Ellas:
un trabajo de psicoanálisis aplicado a “El amor en los tiempos del cólera”[1]
“En
el curso de los años ambos llegaron por distintos caminos a la conclusión sabia
de que no era posible vivir juntos de otro modo, ni amarse de otro modo; nada
en este mundo era más difícil que el amor.”
(García
Márquez, 1985, pg. 317).
Santiago Barrios Vásquez[2]
Resumen:
Objetivo: Con los modelos freudiano,
kleiniano, bioniano e intersubjetivo se sigue el devenir del símbolo “Ellas” en
el “El amor en los tiempos del cólera” de Gabriel García Márquez. Desarrollo: La
primera sección del trabajo explora conexiones entre la obra y el desarrollo
psicosexual. La segunda, rastrea el movimiento mental según el modelo objetal en
el aprendizaje a partir de la experiencia. La tercera, considera la forma. Al presentar
esos contenidos el lector se identifica: tiene respuestas empáticas, pues moviliza
su subjetividad. Se crea un nexo intersubjetivo al leer: el autor redacta sus ensoñaciones
y el lector también ensueña al leer, terminando de construir la obra. Y la
cuarta parte alude a que el arte explica el psicoanálisis, pero el análisis
solo explica el arte cuando es parte de la cadena asociativa del artista en el diván.
Conclusiones: El novelista y el analista se asemejan en que favorecen la
construcción de pensamiento a partir de ideas y sentimientos inconexos en un
principio, ensanchando la mente, cada uno desde su disciplina, ya sea en el
lector o en el analizando, según sea el caso. Las teorías surgen de los
contenidos que se le presentan al analista, desde su posición relativa en el
influjo de los niveles de profundidad del campo analítico intersubjetivo. Y, de
manera análoga, en este trabajo de psicoanálisis aplicado se construyen
significados y usos del símbolo “Ellas”, a veces contradictorios, según sea la
posición relativa del lector al tomarlo como hecho seleccionado.
Palabras clave:
Amor, conocimiento, agresión, arte, creación,
empatía, erotismo, psicoanálisis aplicado
I
Empiezo por explicar de dónde sale el
título de este trabajo de análisis aplicado con las palabras del propio Gabriel
García Márquez.
Fue el primer amor de cama de Florentino
Ariza. Pero en vez de haber hecho con ella una unión estable, como su madre lo
soñaba, ambos lo aprovecharon para lanzarse a la vida. Florentino Ariza
desarrolló métodos que parecían inverosímiles en un hombre como él, taciturno y
escuálido, y además vestido como un anciano de otro tiempo. Sin embargo, tenía
dos ventajas a su favor. Una era un ojo certero para conocer de inmediato a la
mujer que lo esperaba, así fuera en medio de una muchedumbre, y aun así la
cortejaba con cautela, pues sentía que nada causaba más vergüenza ni era más
humillante que una negativa. La otra ventaja era que ellas lo identificaban de
inmediato como un solitario necesitado de amor, un menesteroso de la calle con
una humildad de perro apaleado que las rendía sin condiciones, sin pedir nada,
sin esperar nada de él, aparte de la tranquilidad de conciencia de haberle
hecho el favor. Eran sus únicas armas, y con ellas libró batallas históricas
pero de un secreto absoluto, que fue registrando con un rigor de notario en un
cuaderno cifrado, reconocible entre muchos con un título que lo decía todo:
“Ellas”. La primera anotación la hizo con la viuda de Nazaret. Cincuenta años
más tarde, cuando Fermina quedó libre de su condena sacramental, tenía unos
veinticinco cuadernos con seiscientos veintidós registros de amores
continuados, aparte de las incontables aventuras fugaces que no merecieron ni
una nota de claridad (García Márquez, 1985, pgs. 218-219).
