jueves, 25 de febrero de 2016

La palabra


Redactar textos sin encontrar lectores es como considerarse taxista y no tener pasajeros, como ser un psicoanalista sin pacientes o un cocinero sin comensales, pues todo es relativo a la relación con los demás, eso es lo que define las cosas. De modo que ser un soldado sin enemigos mortales, un piloto sin turistas o un actor sin público, no deja de ser inquietante, e incluso la situación podría llegar al absurdo. Y un filósofo posmoderno diría: “claro, todo tiene contexto, los objetos se diferencian por lo que son, pero también por lo que no son, así que no existe una sola idea que sea la base de todas las demás, ni completamente original”. Al decir “árbol”, por ejemplo, me refiero a un vegetal voluminoso con raíces, tronco, ramas y hojas; pero también al escoger el vocablo ‘árbol’ afirmo que ese objeto no es una flor, aun cuando algunos árboles también florecen, y tampoco es un hongo, una brizna pasto, ni siquiera un cactus; un árbol se refiere más bien un abeto, un sauce, un baobab, un urapán, o cualquier otra especie semejante. 
Alguna vez conversaba con Alonso Sánchez Baute. Comentábamos que al publicar, el texto deja de ser propiedad exclusiva del autor, y pasa a ser del lector que se conmueve y recuerda eventos ya pasados, se ríe y se aburre, se pone de acuerdo y se enfurece, en fin, el usuario de la obra se identifica de una u otra forma con el escrito. De manera que, parafraseando a Pablo Neruda, las palabras no son de los autores, mucho menos de los diccionarios, los textos, ni de las academias de la lengua, pertenecen a quién las necesita. Así las cosas, el autor solo llega a ser espontáneo y libre para expresarse, cuando está convencido de que no tiene nada que perder. Y, en esta misma línea, Paul Auster sostiene que los textos tienen alma, y que crecen cada vez que alguien los lee, o los menciona, incluso cuando los bota, los quema o los regala, ese pasar de mano en mano le da vida a los escritos.
La palabra tiene poder. El pastor cristiano Terry Jones anunció hace un par de años la quema ceremonial del Corán con motivo del aniversario del ataque del Once de Septiembre. Esta idea causó revuelo global. Hubo protestas y arengas en contra de la iniciativa de este hombre de dios, y murieron 20 personas en el frenesí que desataron. Hasta que unos meses más tarde el religioso cumplió con su juicio al libro central de los musulmanes, por crímenes en contra de la humanidad, entonces quemó un ejemplar del Corán. En esa ocasión hubo 30 muertos y 150 heridos en las revueltas que suscitó el ritual. Y hace apenas un mes, soldados norteamericanos también quemaron el Corán en una base militar en Afganistán, generando nuevas protestas que en esta oportunidad dejaron 41 muertos y 270 heridos, junto con un nuevo conflicto diplomático entre Estados Unidos y ese país. No cabe duda, la palabra es sagrada.
Y no es solo el opio de pueblo, ni un instrumento de opresión de la oligarquía, como tantos subversivos han clamado en incontables oportunidades y en muchos escenarios, todo esto porque la palabra también sirve para divulgar ideologías, sistemas de valores y religiones. Claro que hay regímenes que suprimen la libertad de expresión. Sucede que la palabra comunica, por eso, muchos la consideran peligrosísima. Incluso, como todo el mundo sabe, la palabra enamora. Hasta existe la posibilidad del sexo telefónico, según me informaron en mi consultorio, además, como si fuera poco, hay parejas que fueron capaces de mantener el ardor de la pasión por correspondencia, y más recientemente a través de la Internet, hasta el punto de que muchas de ellas llegaron a ser matrimonios de bien, que ahora viven juntos y felices.
De modo que la humanidad pasó de la oratoria, a la palabra escrita, a las telecomunicaciones y a la Internet. Y supongo que muchos entusiastas del papel, como yo, estarán apesadumbrados al saber que la Enciclopedia Británica, que empezó a publicarse en 1768, ha tomado la decisión de suprimir su versión impresa para dedicarse de lleno a su negocio en la web. Las fuerzas del mercado así lo impusieron. Mientras en 1990 vendieron 120,000 ejemplares, en el 2010 a penas llegaron a los 8,000. De manera que en la actualidad menos del 1% de sus ingresos provienen de la versión impresa, el resto se origina de la Internet. Y su competencia más fuerte en esta acometida es Wikipedia, que es gratis y tiene 3,700,000 registros alimentados por la comunidad; claro que la Británica sigue firme, aun cuando cuesta y solo tiene 100,000 artículos, todos están hechos con el rigor de siempre por académicos especializados en cada tema. Así como mi generación es afín al papel impreso, la juventud lo es a los computadores, hay que aceptarlo, los tiempos cambiaron, mi edición de la Enciclopedia Británica, que apareció en 1973, ya no solo tiene valor sentimental, ahora se convirtió en un incunable.
