Considere lo siguiente: el argot de la salud mental es de uso común en el lenguaje coloquial; se emplea como crítica, en el mejor de los casos, y lo más habitual es utilizarlo peyorativamente, incluso como insulto y burla. Son frecuentes expresiones del estilo de “eres egoísta, te lo digo por tu bien”, o, “eres insufrible, tenlo en cuenta para tu próxima relación”. Las personas hablan sobre el funcionamiento mental de los demás como si fueran expertos en la mentalidad del otro, tal vez con la esperanza de que con sus observaciones anticiparan conductas, controlaran la relación.
Y me parece que este es un fenómeno único entre las disciplinas de la salud, casi sin antecedentes en el resto de la jerga de la ciencia médica. Salvo en el caso de 'gonorrea', que en su acepción coloquial sirve para maldecir al infortunio, "¡qué gonorrea, me robaron!", o también puede emplearse como sustantivo, "¡gonorrea, haga fila!". Así mismo, hay quienes insisten en que una joven angustiada y malhumorada, “está premenstrual”, y si es mayorcita, “está menopáusica”. Todo esto sin dejar de lado el uso corriente de algunas expresiones anatómicas, como: “mi marido es un güevón”, “qué película tan cula” y “mucha teta, no vio el otro carro y se estrelló”; así como otras de corte más bien fisiológico, “qué cagada, nos perdimos”.
Pero, insisto, el universo semiótico de la salud mental es especial, y muy apetecido en la calle. Para decir, por ejemplo, que alguien es enclenque y apocado, lo llaman ‘acomplejado’; para referirse a una mujer temperamental y vehemente se utiliza el adjetivo ‘histérica’, mientras que para un señor furioso e impaciente se usa ‘neurótico’; y para nombrar a alguien que se conmueve con las cosas se dice 'bipolar'. Además para describir al enamorado disfrutando de los mimos de la amada, se diría: “es un caso de complejo de Edipo”. Por otro lado, en la comunidad, ‘manía’ es una maña, un resabio; al cabo que ‘trastorno’ es un vahído. Una mujer pudorosa a la hora de expresar sentimientos, “es frígida”, mientras ‘estrés’ significa angustia y ansiedad en especial en relación con las finanzas y el trabajo. A una persona meticulosa y ordenada, cumplida y precisa, pulcra y limpia, se le dice, “tiene un TOC, un trastorno obsesivo compulsivo”, y para nombrar a alguien que se distrae con facilidad, “tiene déficit de atención”, e incluso hasta, “es hiperactivo”. A la vez que si está insatisfecho con el trabajo afirma: “me hacen bulín en la oficina”. Sin dejar de lado, ‘bruto’, ‘idiota’, ‘bestia’ y ‘burro’, que se consideran sinónimos de ‘retrasado mental’, términos agresivos que se emplean para expresar la ira de una persona que se siente incomprendida, que no le obedecen, así como para decir que una persona le parece demasiado cándida. Y si “está alcoholizado”, le gusta el licor y la parranda, una expresión que puede utilizarse como atributo o defecto, todo depende del contexto en que se emplee este adjetivo. Por último, nada es más interesante que la vida sexual de los demás: para una mujer fácil se usa la palabra ‘zunga’, mientras que para un hombre infiel, ‘perro’.
Las palabras de la salud mental fascinan, describen la vida cotidianidad. Pero decirle a alguien que su padecimiento es psicosomático equivale a insultarlo y trivializarlo, a subestimar la importancia de sus síntomas, a llamarlo mentiroso y simulador, teatral y manipulador. Aun cuando la mente apasiona, los diagnósticos aterran. Aluden a la esencia de las personas. Temas interesantes desde siempre. Sócrates, por ejemplo, decía, “conócete”; para él la verdad estaba en el interior de cada uno, y la única manera de conocerla era a través de la reflexión y la introspección hasta encontrar la virtud que yace en el interior de cada cual, sin ser evidente. Por ‘virtud’ se refería a la habilidad, a la destreza, a la verdad personal, a lo que satisface a cada uno a su manera; al virtuosismo del pianista, por ejemplo.
Aún así, nuestro argot tiene algo especial que lo hace materia prima del sarcasmo. Pero quién decide que estas palabras sean oprobiosas. Que rara vez se utilicen para elogiar, salvo en el caso de vocablos como ‘maduro’ y ‘sano’, y en el de los extranjerismos ‘acertivo’ y ‘reciliente’, palabras que se emplean más bien como valores e ideales persecutorios. Por lo general los vocablos de nuestro oficio se utilizan en la calle para insultar y criticar, para burlarse y ridiculizar. Aluden al funcionamiento íntimo, inconsciente, violan la privacidad. Sugieren defectos, síntomas mentales, lo cual supone equivocadamente que la persona es débil, incapaz, mediocre, peligrosa, y hasta inescrupulosa.