Así que Florentino Ariza pareció siempre
mucho mayor de lo que era. Tanto, que la deslenguada Brígida Zabaleta, una
amante fugaz que le servía las verdades sin pasarlas por agua, le dijo desde el
primer día que le gustaba más cuando se quitaba la ropa, porque desnudo, tenía
veinte años menos (García Márquez, 1985, pgs. 371-372).
Se acordó de otras viudas amadas. De
Prudencia Pitre, la más antigua de las sobrevivientes, conocida de todos como
la Viuda de Dos, porque lo era dos veces. Y de la otra Prudencia, la viuda de
Arellano, la amorosa, que le arrancaba los botones de la ropa para que él
tuviera que demorarse en su casa mientras se los volvía a coser. Y de Josefa,
la viuda de Zúñiga, loca de amor por él, que estuvo a punto de cortarle la
pirinola durante el sueño con las tijeras de podar, para que no fuera de nadie
aun que no fuera de ella (García Márquez, 1985, pgs. 284).
Siguió pasando por la casa de Andrea Varón
hasta que encontró apagada la luz del baño, y trató de embrutecerse con las
locuras de su cama aunque fuera para no perder la regularidad del amor, de
acuerdo con otra superstición suya, nunca desmentida hasta entonces, de que el
cuerpo sigue mientras uno siga (García Márquez, 1985, pg. 419).
Se acordó de Ángeles Alfaro, la efímera y
la más amada de todas, que vino por seis meses a enseñar instrumentos de arco
en la Escuela de Música y pasaba con él las noches de luna en la azotea de su
casa, como su madre lo echó al mundo, tocando las suites más bellas de toda la
música en el violonchelo, cuya voz se volvía de hombre entre sus muslos dorados
(García Márquez, 1985, pgs. 284).
Se acordó de Andrea Varón, frente a cuya
casa había pasado la semana anterior, pero la luz anaranjada en la ventana del
baño le advirtió que no podía entrar: alguien se le había adelantado. Alguien:
hombre o mujer, porque Andrea Varón no se detenía en minucias de esa índole en
los desórdenes del amor. De todas las de la lista era la única que vivía de su
cuerpo, pero lo administraba a su antojo, sin gerente de planta. En sus buenos
años había hecho una carrera legendaria de cortesana clandestina, que le valió
el nombre de guerra de Nuestra Señora la de Todos (García Márquez, 1985, pgs.
285).
Cuando se dio cuenta de que había empezado
a amarla, ella estaba ya en la plenitud y él iba a cumplir treinta. Se llamaba
Sara Noriega, y había tenido un cuarto de hora de celebridad en su juventud,
por ganarse un concurso con un libro de versos sobre el amor de los pobres, que
nunca fue publicado. Era maestra de urbanidad e instrucción cívica en escuelas
oficiales, y vivía de su sueldo en una casa alquilada del abigarrado pasaje de
los Novios, en el antiguo barrio de Getsemaní. Había tenido varios amantes de
ocasión, pero ninguno con ilusiones matrimoniales, porque era difícil que un
hombre de su medio y de su tiempo desposara a una mujer con quien se hubiera
acostado. Tampoco ella volvió a alimentar esa ilusión después de que su primer
novio formal, al que amó con la pasión casi demente de que era capaz a los
dieciocho años, escapó a su compromiso una semana antes de la fecha prevista
para la boda, y la dejó perdida en un limbo de novia burlada. O de soltera usada,
como se decía entonces. Sin embargo, aquella primera experiencia, aunque cruel
y efímera, no le dejó ninguna amargura, sino la convicción deslumbrante de que
con matrimonio o sin él, sin Dios o sin ley, no valía la pena vivir si no era
para tener un hombre en la cama. Lo que más le gustaba de ella a Florentino
Ariza era que mientras hacía el amor tenía que succionar un chupón de niño para
alcanzar la gloria plena. Llegaron a tener una ristra de cuantos tamaños,
formas y colores se encontraban en el mercado (García Márquez, 1985, pg. 280).
