Todo el mundo busca equilibrio, satisfacción y tranquilidad,
armonía, solidaridad y seguridad, incluso amor, paz y conocimiento para predecir
y controlar situaciones desafiantes. La Fundación DANA, organización que promueve la investigación
del cerebro y la conducta a través de financiación, publicaciones y programas
académicos, tiene un pequeño periódico mensual que divulga artículos que ya han
salido en revistas y diarios, se llama Brain
In The News. Resulta que a fines del 2013 apareció en él un artículo
titulado, Anormal es la Nueva Normalidad. Esta publicación es pertinente para
estas meditaciones de un estudioso de la salud mental sobre los diagnósticos
mentales y los psicofármacos, los de uso terapéutico quiero decir, porque el
diagnóstico es la base para el tratamiento de las enfermedades según el modelo
biomédico.
Resulta
que en 1952 se publicó el primer DSM. Con este libro apareció oficialmente una
inclinación en el universo de la salud mental, llamémosla hegeliana, se trata
de la iniciativa norteamericana para desarrollar un sistema sólido de
pensamiento que clasifica los trastornos mentales. Le da un lugar a cada cosa,
lo lógico, lo natural, lo humano y lo divino. Un método que describe todas las
conductas concebibles, diferenciando las saludables de las enfermas. Una
taxonomía que establece criterios diagnósticos para luego iniciar el
tratamiento, y además barrunta la historia natural y el pronóstico del
trastorno. Pues el año pasado apareció la quinta versión de este volumen luego
de 60 años de pruebas, adiciones y correcciones.
Lo
primero que llama la atención de esta nueva versión del manual diagnóstico es que la probabilidad de
que cualquier persona cumpla con los criterios de algún trastorno mental está por
encima del 50% -en los tiempos del DSM IV se estimaba en un 46.4%-, de modo que
ahora es mucho más probable que cualquiera tenga algún padecimiento
psiquiátrico, aun cuando menos del 6% de los adultos tienen formas severas de
patología mental.
Cada
vez más gente recibe nuevos diagnósticos mentales. ¿¡Pero cómo es posible que
la mayoría tenga trastornos mentales!? ¿A caso siempre fue así, solo que antes
no se diagnosticaban, o tal vez la salud mental ha decaído con el progreso, o
será que ahora se consideran como trastornos conductas que antes no lo eran? Es
probable que la respuesta correcta sea que todas las anteriores son ciertas.
Ahora
se es más eficiente a la hora de diagnosticar, se hace más tempranamente, se
tratan los pacientes más rápido con la esperanza de moderar la intensidad y la
frecuencia de los síntomas. La comunidad está más dispuesta a encarar los
trastornos mentales. Personas con déficit de atención e hiperactividad, con
depresión y abuso de sustancias, por ejemplo, ahora se diagnostican con más
facilidad, creando la ilusión óptica de que su incidencia ha aumentado.
Pero
también es posible que en efecto ahora seamos más enfermos que hace una
generación. Los índices de suicidio crecieron en casi todos los paises. Los
puntajes de ansiedad aumentaron en las pruebas aplicadas en niños al compararlas
con los de 1957, además en adultos crecieron los niveles de ansiedad e
impulsividad entre 1963 y 1993, y el narcisismo también proliferó entre 1982 y
2006. Así que varios autores sugieren que hay más diagnósticos porque en efecto
hay más trastornos mentales. Es más, entre más joven se es, es más probable que
desarrolle alguno a lo largo de la vida.
Además
hay elementos culturales que intervienen al establecer el límite discontinuo
entre salud y enfermedad mental: mientras la hipertensión arterial sistémica es
transcultural, por ejemplo, los síntomas mentales no lo son. Además lo que
antes era sano, ahora no lo es, y lo contrario, lo que era enfermo, ahora es
saludable. Las cosas han cambiado. Hay muchos casos, como la homosexualidad y
la histeria, al igual que los trastornos alimenticios la anorexia y la bulimia.
Antes los gordos eran sanos, ahora los flacos son saludables y bellos. Ya no
son normales conductas, pensamientos y sentimientos que antes sí lo eran. Pero
este no es un argumento que debilite el enfoque de la salud mental, al fin y al
cabo, los conflictos emocionales surgen en relación con los demás, y uno de los
desafíos de la madurez es la dialéctica de la relación entre yo y no yo. De
manera que la cultura y la historia, los valores y los ideales tienen un papel
preeminente en este asunto de los diagnósticos mentales.
De manera
que la definición de ‘trastorno mental’ ha crecido. Es así como en 1952 el DSM
I tenía 106 diagnósticos, luego el DSM III, en 1980, incluyó 265, y el DSM IV, 297.
