, 7 de diciembre de 2016

Anotaciones preliminares acerca de La Traviata



Santiago Barrios Vásquez[1][2]


La identidad analítica es una obra inacabable. Es la creación de pensamientos, y sus consecuencias, encadenados unos con otros, junto con sus afectos en el camino inagotable de adueñarse de sí mismo. De modo que la intimidad del psicoanalista sí tiene mucho que ver con la situación analítica. Su mente está hecha de la vida personal y del análisis propio, de las relaciones con colegas, supervisores y profesores, así como de sus experiencias clínicas, junto con sus lecturas analíticas y extranalíticas. Es un proceso comparable con el desarrollo psicosexual en general, pues supone identificaciones y proyecciones, idealizaciones y rivalidades para alcanzar un estado de cosas más genital, tolerante de la diversidad humana y de la incertidumbre, ensanchando la posibilidad de aplazar gratificaciones y sublimar. Pero también sus relaciones objetales se hacen depresivas, la envidia se trasforma en gratitud, se integran los objetos y se fusionan las pulsiones, construyendo concepciones más equilibradas del mundo y de sí mismo, elaboraciones que desarrollan la capacidad para pensar.

El psicoanálisis es una relación humana. El analista está vivo, y su mente es su instrumento de trabajo. Emplea la técnica que genera la asimetría para que florezca la relación trasferencia contratransferencia que da lugar al espacio virtual a donde se construye la estructura simbólica de la relación analítica. Allí trasferencia y contratransferencia son una unidad, causa y efecto la una de la otra. Se desenvuelven de modo que la situación analítica funciona en el nivel del sujeto objeto, pero también entre sujetos, mientras el analista interpreta los contenidos inconscientes en la dialéctica de sus subjetividades, construyendo significados, dándole vida al proceso.

El analista es un escribano que relata el camino que recorre con el analizando, y el psicoanálisis es creativo. La contratransferencia es la experiencia de compartir el diálogo analítico con esa persona en particular, algo irrepetible, inenarrable. Así que el psicoanálisis es un discurso de libertad también para el analista, pero tenga en cuenta que es mucho comprometerse a analizar a alguien, puesto que las posibilidades contratransferenciales son infinitas. El psicoanalista ocupa una posición paradójica: conoce la teoría a la vez que la olvida, momentáneamente, mientras está con el analizando con la finalidad de ofrecerle la escucha más neutra y abstinente que pueda darle, en lo posible sin memoria ni deseo, y esta es la actitud analítica comprometida.

El paso del cuerpo a la mente y a la intersubjetividad se hace a través de las vicisitudes de la identificación proyectiva en relación con el reverie. Por lo general el analizando proyecta en el analista aspectos escindidos del yo, quien los contiene, los digiere y luego se los devuelve atenuados, en interpretaciones. Mientras que el analizando no solo recibe lo que dijo el analista, también capta cómo lo expresó, y se identifica con su lógica y su manera de manejar los asuntos. La relación analítica modifica las mentes de ambos miembros del dúo analítico con la finalidad terapéutica de que el analizando trasforme esos elementos impensables, innominados, presimbólicos, percepciones y sensaciones corporales crudas, en pensamientos y sueños a través de simbolizar e incluso sublimar. Sucede que es una línea discontinua el límite entre frustración y trauma, que incluyen la pérdida, lo negativo, la catástrofe, de modo que el Nachträglichkeit termina siendo parte habitual de la construcción psicosomática temprana de la subjetividad; y elaborar conflictos y duelos, cerrar escisiones, da al analizando una vida plena.

En este trabajo exploro la construcción de mi identidad analítica, pero también pretendo invitarlo a usted, amable lector, a meditar sobre la suya propia. Opté por esta investigación de análisis aplicado acerca de La Traviata -ópera del gran Giuseppe Verdi (1813-1901) con libreto del poeta Francesco Maria Piave (1810-1876)-, porque puedo utilizarla como variable directa, controlada, que me ofrece un punto de referencia estable para pensar sobre cómo ha cambiado mi propia mentalidad. De este modo mi subjetividad se vuelve la variable indirecta, el elemento cambiante, el objeto de estudio de estas pálidas letras. Es distinto asistir a La Traviata como niño, adolescente, adulto joven y ahora que formo parte del grupo demográfico que los médicos denominan “de edad intermedia”. Lo aclaro porque la conocí en la infancia, mi padre me enseñó a apreciarla. Así que, sin estar entrenado formalmente en teoría musical, con los años esta ópera me ha deparado ratos gratos y me ha puesto a elucubrar.

Primero emplearé el enfoque monopersonal, luego el bipersonal y terminaré con el intersubjetivo. Después de todo, es inconcebible una metapsicología que excluya las pulsiones, los mecanismos de defensa y las etapas del desarrollo psicosexual; así como que soslaye las vicisitudes de las relaciones objetales o que deje de lado la subjetividad del observador. Elementos que, así como en la situación clínica se ponen en escena en la relación transferencia contratransferencia, frente al arte el usuario de la obra reconoce, de nuevo, inconscientemente, su mundo interior en la creación, como quien se mira en un espejo, por así decirlo (Metz, 1977; Brainsky, 1997).

Violetta Valery, la soprano, es la traviata. Adjetivo italiano con sabor moralista judeocristiano que se refiere a una mujer reprobable por su vida sexual activa y variada. Pero, como suele suceder con los personajes de Verdi, no es moralmente buena ni mala, expresando su penetrante comprensión de la condición humana y su maestría en el drama musical. Es una mujer caída, sí, pero de buen corazón, alguien que en un principio pareció objetable, y al final produce admiración (Hussey, 1976; Budden, 2008; Rusbridger, 2008; Grier, 2015).