Pero también figuraba en estas páginas Ausencia
Santander: la señora eternamente desnuda del capitán Rosendo de la Rosa. “Había
tenido un matrimonio convencional durante veinte años, del cual le quedaron
tres hijos que a su vez se habían casado y tenían hijos, de modo que ella se
preciaba de ser la abuela con mejor cama de la ciudad” (García Márquez, 1985,
pg. 250).
A Florentino Ariza le interesaba el tranvía
de mulas porque era una ventana al mundo, y sobre todo una manera de conocer
mujeres.
Le había llamado la atención en el tranvía
por la impavidez con que viajaba en medio del escándalo de la parranda pública.
No debía tener más de veinte años, y no parecía con ánimos de carnaval, a no
ser que estuviera disfrazada de inválida: tenía el cabello muy claro, largo y
liso, suelto al natural sobre los hombros, y una túnica de lienzo ordinario sin
ningún adorno. Era ajena por completo al revoltijo de la música de las calles,
los puñados de polvos de arroz, los chorros de anilina que les tiraban a los
pasajeros al paso del tranvía, cuyas mulas iban blancas de almidón y con
sombreros de flores durante aquellos tres días de locura. Aprovechándose de la
confusión, Florentino Ariza la invitó a tomar un helado, porque no pensó que
diera para más. Ella lo miró sin sorpresa. Dijo: “Acepto con mucho gusto, pero
le advierto que estoy loca”. Él se rió de la ocurrencia, y la llevó a ver el
desfile de carrozas desde el balcón de la heladería. Luego se puso un capuchón
alquilado, y ambos se metieron en la ronda de bailes de la plaza de la Aduana,
y gozaron juntos como novios acabados de nacer, pues la indiferencia de ella se
fue al extremo contrario con el fragor de la noche: bailaba como una
profesional, y era imaginativa y audaz para la parranda, y de un encanto
arrasador (García Márquez, 1985, pg. 257).
También incluyó en “Ellas” a Olimpia Zuleta,
que tenía un esposo infiel pero tenaz, y Florentino Ariza se enamoró de ella.
Seis meses después del primer encuentro, se
vieron por fin en el camarote de un buque fluvial que estaba en reparación de
pintura en los muelles fluviales. Fue una tarde maravillosa. Olimpia Zuleta
tenía un amor alegre, de palomera alborotada, y le gustaba permanecer desnuda
por varias horas, en un reposo lento que tenía para ella tanto amor como el
amor. El camarote estaba desmantelado, pintado a medias, y el olor de la
trementina era bueno para llevárselo en el recuerdo de una tarde feliz. De
pronto, a instancias de una inspiración insólita, Florentino Ariza destapó un
tarro de pintura roja que estaba al alcance de la litera, se mojó el índice, y
pintó en el pubis de la bella palomera una flecha de sangre dirigida hacia el
sur, y le escribió un letrero en el vientre: “Esta cuca es mía”. Esa misma
noche Olimpia Zuleta se desnudó delante del marido sin acordarse del letrero, y
él no dijo una palabra, ni siquiera le cambió el aliento, nada, sino que fue al
baño por la navaja barbera mientras ella se ponía la camisa de dormir, y la
degolló de un tajo (García Márquez, 1985, pg. 308).
Y la última entrada que figura en “Ellas” es
la de América Vicuña, precisamente el domingo de Pentecostés en que murió Juvenal
Urbino y Jeremiah de Saint-Amour.
América Vicuña, con el pálido cuerpo
atigrado por las rayas de luz de las persianas mal cerradas, no tenía edad para
pensar en la muerte. Habían hecho el amor después del almuerzo y estaban
acostados en la resaca de la siesta, ambos desnudos bajo el ventilador de
aspas, cuyo zumbido no alcanzaba a ocultar la crepitación de granizo de los
gallinazos caminando sobre el techo de cinc recalentado. Florentino Ariza la
amaba como había amado a tantas otras mujeres casuales en su larga vida, pero a
esta la amaba con más angustia que a ninguna porque tenía la certidumbre de
estar muerto de viejo cuando ella terminara la escuela superior (García
Márquez, 1985, pg. 248).