Pero esta no es una diatriba inflamada en contra de la Internet, y a favor del papel impreso. Los blogs tienen vida, así el lector esquivo borre el mensaje anunciando la nueva publicación sin echarle siquiera una ojeada al texto, leyéndolo de manera oblicua para llevarse una idea general sobre el tema de que trata. Así aprendí a hacerlo en un curso de lectura rápida que tomé cuando era adolescente, estaba embrollado con algunas materias en mi colegio de curas benedictinos austeros y meticulosos. En todo caso, como decía, los blogs son textos dinámicos. Y lo más interesante de estas publicaciones es que permiten que los lectores comenten, abriendo la posibilidad de un diálogo interesantísimo. ¡Es como tomarle el pulso al lector! Lo acerca al autor. Al fin y al cabo, la lectura es un acto privado, íntimo, pero no es una actividad solitaria, por el contrario, esas dos mentes se conectan de una manera única.
Sin embargo, no hay que pensar que siempre se trata de una relación apacible y cariñosa. Así como hay comentarios amables, que a cualquiera llenarían de entusiasmo para seguir redactando, otros son críticas constructivas, muy útiles por cierto, porque sacan al autor de sus errores, prejuicios y sesgos, de modo que aun cuando no sea del todo grato recibir estas noticias, es muy recomendable ponerles atención, y agradecerlas. Pero también hay críticas aniquiladoras, con insultos y oprobios, con palabras improcedentes que hasta me da pena citarlas en esta página web, dedicada al arte. Sin embargo, no hace mucho tuve la oportunidad de leer algunas anotaciones de los lectores a las columnas de Santiago Gamboa en El Espectador Punto Com: debo informar que fue aliviador ver la gama de afectos que sus textos despertaron entre el público, allí encontré desde insultos asombrosos que aportaron nuevas palabras a la lengua española, hasta notas de admiración y gratitud.
Y para terminar, como psicoanalista, también valoro la palabra. Es la forma privilegiada de expresarse durante la sesión. Es la manera de simbolizar y representar conflictos inconscientes, así como de construir la biografía de cada cual. Permite hacer catarsis, claro, pero también elaborar y cicatrizar las vicisitudes que tanto aquejan, pues es la vía para hacer los duelos. La palabra no es lo mismo que la cosa en sí, aun cuando afecta a las personas, no tiene un efecto directo sobre los objetos del mundo, por eso el consultorio del psicoanalista es como un laboratorio a donde el analizando pone a prueba su lógica, sus temores, sus pesares, en fin, sus maneras de relacionarse con las personas, con el objeto de comprender esos mecanismos inconscientes y aprender a partir de la experiencia. Así que de la misma manera en que la palabra da libertad, también es el límite del saber humano, y afecta la forma en que se construyen las percepciones, siempre hay versiones, todo es relativo, como ya se anotó.
Resulta que la palabra estimula áreas cerebrales específicas que hacen que el sistema nervioso central de quienes reciben el mensaje funcione como si en efecto ellos mismos estuvieran realizando la acción, percibiendo las descripciones, participando en los diálogos. De hecho, la buena literatura está poblada de personajes que despiertan pasiones entre los lectores que los acompañan a recorrer aventuras increíbles, y todo esto obedece a mecanismo neurofisiológicos que representan la experiencia de leer. Así que los biólogos conjeturan que la elocuencia superó las duras pruebas de la selección natural porque se trata de un rasgo que aumentó la probabilidad de procrear al otorgar la habilidad de relacionarse con los demás, y las demás claro está, pasando el ADN a la siguiente generación, y así cada vez más, el hombre llegó a tener mayores posibilidades para comunicarse y crear el universo con la palabra.

Santiago Barrios Vásquez


15/3/2012

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