La ópera empieza en el apogeo de una juerga magnífica en la residencia palaciega de Violetta. Festeja que sobrevivió una exacerbación de la tuberculosis terminal que la aqueja. Entonces Gastón le presenta al tierno Alfredo Germont, el tenor. La ha amado en silencio y desde la distancia hacía al menos un año, quien ahora que estuvo tan enferma, siempre preguntó por ella.

Le gustó el joven y la halagó su proceder. Entonces los amigos le piden que él se encargue del brindis, pues es un poeta hábil, aun cuando bastante desconocido. Acepta a regañadientes. Y a continuación interpretan una de las arias más memorables que jamás se haya concebido. Al terminarla, Violetta se siente feliz, mientras que él se llena del valor necesario para confesarle su pasión fulminante y oculta. Ella se conmueve. A los invitados, en cambio, les parece una idea bastante desaconsejable entregarle el corazón a una mujer así.

Violetta se siente débil. Pide a la gente que se vaya. Entonces canta con Alfredo un aria sentimental en la que él refiriere que el amor es una cruz, pero también es una delicia, es el pálpito del universo entero; a lo que Violetta responde que no quiere entregarle el corazón a un solo hombre, siempre será libre. Pero en realidad ya es tarde para ella, él la afecta, ha penetrado su organización, están enamorados, y para el final del aria Violetta ha cambiado de parecer, barrunta que podría amar y ser amada. Por primera vez en su vida decide darle una oportunidad al romance. Al despedirse, Alfredo le pregunta cuándo volverá a verla. Ella le entrega una camelia diciéndole que regrese cuando se marchite. Él entiende que Violetta lo espera al día siguiente, puesto que esta es una flor de un día. Una alegoría de la futilidad de la existencia. Y cuando se va, ella, a solas, reflexiona sobre la vorágine de sus emociones.

Al comienzo del segundo acto, Alfredo le canta a Violetta que sin ella no hay felicidad posible. En una casa de campo de la familia Germont la parejita retoza despreocupada, como si estuvieran solos en el mundo, saboreando la dulzura de su romántico amor desde hace tres meses. Hasta que llega Annina, la criada de Violetta. Informa que la señora está corta de fondos, y tuvo que vender todas sus posesiones mundanas para saldar deudas. Entonces Alfredo sale gallardo hacia París con la finalidad caballerosa de hacerse cargo de los problemas financieros de su amorcito. Luego Violetta recibe una invitación a un baile de máscaras, una fiesta rocambolesca de motivo taurino con el pretexto del carnaval de París, cosa que no la entusiasma especialmente.

Después se presenta Giorgio Germont, el papá de Alfredo. Se trata de un padre kafkiano que con voz de trueno gobierna el mundo apoltronado en su sillón. Es un personaje representado por el bajo, y por lo general en la ópera el villano, el portador de malas noticias o de verdades, es quien tiene este tono ominoso de voz. Germont se ha enterado de que Alfredo y Violetta están encaprichados. ¿¡Y qué padre responsable dejaría de intervenir!? Pero también sabe que es imposible razonar con los hombres cuando aman de verdad, por eso decide más bien hablar con ella. Le indica que lo mejor es que rompa con su hijo. Aduce la vaguedad fundamental del amor, y luego argumenta que su abarraganamiento pone en peligro la boda de su angelical y casta hija. ¿¡Quién querría a una meretriz entre la familia!? Teme que el novio de la niña acabe con el compromiso al descubrir las andanzas de Alfredo. Una situación gravísima, pues se quedaría solterona para siempre. Le pide que lo deje en consideración a los compromisos sociales y morales y religiosas de los Germont, pues al ser una mujer de la vida no empata con su ambiente. Apela a su comprensión.

Ella accede con bizarría a sacrificar su amor luego de entender lo inconveniente de su relación, quiere lo mejor para Alfredo y su familia. Acuerda con Germont que él solamente podrá saber de esta conversación después de la muerte de ella. Gestos que conmueven al padre, quien en un principio sospechó que era una oportunista que solo andaba detrás de la plata de la familia. Pero ahora, con esta actitud tan generosa se disipa su desconfianza y empieza a admirarla, no esperaba en una mujerzuela semejante capacidad de compromiso.

Violetta es inteligente, Alfredo no tanto. Sabe que enamoradísimo la buscará, insistirá, suplicará, no habrá cómo hacerlo entender. Entonces acepta la invitación a la fiesta de disfraces, y redacta una carta en la que puede leerse que ya no lo ama. Más tarde Alfredo tiene un mal presagio cuando recibe el sobre con el mensaje de Violetta, y al conocer su contenido, sufre como no lo había hecho nadie en el mundo. Germont, que no es el tirano que supusimos, lo acompaña en su hondo penar. Lo consuela vanamente con palabras cariñosas. Le propone regresar juntos a la belleza y tranquilidad de la casa familiar en La Provence, casa llena de buenos recuerdos, es la casa a donde trascurrió su infancia segura y feliz. Un lío de faldas no tendría por qué agriarle el carácter. Asegura que lo hará sentir mejor la compañía grata de su hermana y la de él. Preserva la unidad familiar aun cuando sabe que algún día Alfredo fundará la suya propia, pero aún no, quiere protegerlo, es incauto, no sabe de la vida, por eso se enamoró de una mujer con un pasado tan considerable.