Así que “Ellas” es mucho más que un
catálogo de las innumerables perversiones de que un ser humano es capaz. Es un
homenaje a quienes participaron en la construcción de la identidad sexual de
Florentina Ariza, mujeres distintas que aportaron cada una a su manera. La
identidad sexual empieza a construirse en la fecundación, cuando se establece
el sexo cromosómico, y termina de conformarse al morir, cuando cesa la pulsión
erótica. De modo que esta bitácora no apologiza la promiscuidad, el donjuanismo
ni el machismo, Florentino Ariza era un hombre considerado que las amaba a cada
una a su estilo particular. Eran relaciones genitales.
Consideraba una fortuna que en medio de
tantos encuentros aventurados, la única que le hizo probar una gota de amargura
fue la tortuosa Sara Noriega, que terminó sus días en el manicomio la Divina
Pastora, recitando versos seniles de tan desaforada obscenidad, que debieron
aislarla para que no acabara de enloquecer a las otras locas (García Márquez,
1985, pg. 386).
“Ellas” registra la evolución del
desarrollo psicosexual de Florentino Ariza. Narra las sutilezas que unen a las
personas. Alude a las incontables caras de eros, al carácter polimorfo perverso
que obedece al cuerpo erógeno del ser humano. El amor, como todo, es asunto
psicosomático: el yo es corporal decía Sigmund Freud ya en 1905. Además retrata
ese aspecto complementario de las perversiones: el sádico y el masoquista, el
escoptofílico y el exhibicionista, y así sucesivamente. En el amor no hay
víctimas ni victimarios: las parejas son dinámicas y se construyen de manera
conjunta. Este diario de caza furtiva muestra las innumerables maneras de estar
juntos y las infinitas posibilidades de gratificación de las pulsiones, pero
las mujeres no son un deporte para Florentino Ariza, tiene una tendencia, un
patrón: está poseído de una coherencia casi clarividente, busca a Fermina Daza.
Y en este sentido todos somos Florentino Ariza, pues siempre nostalgiamos el
objeto de amor primigenio: la madre.
Tránsito Ariza es la madre idealizada: lo
contiene y promueve el desarrollo de su mente, respeta su individualidad sin abandonarlo.
Florentino Ariza conoce la felicidad: es el hijo único de una madre devota.
Cuando Florentino Ariza la vio por primera
vez, su madre lo había descubierto desde antes de que él se lo contara, porque
perdió el habla y el apetito y se pasaba las noches en claro dando vueltas en
la cama. Pero cuando empezó a esperar la respuesta a su primera carta, la
ansiedad se le complicó con cagantinas y vómitos verdes, perdió el sentido de
la orientación y sufría desmayos repentinos, y su madre se aterrorizó porque su
estado no se parecía a los desórdenes del amor sino a los estragos del cólera.
El padrino de Florentino Ariza, un anciano homeópata que había sido el
confidente de Tránsito Ariza desde sus tiempos de amante escondida, se alarmó
también a primera vista con el estado del enfermo, porque tenía el pulso tenue,
la respiración arenosa y los sudores pálidos de los moribundos. Pero el examen
le reveló que no tenía fiebre, ni dolor en ninguna parte, y lo único concreto
que sentía era una necesidad urgente de morir. Le bastó con un interrogatorio
insidioso, primero a él y después a la madre, para comprobar una vez más que
los síntomas del amor son los mismos del cólera. Prescribió infusiones de
flores de tilo para entretener los nervios y sugirió un cambio de aires para
buscar el consuelo en la distancia, pero lo que anhelaba Florentino Ariza era
todo lo contrario: gozar de su martirio (García Márquez, 1985, pg. 93).