Ni qué decir de la voluminosa literatura de autosuperación. Pero no me malinterprete, no tengo nada en contra de la autoayuda, es solo que no he logrado publicar ni un solo libro de este género tan apreciado en la comunidad. El atractivo de estas obras está en que se refieren a la mente de una manera amigable con el enfoque gringo de hágalo-usted-mismo: “así como será un plomero, o un electricista, excelente después de leer este libro, de la misma manera podrá solucionar sus problemas mentales con solvencia”. Describen, verbigracia, “la crisis de los cincuenta, los nuevos treinta”, una situación que se presenta cuando un hombre, luego de al menos dos décadas de matrimonio estable, y con hijos, decide divorciarse para irse a vivir con una más joven. Otras publicaciones, por cierto un poco feminista, aseguran que los hombres aman a las cabronas; mientras que las mujeres que aman demasiado son bobas, se labran sus destinos infelices como víctimas de los hombres.
Y el duelo está de moda, pero no hay sorpresa en ello, la vida implica reveces y pérdidas. Hay innumerables libros que ofrecen la vacuna contra el sufrimiento, con el mensaje latente de que entristecerse es indeseable, no hay que dejarse llevar por el sentimentalismo. Es intolerable que alguien esté triste, porque murió su mamá, ha envejecido, o un hijo se fue a vivir al exterior, por ejemplo. La gente siempre debe ser feliz. Hay que dominar los sentimientos, y tomar decisiones racionales, seguir adelante como si nada hubiera pasado. Existen en el mercado, verbigracia, obras que prometen la fórmula para superar el dolor de los cuernos y de los amores desairados. Páginas que, en suma, aseguran que quien es valeroso lucha para volver a ser feliz. Sugieren destruir los recuerdos, arrasando las memorias con ellos: proponen devolver regalos, romper fotos y cambiar la habitualidad, todo con tal de evitar pensar en el que se fue, y, por supuesto, jamás regresar a los sitios que frecuentaban; borrar los números telefónicos del que partió y desterrarlo de las redes sociales, no hay que sucumbir a la tentación de llamarlo, ni se le vaya a ocurrir hacerle inteligencia para descubrir sobre sus andanzas. Apague el radio para no oír música de plancha, pues a los despechados les parece que todas las baladas están hechas a su medida. Viaje, rompa la rutina, cambie de casa, o mejor, váyase del país, a otro continente preferiblemente. La consigna es: “supere los apegos”. También ayúdese con remedios naturales y de la industria farmacéutica, al fin y al cabo la añoranza es un desequilibrio químico del cerebro.
En este mundo globalizado hay información de toda clase. La Internet y los medios de comunicación son fuerzas de transformación cultural que también se reflejan en el colorido del lenguaje, y fácilmente enseñan el lenguaje de la mente. Gente de todos los pelambres narra, expresa, divulga y relata. El idioma hace parte de los dolores y las alegrías, de los conflictos y los aciertos, de los resquemores y los descubrimientos científicos; así como se usa para negociar, también sirve para rezar. Con él se ama, se odia y se conoce. Todo es palabra. La palabra acompaña a la persona desde que nace hasta que muere, la única forma viable de alcanzar la inmortalidad es expresarse, al publicar, por ejemplo.
Así que la palabra tiene significados que van mucho más allá del uso culto y del empleo profesional que figura en los diccionarios, como en el caso del lenguaje de la mental. Entonces surgen asociaciones particulares en el contexto y la historia de cada cual. Se trata de contenidos impredecibles, inconscientes. Tema que cobra importancia en la relación entre el terapeuta y el paciente, porque el psicoanalista tiene funciones que cambian según el momento trasferencial de las sesiones: hay ratos de idealización y alegría, pero también de odio y envidia, al igual que de curiosidad y deseo de reparar. De manera que el lenguaje de la relación terapéutica es dinámico, y muy particular, todo depende las vicisitudes del momento.
Soy de los psicoanalistas que piensan que es imposible pensar sin el uso de símbolos. No hay que subestimar el poder de la palabra. Así como acerca y crea vínculos, también aleja y confunde, todo depende del uso que se le dé, y de los significados que cada uno construye. El secreto del arte de hablar es, primero, escuchar, de la misma manera en que al leer se empieza a escribir. Quien se atreve a opinar sobre la mente del otro asume una posición de superioridad equivocada. Se atribuye a sí mismo una estatura moral que lo autoriza a señalar, corregir y educar. Así sea por compasión, es insultante decirle a una persona que sus creencias, valores y emociones son síntomas mentales.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Comenta, por favor, aprecio mucho las impresiones del lector.