Pero subestima su pasión por ella, el muchacho va a buscarla a esa parranda bestial. Los asistentes ya saben que Violetta y Alfredo han terminado, y se burlan de él: a quién se le ocurre entregarle el corazón a una mujer de esas. Luego ella llega con el Barón Douphol, quien ya la había protegido en el pasado. Los hombres se encuentran y pelean. Alfredo enloquecido por el dolor de los cuernos gana una fortuna en las apuestas: es desafortunado en el amor, y afortunado en el juego. Pierde lo poco que le quedaba de decoro, le tira en la cara a Violetta el dinero que ha obtenido, mientras abusa física y verbalmente de ella.

¡Ya es demasiado! La concurrencia la defiende. Comprenden que sufre por su amor contrariado, pero su conducta es infame. Germont lo reprende, lo desconoce, no es el hombre que educó.  Y, como si fuera poco, el Barón Douphol lo reta a un duelo.

Para el tercer acto todo va de mal en peor. Es una escena recogida, seria y muy triste. El doctor Grenvil, quien también es un bajo, declara que la tisis solo concederá a Violetta algunas horas más, la esperanza ha muerto. Esta escena siempre ha sido un desafía para el castin, pues los pacientes tuberculosos pierden peso, y las sopranos suelen ser mujeres rebosantes de salud con cajas torácicas potentes. Violetta le da instrucciones a Annina acerca de cómo disponer de lo poco que le queda y le pide su correspondencia. Reflexiona con el trasfondo irónico del fragor del carnaval acerca de su vida hedonista, solitaria. Dolorida cavila sobre la muerte inevitable y la trivialidad del paso humano por la Tierra. Se le hace evidente el significado del nunca más. Solo su amor por Alfredo da sentido a las cosas.

Entonces recibe un mensaje inesperado de Germont informándole que contra todo pronóstico Alfredo ha sobrevivido al duelo, pero ha perdido interés por la vida, se ha ido de París a vagar por el mundo. El padre cambia de opinión conmovido por todo lo que sucede, es consciente del error de encausar la vida sexual de su hijo adulto. También redacta una nota dirigida a él contándole la verdad, le pide perdón y le ruega que vuelva a acompañar a Violetta en sus últimas horas.

El encuentro de la parejita es dulce. Está abatida. Y él, negándolo todo, ofrece cuidarla y protegerla para siempre. Pero ella lo saca de su inocencia, le recomienda que cuando se recupere del pesar que le causará su muerte encuentre a una mujer para amar, alguien que sepa quererlo con devoción. Y llega el momento definitivo: Germont, Alfredo, Annina y el doctor Grenvil rodean a Violetta, ahora ellos son su familia, y con amor hasta morir es bueno.

Así termina La Traviata.

En esta historia de amor prohibido por el padre, primero Verdi dibuja un cuadro sustancioso de las angustias pregenitales ante las ansiedades genitales con regresión defensiva a la fase fálica y manifestaciones histéricas (Grier, 2011; 2015). Al principio él abusa de la cortesana, la considera indigna, y este es el origen de la tragedia. Ahí se plantea el conflicto edípico con poder, sometimiento, rivalidad, y luego con identificación, ternura, reparación. Después se elabora el complejo de Edipo ante un padre cálido, trasformado, que cumple con su función atávica de ser el límite, a la vez que es amoroso, falible, comprensivo. De modo que los personajes de La Traviata alcanzan un parricidio simbólico, no concreto.

Descubrir la sexualidad de los padres es un desastre para Alfredo. Se trata de la escena primaria en las palabras de Freud, de una situación edípica, en las de Klein, y del cambio catastrófico para Bion. Entonces busca a una mujer ajena a la familia, pero también prohibida. ¿Y quién mejor que una cortesana? Toma a Violetta mientras odia fanáticamente a su madre edípica, quien pasó de ser su dulce amor a la más abyecta de las prostitutas, una seducción cínica de la que él mismo es víctima, pues en ella parecería tomar una posición más madura al renunciar a la sexualidad con su madre, pero en realidad perdura su rencor, escogiendo a una mujer devaluada. Un giro del inconsciente que Freud ya había explorado en 1910.

Pero también Verdi rastrea la trayectoria edípica de la niña. Al principio la vida sexual de Violetta es una defensa. Es una mujer promiscua y frívola que goza sin medida. El libertinaje se palpa en la música erótica y exuberante del primer acto. La histeria es la sexualización de todo excepto el genital (Bollas, 2000). Hasta que en relación con el padre amoroso y consistente asume la genitalidad: no sin dudas y angustias elabora su anhelo de pene, en lugar de la envidia del pene. Y en la ópera hay un momento en que el tiempo se detiene en el tercer acto, un pezzo concertante, en que domina un sentimiento trágico: algo o alguien se ha perdido, hay una crisis. Este es un episodio musical en que se presenta una situación semejante a lo que sucede cuando en la sesión analítica el tiempo se detiene, y aparece algo diferente, a veces contradictorio, disonante, de todos modos, algo que puede expresarse y explorarse. La realidad material rompe el sortilegio narcisista mediante la enfermedad, las limitaciones económicas y la ley del padre. Parafraseando a Roger Money–Kyrle (1968; 1971), ante los ojos compasivos de Germont, ella descubre, junto con Alfredo, los hechos de la vida: estamos separados en el tiempo y el espacio, somos individuos, habitamos nuestro propio cuerpo; somos producto del coito de nuestros padres, hay diferencias generacionales; necesitamos y dependemos del otro y el límite de la vida es la muerte. Este es el principio de realidad, que, por supuesto, tiene todo que ver con el cuerpo.