La relación madre bebé estructura la mente
para siempre, pero no es una organización inmodificable, se enriquece con el
tiempo y la experiencia. No puede decirse que todo es responsabilidad de la
madre: existe la realidad material y la fantaseada, además en los hijos hay
elementos espontáneos y al azar. Este es Florentino Ariza enamorado de Fermina
Daza más de medio siglo más tarde.
No volvió a dormir una noche completa en
las dos semanas siguientes. Se preguntaba desesperado dónde estaría Fermina
Daza sin él, qué estaría pensando, qué iba a hacer en los años que le quedaban
por vivir con la carga del espanto que le había dejado en las manos. Sufrió una
crisis de estreñimiento que le aventó el vientre como un tambor, y tuvo que
recurrir a paliativos menos complacientes que las laxativas. Sus dolencias de
viejo, que él soportaba mejor que sus contemporáneos porque las conocía desde
joven, lo acometieron todas al mismo tiempo. El miércoles apareció por la
oficina después de una semana de faltas, y Leona Cassiani se asustó de verlo en
semejante estado de palidez y desidia. Pero él la tranquilizó: era otra vez el
insomnio, como siempre, y se volvió a morder la lengua para que no se le
saliera la verdad por las tantas goteras que tenía en el corazón. La lluvia no
le dio una tregua al sol para pensar. Pasó otra semana irreal, sin poder
concentrarse en nada, comiendo mal y durmiendo peor, tratando de percibir
señales cifradas que le indicaran el camino de la salvación. Pero desde el
viernes lo invadió una placidez sin motivos que interpretó como un anuncio de
que nada nuevo iba a suceder, que todo cuanto había hecho en la vida había sido
inútil y no tenía cómo seguir: era el final (García Márquez, 1985, pg.
394-395).
Florentino Ariza elabora la etapa oral en
la búsqueda insaciable de afecto, pero también la anal, en la meticulosidad con
que busca obsesivamente a Fermina Daza y al llegar a la etapa genital, al
complejo de Edipo, termina de organizar los impulsos pregenitales construyendo
la identidad de género y el superyó. Adquiere la madurez y la capacidad de
aplazar gratificaciones, gratificándolas de maneras plausibles y constructivas.
Hasta el punto de que es capaz de esperar por más de medio siglo hasta que por
fin realiza su amor con la Reina Coronada, y además es capaz de sublimar: ama
la música y la poesía y es un autor fabuloso.
Eran meditaciones sobre la vida, el amor,
la vejez, la muerte: ideas que habían pasado muchas veces aleteando como
pájaros nocturnos sobre su cabeza, pero que se le desbarataban en un reguero de
plumas cuando trataba de atraparlas. Allí estaban, nítidas, simples, tal como a
ella le hubiera gustado decirlas, y una vez más se dolió de que su esposo no
estuviera vivo para comentarlas con él, como solían comentar antes de dormir
ciertos hechos de la jornada. De ese modo se revelaba un Florentino Ariza
desconocido, con una clarividencia que no correspondía a las esquelas febriles
de su juventud ni a su conducta sombría de toda la vida. Eran más bien las
palabras del hombre que a la tía Escolástica le pareció inspirado por el
Espíritu Santo, y este pensamiento volvió a asustarla como la primera vez. En
todo caso, lo que más contribuyó a calmar su ánimo fue la certidumbre de que
aquella carta de viejo sabio no era una tentativa de reiterar la impertinencia
de la noche del duelo, sino una manera muy noble de borrar el pasado (García
Márquez, 1985, pgs. 425).
De modo que, en últimas, el éxito de la
madurez está en realizar el complejo de Edipo, pero de una manera que sea
plausible en el mundo.
Nunca como entonces le hizo tanta falta
Tránsito Ariza, su palabra sabia, su cabeza de reina de burlas adornada con
flores de papel. No podía evitarlo: siempre que se encontraba al borde del
cataclismo, le hacía falta el amparo de una mujer (García Márquez, 1985, pg.
405).