Aun cuando el DSM V mantiene el mismo número de diagnósticos de la versión
anterior, tiene más subtipos. Este incremento de los grupos diagnósticos surge
de que peculiaridades que antes no eran patológicas ahora sí lo son. En el DSM
IV no había síndrome de Asperger, por ejemplo, una persona con este diagnóstico
se clasificaba como autismo de alto funcionamiento; en el DSM V sí incluye este
diagnóstico, con la pretensión de resaltar las diversas formas del autismo
dirigiendo el interés de la investigación hacia estos pacientes. Pero también,
siguiendo el enfoque materialista de la mente -la noción monista de que hay una
unidad psicosomática, con una relación recíproca, innegable e indivisible entre
la mente y el cuerpo-, el DSM V incluye diagnósticos físicos, como el trastorno
del sueño relacionado con la apnea obstructiva que se presenta cuando los
músculos faríngeos se relajan hasta el punto de obstruir la vía aérea; o el
trastorno por intoxicación con cafeína, que incluye agitación, alteraciones
gastrointestinales y del sueño, nerviosismo y taquicardia luego de tomar al
menos 2 tazas de café, síntomas que afectan el funcionamiento habitual de la
persona. Y también menciona el trastorno por abstinencia de cafeína.
Así
que se ha replanteado qué es normal. El DSM V bajó el umbral diagnóstico. La
timidez y preocuparse por la percepción de los demás, por ejemplo, afectando la
habitualidad al impedir algunas actividades, se clasifica como trastorno
evitador. O el trastorno de ansiedad generalizada en el DSM IV requerían más
criterios y que fueran más duraderos, ahora son laxos, en la actualidad estar
preocupado por las finanzas, o por algún familiar enfermo durante al menos 3
meses puede considerarse un trastorno. Antes no era así.
Cada
vez hay menos gente sana. El infortunio y las tribulaciones, la tristeza y la
preocupación, la ansiedad y los ratos insomnes, pueden llegar a ser trastornos
mentales. Más pensamientos, sentimientos y conductas se consideran anormales, y
las peculiaridades se tratan como enfermedades mentales. La salud mental es
cada vez es más estrecha. ¿Pero, qué necesidad hay de volverlo todo enfermedad,
a caso por razones económicas? Las aseguradoras pagan los tratamientos, y para
poder cobrarlos debe haber un diagnóstico, no es suficiente con tener un
conflicto emocional. Claro que, por el otro lado, si se trata un problema antes
de que se vuelva un trastorno mental, ahorrará el sistema de salud. Los
diagnósticos mentales abren la puerta a exigir beneficios del estado,
incapacidades, indemnizaciones y otros derechos civiles. De modo que también
hay consideraciones de salud pública.
Además,
la industria farmacéutica, como cualquier otra industria, necesita ampliar su mercado.
Si más gente tiene diagnósticos mentales crecerá la demanda de sus productos.
De hecho, los psicofármacos ahora se usan más liberalmente para una mayor
variedad de problemas. Suspicacias que surgen de que hay nexos económicos entre
muchos autores del DSM V y la industria: se estima que el 70% de los
participantes en la confección del manual tienen relaciones comerciales con
fabricantes de drogas, lo cual sugiere un conflicto de intereses.
Pero
el uso de psicofármacos también surge de una sociedad consumista, y dominada
por el deseo de satisfacciones inmediatas y fáciles, así como por la búsqueda
curas sencillas y radicales. Elementos que se ajustan al estilo de vida actual
a la carrera, digital, industrial. En estos tiempos de culto a lo desechable,
de acceso universal a la Internet, de entretenimiento a libre demanda y de
soluciones prefabricadas para que lo haga usted mismo, también se aspira a
curas milagrosas para aliviar los pesares y tribulaciones de la condición
humana. Pero también la vida laboral es demandante, las compañías contratan la
menor cantidad posible de personas. Es un mundo competido y despiadado.
Entonces se vuelve atractiva la posibilidad de que un diagnóstico justifique
las dificultades en general, y las laborales en particular, y que un remedio pueda
arreglar todo el problema. Predomina la suposición de que los psicofármacos
harán más llevadera la existencia, aligerarán los pensamientos y sentimientos
molestos, modificarán las conductas fastidiosas. Mientras la vida se hace más
vertiginosa, la cotidianidad se ha vuelto un asunto médico, el diagnóstico da
nombre al sufrimiento con la esperanza de encontrar alivio en un psicofármaco.
La fe es fundamental, en especial en tiempos difíciles, falta saber si la mejor
manera de dar esperanza es enfermar a la mayor parte de la humanidad.
Tal
vez todo depende de la aplicación responsable y cuidadosa de los diagnósticos
mentales, sin perder de vista el enfoque pragmático del asunto. Cuando se diagnostica
a alguien se debe tener en cuenta la relación costo beneficio, clasificar al
paciente orienta el tratamiento de manera eficaz, por ejemplo, en la
esquizofrenia y de las ideas suicidas estructuradas. De lo contrario
diagnosticar es simplemente innecesario, exagerado y iatrogénico, es decir, es
nocivo y abusivo, porque va en contra de la dignidad y la privacidad de las
personas. En últimas, es un lenguaje de los médicos y el sistema de salud que
muy poco tiene que ver con el caso del paciente en particular.