Por último, La Traviata también trata el complejo de Edipo desde la perspectiva del padre. Germont pasa de ser el tirano poseedor de la verdad, los recursos y las hembras, que además no las valoraba demasiado, y se transforma en un señor maduro y cariñoso y reflexivo. Es sabio. Fue un buen hombre de cama, pero ha superado la etapa reproductiva y con el tiempo encuentró la paz sexual, elabora la envidia por la sexualidad juvenil ostentosa. Con su presencia solidaria hace llevadero el tránsito edípico de Alfredo y Violetta. Pero también es edípica la inseguridad que produce la preocupación del padre por la hermana, por la rivalidad, otro elemento importante pues el hijo es capaz de vivirla, mientras el papá le ayuda en lugar de reprimirlo, dándole la oportunidad de llorar a sus padres amados, y luego repararlos.

El foco de esta obra es el cambio psíquico. Alfredo, Violetta y Germont elaboran el complejo de Edipo de manera esquizoparanoide hasta alcanzar el estoicismo de lo depresivo, ya sin manía ni otras formas de la negación, con reparación luego de sufrir. En la posición esquizoparanoide predomina la agresión. Al estilo de Tótem y Tabú de Freud de 1913, el padre impone su poderío, intimida, entonces el Edipo se elabora en apariencia, en el hijo perdura el anhelo de venganza por su avasallamiento. Construye con el padre una relación de sumisión con una paz costosa y frágil, llena rencor y de deseo de recuperar sexualmente a la madre edípica, liquidando al padre.

En cambio en la posición depresiva las manos firmes y comprensivas de Germont lo llevan al mundo de la tozudez de los hechos inaplazables, y logra la verdadera elaboración del complejo de Edipo. La identificación proyectiva madura en relación con el reverie del padre, introduciendo al hijo en el mundo concreto del tercero, lo finito. El niño aterrorizado requiere de un objeto continente, otro ser humano que responda, mientras redobla sus esfuerzos por liberarse. Se resiente, claro, pero no lo reprime, hace consciente su deseo de venganza, un anhelo amargo, pero sincero. Y la madre deja de ser una víctima de la tiranía del padre, pues ella lo ama. Información dolorosa para el hijo: es una traición, lo ha dejado de lado impotente, humillado, pero también se siente culpable por odiar a sus padres amorosos, al fin y al cabo, de ellos depende. Al elaborar esta situación tremenda llega a un conocimiento más pleno de sus verdades esenciales, entonces los padres son una pareja amorosa y, al internalizarlos, se hace fuerte, adquiere autonomía para construir de manera creativa sus propios vínculos. Es pequeño, pero crecerá, se desarrollará al reconocer y amar al padre sin sometérsele.

Por otro lado, Violetta y Alfredo son el idilio primigenio que recrea el placer insuperable del narcisismo primario que Freud describió en 1914, es el enamoramiento antiedípico, etapa inicial ineludible que antecede lo genital. Tal vez por eso los enamorados siempre exageran. En La Traviata aparece la nostalgia perenne de recuperar ese tipo de narcisismo que se opone a lo edípico, pues inexorablemente desdibujará el jardín del Edén que habitaban la madre y el bebé. Es la urgencia de encontrar el objeto materno que se encarga de las necesidades del niño con tal perfección que no es consciente de ellas ni de la existencia de su mamá, embeleso que vivieron por un tiempo cuando no se concebía el padre. Es la añoranza universal de la dependencia mitológica de un objeto idealizado que coexiste al mismo tiempo, y sin contradicción aparente, con el odio por la noción de que este también es un objeto separado, autónomo.

Es el enamoramiento, esquizoparanoide, con escisión, identificación proyectiva masiva, idealización y negación, hasta que se alcanza la posición depresiva, el amor maduro. Entonces los personajes de la ópera aprenden a hablar un lenguaje compartido, se afectan entre ellos con una identificación proyectiva madura que comunica. Se ve en que poco a poco sus estilos musicales convergen en la medida en que se acercan y se alejan, pero siempre en el sentido del desarrollo (Rusbridger, 2013). Hasta que al final se quieren, se cuidan y el sexo ya no es una defensa frente al amor.

La relación con el arte en general es intersubjetiva, pues el público aporta su perspectiva para acabarla al darle significados, y este es el modelo fenomenológico de la teoría de la apreciación del arte. Después de todo la intersubjetividad no es un concepto autóctono del psicoanálisis, es un enfoque proveniente de esta escuela filosófica.

Escogí La Traviata para este trabajo por razones sentimentales. Cuando era niño, identificado con mi padre aprendí a disfrutarla. Y ahora, al redactar estas palabras, pienso que seguramente la toleraba hasta El Brindis, un aria vivaz interpretada por toda la orquesta y un coro populoso. Luego me distraía, jugaba o dormía. Me parece que este es un artilugio del compositor para cautivar el aspecto infantil del público.

Con los años, en la adolescencia, me encontré con Alfredo: me parecía irritante que fuera tan dócil frente a la autoridad de Germont. ¿Qué iba a saber el padre sobre el amor? Y al entrar en la facultad de medicina, me pareció revolucionaria la idea de que las mujeres pudieran tener libertad sexual. Llegué a la conclusión inapelable de que La Traviata era un manifiesto que las reivindicaba. Una denuncia sesuda a la ética judeocristiana y timorata ante la opresión machista y milenaria de la libre sexualidad de la mujer. Era la voz de protesta del pueblo en contra de los valores retrógrados y opresivos que solo servían a los intereses del establecimiento, en especial del clero y de egoístas capitalistas.