La realidad es imperfecta. El padre de
Florentino Ariza es Pío Quinto Loayza. Y nace de la relación espuria que
sostenía Tránsito Ariza. Es un padre ausente con el que se identifica de todas
maneras.
Una vez, siendo primer vicepresidente,
[Florentino Ariza] estaba haciendo el amor de emergencia con una de las
muchachas del servicio dominical, él sentado en una silla de escritorio y ella
acaballada sobre él, cuando de pronto se abrió la puerta. El tío León XII asomó
la cabeza, como si se hubiera equivocado de oficina, y se quedó mirando por
encima de los lentes al sobrino aterrorizado. “¡Carajo! –dijo el tío sin el
menor asombro-. ¡La misma vaina que tu papá!” Y antes de cerrar otra vez la
puerta, con la vista perdida en el vacío, dijo:
-Y usted, señorita, siga sin pena. Le juro
por mi honor que no le he visto la cara (García Márquez, 1985, pg. 377).
Resulta que la personalidad es el
equilibrio dinámico entre lo que se quiere y lo que hay, es un logro del
desarrollo psicosexual. El tío León XII Loayza sustituye al padre, se encarga
del muchacho. Personifica el amor filial por el sobrino, se siente responsable
del hijo natural de su hermano fallecido. Contribuye económicamente a su
mantenimiento. Se preocupaba hasta por su salud oral, incluso tuvo épocas en
que sospechaba que el sobrino tenía costumbres distintas a las de la mayoría de
los hombres. Lo adoptó y le dio arraigo.
Al contrario de su hermano, León XII Loayza
había tenido un matrimonio estable que duró sesenta años, y siempre se preció
de no haber trabajado un domingo. Había tenido cuatro hijos y una hija, y a
todos los quiso preparar para herederos de su imperio, pero la vida le deparó
una de esas casualidades que eran de uso corriente en las novelas de su tiempo,
pero que nadie creía en la vida real: los cuatro hijos habían muerto, uno
detrás del otro, a medida que escalaban posiciones de mando, y la hija carecía
por completo de vocación fluvial, y prefirió morir contemplando los barcos del
Hudson desde una ventana a cincuenta metros de altura. Tanto fue así, que no
faltó quien diera por cierta la conseja de que Florentino Ariza, con su aspecto
siniestro y su paraguas de vampiro, había hecho algo para que sucedieran tantas
casualidades juntas (García Márquez, 1985, pg. 378-379).
En cambio la madre de Fermina Daza había
muerto, mientras que su padre, Lorenzo Daza, es un bárbaro autoritario. La
tragedia surge de la presencia del padre kafkiano. Un hombre sin escrúpulos que
prostituyó a su hija casándola con un hombre de medios, es por eso que Leona
Cassiani decía que Fermina Daza era puta. Y la prohibición paterna de la
relación sentimental con Florentino Ariza afecta de manera radical su vida, su
destino se vuelve la búsqueda de la manera de transgredir la ley del padre.
Hasta que al final el parricidio sucede al estilo de “Tótem y Tabú” (Freud, 1913
[1912-1913]): con una muerte ceremonial, prologada y
solitaria del padre odiado y cruel.
Así que Lorenzo Daza salió del país en el
primer barco para no regresar jamás. Volvió a su tierra de origen como si fuera
uno de esos viajecitos que se hacen de vez en cuando para engañar a la
nostalgia, y en el fondo de esa apariencia había algo de verdad: desde hacía un
tiempo subía a los barcos de su patria sólo por tomarse un vaso del agua de las
cisternas abastecidas en los manantiales de su pueblo natal. Se fue sin dar el
brazo a torcer, protestando inocencia, y todavía tratando de convencer al yerno
de que había sido víctima de una confabulación política. Se fue llorando por la
niña, como llamaba a Fermina Daza desde que se casó, llorando por el nieto, por
la tierra en que se hizo rico y libre, y donde logró la proeza de convertir a
la hija en una dama exquisita a base de negocios turbios. Se fue envejecido y
enfermo, pero todavía vivió mucho más de lo que ninguna de sus víctimas hubiera
deseado. Fermina Daza no pudo reprimir un suspiro de alivio cuando le llegó la
noticia de la muerte, y no le guardó luto para evitar preguntas, pero durante
varios meses lloraba de una rabia sorda sin saber por qué cuando se encerraba a
fumar en el baño, y era que lloraba por él (García Márquez, 1985, pgs.