Ideas que se arraigaron todavía más en mi cuando aprendí que Verdi nació en una Italia dividida, y llegó a ser el músico extraoficial de la causa patriótica. Su ciudad natal, Busseto en el ducado de Parma, por ejemplo, se encontraba en territorio francés, pues era una colonia que había sido conquistada por Napoleón. Y aún hoy, Córcega pertenece a Francia. Así es que, aun cuando Verdi era italiano, también llegó a ser extranjero mientras vivió en Milán, puesto que esta era una región dominada por Austria. Sus óperas se consideraron nacionalista, y siempre fue sospechoso para la censura, hasta que por fin los patriotas establecieron una Italia unida e independiente, con la excepción del Estado Papal, claro está, bajo Víctor Emmanuel II, Rey de Cerdeña. En el siglo XIX la ópera era la principal forma de entretenimiento en el país, y él llegó a ser un célebre compositor. Sus obras lo consagraron para siempre como estrella en el firmamento operático, y adquirió renombre internacional, trabajó en París y Londres, y hasta consideró la posibilidad de hacerlo en Estados Unidos (Hussey, 1976; Budden, 2008).

Más adelante, cuando me casé, llamó mi atención la puesta en escena en esta ópera de la tendencia universal del enamoramiento a transformarse en amor maduro, con el duelo que eso implica, fue la época en que entendí el significado de la expresión “el paraíso siempre se ha perdido”. Y poco después, cuando nacieron mis hijos, sucedió algo increíble: me identifiqué con Germont. Me pareció razonable que el padre interviniera en la vida sexual del hijo, al fin y al cabo, el corazón juvenil es veleidoso.

Luego, cuando me hice psicoanalista, mi percepción cambió todavía más. Pude ver que el motivo dominante en La Traviata, temática que se mantiene en veinticuatro de las veintisiete óperas de Verdi, con la excepción de Oberto, Simón Boccanegra y Aroldo, es que la tragedia empieza cuando aparece el padre. La desgracia proviene de su intervención en la vida del hijo, y, lo más interesante, en medio del conflicto edípico, en una suerte de vendetta, condena a la figura paterna a sobrevivir con el peso de las consecuencias terribles de sus actos nefandos. Castigo mucho más severo que la muerte. El parricidio es simbólico, y sobrevive con las consecuencias de sus actos. En cambio, la madre es ausente, a lo sumo se infiere. Aparece, por ejemplo, en El Trovador, donde mientras el héroe mantiene la rivalidad con el vengativo y tiránico padre, todo se desenvuelve ante la mirada impávida de la madre edípica pasiva, rencorosa, enferma, manipuladora, mentirosa.

Y ahora que mis hijos entraron en la adultez temprana, me parece que Germont es un viejo dulce, sano, con capacidad de aprender a partir de la experiencia. Un espíritu sensible que se conmueve con el sufrimiento, cuya relación con la muerte, me refiero a la propia y la de quienes lo rodean, se ha trasformado de un elemento traumático en un aspecto inevitable de la vida, que en todo caso angustia por lo impredecible y lo desconocido. Pero también, con los años de ejercicio del psicoanálisis y de estudio fascinado de la intersubjetividad, encuentro interesantísimo cómo a lo largo de mi vida he visto versiones tan disímiles de La Traviata, y quién sabe qué me deparará el futuro en relación con ella.

Esta ópera se estrenó en el Teatro Fenice en Venecia en 1853 con un recibimiento frío por parte del público. Es una obra de metaliteratura basada en La Dama De Las Camelias de Alejandro Dumas, hijo, obra que ya había sido escandalosa en París, pero no por eso la ópera dejó de causar revuelo en Italia. Al principio fue muy comentada y censurada, pues se alejaba de los temas aceptables para esta clase de producciones. Además, las autoridades exigieron que situara la trama a principios del siglo XVII, evitando coincidencias con la actualidad de la época. Solo la acogió la crítica cuando Verdi terminó de retocarla un año más tarde.

La obra pertenece al periodo medio del compositor, junto con Rigoletto, El Trovador y Luisa Miller, composiciones refinadas en sus personajes y la música. Sucede que la ópera italiana en general se ocupaba de la vida de la nobleza y de personajes mitológicos, como en el caso de la obra de Rossini, pero Verdi junto con Donizetti y Puccini, entre otros, iniciaron el verismo: una tendencia novedosa con obras que representan la vida de la gente común y corriente (Hussey, 1976; Budden, 2008; Rusbridger, 2008; Grier, 2015).

Anotaciones que nos ponen en el centro de la discusión acerca de la creatividad, y de si existe alguna posibilidad de originalidad a través de la sublimación. ¿Acaso puede de elaborarse el Nachträglichkeit? Especulo que pocos argumentarían que la compulsión a la repetición hace imposible reparar, entonces La Traviata sería simplemente La Dama de las Camelias con nuevas vestiduras. Pero un grupo que sospecho es mayoritario esgrimiría la idea de que sí hay posibilidades de reparar y simbolizar y sublimar, de manera que esta ópera es una obra novedosa en la que pueden reconocerse sus raíces en el drama de Dumas.

Resulta que la idea de la sublimación le servía a Freud para describir su teoría acerca de la creación artística (Civitarese, 2016). Pero el concepto adolece de cierta vaguedad: ¿se vincula solo con la pulsión sexual o también sirve a tánatos, es un mecanismo de defensa, tiene utilidad clínica? Se relaciona con el duelo y la reparación inicial. Sublimar, que incluso se considera sinónimo de abstinencia, es la capacidad de transformar un impulso sexual en uno no sexual con nueva finalidad y objeto, finalidad cercana a la inicial, pero que ahora es inobjetable y valiosa. Sin embargo es un recurso elitista perteneciente a las mentes privilegiadas de algunos genios, como Verdi, por ejemplo, quien era un niño prodigio de la música.

Luego con Klein apareció la idea de que la simbolización está en la base de la sublimación y de todos los talentos en general. Entonces las cosas, actividades e intereses a través de la ecuación simbólica se vuelven sujetos de fantasías libidinales. Y más recientemente, Roussillon planteó que la sublimación no es un mecanismo de defensa, es la gratificación de un deseo que surge frente a la ausencia. Y explica el placer de vivir desde el interior. La considera una idea afín al objeto transicional de Winnicott. Entonces la sublimación enriquece el concepto de simbolización en el proceso de la construcción de la subjetividad y la intersubjetividad por ser un fenómeno social, cuya raíz está en la creatividad del reverie de la relación madre bebé. Así, la sublimación se hizo democrática, ahora depende del ambiente y de las relaciones objetales primigenias. Claro que detractores de esta postura insisten en que con este nuevo enfoque el concepto pierde su capacidad para explicar lo extraordinario del descubrimiento científico y la creación artística.

Y la mente, incluso la del analista, se da en relación con los demás, ya lo dijimos. La sublimación es un proceso que integra lo emocional y lo intelectual, lo lógico y lo sensorial, lo racional y lo intuitivo, el pensamiento y lo físico. Así la creación es una metáfora de la elaboración que construye al sujeto capaz de pensar a la vez que habita su propio cuerpo, creciendo, madurando, es el proceso de volverse persona y de integrar lo psicosomático, manteniendo lo auténtico. Así que la sublimación sí es la salida conceptual, y, por supuesto, está presente en la construcción inacabable de la identidad analítica.



Referencias

Bollas Ch (2000). Hysteria. London: Routledge.
Brainsky S (1997). Psicoanálisis y creatividad, más allá del instinto de muerte. Bogotá: Editorial Norma S.A.

Budden J (2008). Verdi. Oxford University Press, edición electrónica.

Civitarese G (2016). On sublimation. Int J Psychoanal Doi: 10.1111/1745-8315.12530

Freud S (1910). A special type of choice of object made by men. SE 11: 163-76.

Freud S (1912-13). Totem and taboo. SE 13: ix-162.

Freud S (1914). On narcissism: an introduction. SE 14: 67-102.

Grier F (2011). Some thoughts on Rigoletto. Int J Psychoanal 92: 1541-59.

Grier F (2015). La Traviata and Oedipus. Int J Psychoanal 96: 389-410.
Hussey D (1976). Verdi, Giuseppe. En: Encyclopaedia Britannica. Chicago: William Benton, Publisher. 19: 82-84.

Metz (1977). The imaginary signifier, psychoanalysis and the cinema. Bloomington: Indiana University Press, 1982.
Money-Kyrle R (1968). Cognitive development. En: The collected Papers of Roger Money-Kyrle. Strath Tay: Clunie Press, p. 416-33.
Money-Kyrle R (1971). The aim of psychoanalysis. P. 442-9.
Rusbridger R (2008). The internal world of Don Giovanni. Int J Psychoanal 89: 169-78.
Rusbridger R (2013). Proyective identification in Othello and Verdi’s Othello. Int J Psychoanal 94: 181-94.


Dirección de correspondencia:
Santiago Barrios Vásquez
Avenida 127 # 21-60 (205), Bogotá, Colombia
Teléfono 6157599
Correo electrónico: santiagobarriosvasquez@gmail.com






[1] Miembro Titular Sociedad Colombiana de Psicoanálisis

[2] Este es el texto que leí en Cali en las “IV Jornadas, Violencia, Creatividad y Sublimación”. Se trata de una versión redactada específicamente para esa ocasión, y que luego, al incluir otros detalles de esta investigación, será publicada en una revista psicoanalítica internacional.


viernes, 28 de noviembre de 2014

Verdi y el Parricidio


En las veintisiete óperas de Giuseppe Verdi (1813-1901), uno de los grandes compositores de este género, el motivo dominante es que la tragedia empieza cuando aparece el padre. La desgracia proviene de su intervención en la vida de los hijos, y, lo más interesante, en medio del conflicto edípico el parricidio no es concreto como sucedió con los personajes de Fiodor Dostoievski, en una suerte de vendetta Verdi condena a la figura paterna a sobrevivir con todo el peso de las consecuencias terribles de sus actos nefandos. Castigo mucho más severo que la muerte. Este trabajo de psicoanálisis aplicado que aquí empieza gira alrededor de la noción de que el público de las óperas de Verdi se conmueve al identificarse a partir de su propia tragedia edípica, al fin y al cabo, el arte comunica porque el usuario de la obra se identifica con ella, por así decirlo, se ve reflejado como en un espejo. Y para el neurótico promedio el parricidio es un acto simbólico, acto mucho más terrible y complejo que el parricidio material, después de todo, si no se elaboran los conflictos inconscientes el penar perdurará durante toda la vida, y en virtud de la compulsión a la repetición sus consecuencias se reflejarán en las relaciones objetales venideras, pues el complejo de edipo es la experiencia central a la hora de estructurar el pensamiento.