299-300).
Pero también aparece el parricidio
simbólico del padre amoroso, sano, con limitaciones e imperfecciones, claro,
pero que le abre al hijo la posibilidad de identificarse y luego salir al mundo
a fundar su propio hogar. Este es el caso de Marco Aurelio Urbino. Representa
el amor del hijo por el padre, con quien pierde la inocencia: cuando los hijos
se vuelven los padres de los padres y la muerte deja de ser un percance que le
sucede a otras personas.
Por otro lado, la elaboración del complejo
de Edipo es un proceso que sucede en el mundo interior del niño, que sí tiene
que ver con la calidad del objeto externo, pero sobre todo se desenvuelve en la
fantasía. El devenir del desarrollo psicosexual está matizado por aspectos
frustrantes, como la escena primaria, los celos y el terror a la intimidad. Es
poroso el límite entre frustración y trauma.
Terminó por aparecer en su casa a cualquier
hora, sobre todo en las mañanas de los domingos, que eran las más apacibles.
Ella abandonaba lo que estuviera haciendo, fuera lo que fuera, y se consagraba
de cuerpo entero a tratar de hacerlo feliz en la enorme cama historiada que
siempre estuvo dispuesta para él, y en la que nunca permitió que se incurriera
en formalismos litúrgicos. Florentino Ariza no entendía como una soltera sin
pasado podía ser tan sabia en asuntos de hombres, ni cómo podía manejar su
dulce cuerpo de marsopa con tanta ligereza y tanta ternura como si se moviera
por debajo del agua. Ella se defendía diciendo que el amor, antes que nada, era
un talento natural. Decía: “O se nace sabiendo o no se sabe nunca”. Florentino
Ariza se retorcía de celos regresivos pensando que tal vez ella fuera más
paseada de lo que fingía, pero tenía que tragárselos enteros, porque también él
le decía, como les dijo a todas, que ella había sido su única amante (García
Márquez, 1985, pg. 282).
Además es interesante leer esta obra en
este momento del Me Too y de la condena del anciano Bill Crosby por delitos
sexuales, tiempos de luchas por reivindicar la autonomía y el decoro de las
mujeres en lo público, porque en lo privado siempre han gozado de libertades. Toca
las teorías sexuales acerca del sexo opuesto, después de todo, es imposible
conocer la experiencia de pertenecer al otro sexo, por eso existe la envidia
del pene y la del embarazo.
-Los hombres somos unos pobres siervos de
los prejuicios –le había dicho alguna vez [Juvenal Urbino a Fermina Daza]-. En
cambio, cuando una mujer decide acostarse con un hombre, no hay talanquera que
no salte, ni fortaleza que no derribe, ni consideración moral alguna que no
esté dispuesta a pasarse por el fundamento: no hay Dios que valga (García
Márquez, 1985, pgs. 467-468).
Y parte de la elaboración de la madre
idealizada y del cruel superyó en el paso hacia la madurez transita la integración
de la disociación madona prostituta.
En la plenitud de sus relaciones,
Florentino Ariza se había preguntado cuál de los estados sería el amor, el de
la cama turbulenta o el de las tardes apacibles de los domingos, y Sara Noriega
lo tranquilizó con el argumento sencillo de que todo lo que hicieran desnudos
era amor. Dijo: “Amor del alma de la cintura para arriba y amor del cuerpo de
la cintura para abajo”. (García Márquez,
1985, pg. 283).