En Rigoletto, por ejemplo, el Duque de Mantua es un soltero empedernido entregado a la regularidad de sus hábitos irregulares, un tipo de ambiente. Resulta que inadvertida e inesperadamente se enamora de la muy dulce e inocente Gilda, la hija única y la alegría de Rigoletto, el bufón de la corte, un sujeto amargado y deforme y envidioso. Cuando el padre descubre que la niña de la casa está en conversaciones con Mantua, de quien sospecha ya la ha despojado de su honra, se lamenta del infortunio, canta Ah! solo per me l’infamia, en esta aria maravillosa el bufón consternado se pregunta por qué la infamia solo le toca a él. Enloquecido de dolor decide tomar cartas en el asunto: evitará que el indeseable se convierta en su yerno, contrata al sicario Sparafucile para liquidar al atrevido. Además le muestra a Gilda, desde la distancia, cómo el Duque, por una parte, seduce a Maddalena, la hermana del asesino a sueldo, quien además funge como su asistente, y por otra, canta un aria estupenda, machista y cínica, sí, pero también inolvidable y hermosa, se trata de La donna e mobile, es decir, la mujer es voluble. En ella divaga risueño sobre cómo las damas son veleidosas como una pluma al viento, cambian con facilidad de estado de ánimo y de manera de pensar: así como son bellas y adorables, son confusas, lloren o rían, de manera que siempre sufrirá quien las tome demasiado en serio, y jamás será feliz quien no haya probado sus delicias. Pero resulta que Mantua era un consentido de las mujeres, entre muchos encantos tenía el don de la elocuencia y era divertido, entonces en Maddalena empieza a florecer cierto cariño hacia él, está enamoradisca. Y mientras Rigoletto enceguecido de la ira le da instrucciones precisas a Sparafucile, no se da cuenta de que Gilda lo está oyendo tramar el atentado en contra del Duque. Ella, enamoradísima, decide secretamente tomar el lugar de su amado para salvarlo, así él sea un desalmado, y a expensas de su vida propia. Mientras Maddalena, al rato, le implora a su hermano que no mate a Mantua, que más bien engañe a Rigoletto fugándose, al fin y al cabo, ya le pagó. Pero el asesino a sueldo tiene ética, se niega a aceptar la propuesta. En cambio conciben la idea de matar a la primera persona que entre en la taberna a la hora acordada y luego le entregarían ese cadáver al bufón entre un saco. Llegado el momento de la acción, Sparafucile no nota, ni le importa, que Gilda ha llegado en lugar del Duque de Mantua, sigue adelante con el plan, y la apuñala. Pero casi de inmediato Rigoletto descubre que el ardid ha fallado al escuchar al Duque cantando despreocupado La Donna e Mobile. Tiene un mal presagio. Destapa el saco que le entregó Sparafucile. Descubre horrorizado que se trata del cuerpo agonizante de su hija, quien ahora canta entre los brazos incrédulos del padre filicida, V´ho ingannato, copeovole fui, o sea, te engañé, la culpa es mía. Un aria tremenda en la que con el último hálito de vida le pide perdón y la bendición a su papá para poder ir al cielo. Hasta que por último cae el telón señalando el final de la ópera, mientras Rigoletto llora inconsolable sobre el cadáver tibio de su hija asesinada a manos del sicario que él mismo contrató.

Elegí Rigoletto como ejemplo inicial en este ensayo, porque es la ópera de Verdi que más me gusta. No tanto porque según los expertos se trata de una producción de 1851, en la que hubo progreso decisivo en cuanto a la coherencia formal. Puso el énfasis en las arias por encima de los recitativos -es decir, las secciones de diálogo semejantes a una conversación que contribuyen al progreso de la narración-, el logro técnico consistió en que les dio nuevas cualidades desde el punto de vista lírico y melódico, además las aligeró y les quitó rigidez formal, articulándolas sin que se les noten las costuras con el resto de la obra. Pero también en esta ópera hizo que el interés musical girara sobre una serie de dúos cuyo apogeo es el famosísimo cuarteto, o mejor, la coincidencia dos dúos, Gilda y Rigoletto, por un lado, y el Duque de Mantua y Maddalena, por el otro. ¡El ingenio de Verdi es innegable!

Al aplicar el lente psicoanalítico a la trama de esta ópera puede verse que el compositor se fascina con la moral y las buenas costumbres, tema edípico por excelencia. Experimenta con la noción de qué sucedería si desafiara el establecimiento, qué pasaría al poner a prueba la ansiedad de castración. La figura de Rigoletto, el padre, es de contrastes: es un hombre sufrido, bondadoso y bien intencionado, solo quiere proteger a su familia, pero es ambivalente, está poseída de un egoísmo ilimitado y una tendencia destructiva poderosa, ejerce la tiranía de los buenos motivos y es incapaz reconocer en el otro un individuo independiente y autónomo, irrespeta a los demás. En esta ópera es evidente la necesidad de amar y ser amado, puede reconocerse la capacidad de sacrificio: el Duque Mantua está enamorado por primera vez en su vida,  ama a Gilda, quien a su vez es capaz de dar su propia vida a cambio de la de su amorcito, además Maddalena, en medio de todo, es una mujer de buenos sentimientos, mientras que Sparafucile tiene moral. Por otro lado, en su faceta tanática, también comparten el escenario elementos violentos, homicidas y egoístas, con una sexualidad polimorfo perversa, narcisista, promiscua y fálica, aun cuando en pleno proceso de búsqueda del reposo de la madurez en pos de una sexualidad genital, adulta, entregada, exclusiva, definitiva, tolerante de la diferencia, con las angustias que supone elegir un objeto de amor que, aun cuando exogámico, es de raíz edípica. Por último, figura la epistemofilia, esta tragedia está ligada al descubrimiento de la verdad, la búsqueda del conocimiento de la adultez. Conjeturo que Verdi tuvo esta misma lucha interna, como cualquier otro neurótico, de modo que su tendencias amorosa, destructiva y el deseo de saber, también se translucen en esta ópera, después de todo, como es sabido, en su personalidad había elementos de sadomasoquismo, pues era irritable, rencoroso, vengativo y muy exigente, pero también tenía una vida emocional intensa que se debatía entre la disposición perversa y el don artístico. Sentía culpa, no renunciaba del todo a la contrición ni a la creación, en últimas, pecaba simbólicamente en su obra. Los personajes de Verdi no son completamente buenos ni malos, él era un estudioso de la condición humana, y seguramente por eso llegó a ser el maestro del drama musical..

Por el otro lado, en Il Trovatore -es decir, el trovador, una ópera de 1853-, la acción ambientada en España es violenta y heroica, cuenta con música poderosa. Esta es una obra interesante desde el punto de vista del análisis que traemos hasta acá, porque toca el tema de la madre a la vez que mantiene la rivalidad con el padre vengativo y tiránico. La trama se desenvuelve ante la mirada impávida de la figura materna pasiva, sometida, rencorosa, una gitana senil y enferma y manipuladora de nombre Azucena. El Conde de Luna, padre, aseguró que una gitana embrujó e incineró a su hermano menor, por ello la condenó a la hoguera, y en el momento de la inmolación ella le ordenó a su hija, Azucena, que vengara su muerte, lo cual hizo raptando al hijo menor del Conde, y luego lo convenció de que también lo había quemado. Entonces en su lecho de muerte el Conde le pidió a su hijo mayor que vengara la muerte del niño. Con los años, se llega a saber la verdad a través de las vicisitudes de un triángulo amoroso entre el trovador, Manrico, y el Conde de Luna, hijo, los dos aman a Leonora, aun cuando ella se inclina definitivamente por el tierno y desposeído Manrico, sus únicas posesiones mundanas son su laúd y sus trovas fascinantes. Mientras los gitanos cantan el bellísimo coro del yunque, Vedi le fosche notturne, en español, ved, el cielo infinito lanza su oscuridad, Azucena yace en su lecho mientras le cuenta a Manrico que no es su hijo, que es el menor del Conde de Luna, padre, y que accidentalmente incineró a su propio hijo. El trovador ama a Azucena como si fuera su madre biológica, siempre fue leal y amorosa, pero también descubre que su hermano mayor, el vicario del padre por ser el primogénito y el heredero del título, ahora es su enemigo a muerte a causa de un lío de faldas, lo cual explica la fuerza sobrenatural que le impidió matarlo. Además se entera de que su amada cree que ha muerto, y se recluirá en un convento esa misma noche para ofrecer lo que le queda de vida, poco o mucho, al servicio de dios. Azucena le ruega a Manrico que la olvide, pero no tiene fuerzas suficientes, y él, terco, enamorado, corre a buscarla. Y llega oportunamente para impedir que el Conde de Luna y a sus esbirros secuestren a Leonora, mientras el villano canta el aria Il balen del suo sorriso per me ora fatale, es decir, la luz de su sonrisa, hora fatal de mi vida. A continuación el Conde opta por la alternativa de raptar a Azucena para luego quemarla en la hoguera, convencido de que ella mató a su hermano menor y es la madre de Manrico. Entre tanto, Leonora y Manrico saborean la dulzura de sus románticos amores, nada más en el mundo les interesa, hasta que le cuentan al trovador todo lo que ha sucedido, la situación se vuelve tensa, Leonora se desmaya, un patatús a causa de las emociones tan fuertes, y él va a rescatar a Azucena. Pero todo sale mal. Entonces el Conde captura a Manrico. Ahora es Leonora quien intenta liberarlo. Le implora piedad al Conde de Luna, y le ofrece entregársele a cambio del trovador, aun cuando en secreto bebe el veneno que lleva en su anillo para morir antes de consumar el matrimonio. Esperando la ejecución,  Manrico calma a Azucena. Cuando por fin la anciana se duerme, Leonora se le acerca a él, y le dice que está libre. Pero no quiere irse sin ella, la ama. Entonces ella le cuenta que ha tomado veneno para mantenerse fiel a él. Hasta que, entre sus brazos, agoniza mientras canta Prima che d’altri vivere, que significa, antes que vivir como la mujer de otro. Ahora el Conde encuentra a su amada muriendo abrazada de su rival. Lo manda matar. Y para cuando Azucena despierta, el malvado le muestra con aire victorioso el cadáver de Manrico,  a lo que la anciana responde cantando extasiada y triunfante, Egli era tuo fratello, era tu hermano, vengando así la muerte de su madre, y el Conde contesta con el aria final de la ópera, E vivo ancor, es decir, y debo seguir viviendo.


Según la nota introductoria que James Strachey redactó para Dostoievski y el Parricidio, este artículo está dividido en dos partes: la primera tiene que ver con las ideas de Sigmund Freud sobre la personalidad de Dostoievski, además de los ataques epileptoides, toca su actitud ambivalente hacia el complejo de edipo y su pasión por el juego, al fin y al cabo este artículo se publicó en tiempos de psicología monopersonal, cuando el psicoanalista era experto en la mentalidad del paciente. También incluye la primera discusión sobre histeria desde sus publicaciones más tempranas, y plantea su perspectiva tardía a propósito del complejo de edipo. Pero, sobre todo, Strachey insiste en que con este artículo Freud tuvo la oportunidad de escribir sobre un novelista que admiró enormemente. De todos modos, las reflexiones de este trabajo de psicoanálisis aplicado que usted tiene ante sus ojos en este momento, surgen de ese texto freudiano y luego seguirán la ruta teórica postkleiniana, inglesa, del siglo XXI, al fin y al cabo, el conocimiento psicoanalítico ha seguido en continuo desarrollo. Así que con este mapa conceptual terminado solo resta redactar el artículo completo.