Pero la mentira y el engaño también son
afines a la lógica del fetichismo, a las apariencias y a la necesidad de
transformar la realidad según el deseo cuando el asunto es de vida o de muerte.
Euclides, uno de los niños nadadores, se
alborotó tanto como él con la idea de una exploración submarina, después de
conversar no más de diez minutos. Florentino Ariza no le reveló la verdad de su
empresa sino que se informó a fondo sobre sus facultades de buzo y navegante.
Le preguntó si podría descender sin aire a veinte metros de profundidad, y
Euclides dijo que sí. Le preguntó si estaba en condiciones de llevar él solo un
cayuco de pescado por la mar abierta en medio de una borrasca, sin más
instrumentos que su instinto, y Euclides dijo que sí. Le preguntó si era capaz
de localizar un lugar exacto a dieciséis millas náuticas al noroeste de la isla
mayor del archipiélago de Sotavento, y Euclides dijo que sí. Le preguntó si era
capaz de navegar de noche orientándose por las estrellas, y Euclides le dijo
que sí. Le preguntó si estaba dispuesto a hacerlo por el mismo jornal que le
pagaban los pescadores por ayudarlos a pescar, y Euclides le dijo que sí, pero
con un recargo de cinco reales los domingos. Le preguntó si era capaz de
defenderse de los tiburones, y Euclides le dijo que sí, pues tenía artificios
mágicos para espantarlos. Le preguntó si era capaz de guardar un secreto aunque
lo pusieran en las máquinas de tormentos del palacio de la Inquisición, y
Euclides le dijo que sí, pues a nada le decía que no, y sabía decir que sí con
tanta propiedad que no había modo de ponerlo en duda (García Márquez, 1985,
pgs. 132-133).
Por otro lado, lo erótico no se agota en la
cama. Quizá por eso algunos detractores de Freud lo acusaron de pansexualista. Son
enormes las posibilidades de gratificación en virtud de la disposición
polimorfo perversa del ser humano. La amistad es una de las formas más nobles
de ella, las relaciones de fin sexual inhibido, al menos este uno de los sumos
valores de esta novela. Mientras Florentino Ariza descubre la amistad con una mujer
en su relación con Leona Cassiani, al tío León XII le pareció magnífica idea
que se casaran.
Pensaba que cuando una mujer dice que no,
se queda esperando que le insistan antes de tomar la decisión final, pero con
ella era distinto: no podía jugar con el riesgo de equivocarse por segunda vez.
Se retiró de buen talante, y hasta con una cierta gracia que no le era fácil.
Desde esa noche, cualquier sombra que pudo haber entre ellos se disipó sin
amarguras, y Florentino Ariza entendió por fin que se puede ser amigo de una
mujer sin acostarse con ella (García Márquez, 1985, pg. 268).
La amistad une al doctor Juvenal Urbino y a
Jeremiah de Saint-Amour, quienes lo único que comparten es el amor por el
ajedrez y la ironía de morir en el mismo domingo de Pentecostés, en todo lo
demás eran opuestos. La tía Escolástica es chaperona y cómplice, la madre
sustituta de Fermina Daza, pero también, por momentos se comporta como hija
suya, se defiende de la falta de la madre a través de la precocidad: parecía
una solterona de veinte años, solitaria y entregada a la pérdida del tiempo del
vivir doméstico junto con su muchacha, Gala Placidia. La prima Hildebranda
Sánchez de Valledupar, aun cuando de la misma edad, es mucho más libre y cómoda
con su propio cuerpo. Además, figura la amistad con el farero, que representa
la epistemofilia, afín al voyerismo, la pulsión que lleva al conocimiento y
cuya manifestación más común es la curiosidad, y que parte de las exploraciones
infantiles del sexo opuesto: Florentino Ariza contempla a las mujeres mientras
se bañan en el mar desde las alturas del faro. Pero también aprende acerca del
universo de los amores de paso en el quilombo de propiedad de Lotario Thugut, quien
lo apadrina de muchas maneras y lo introdujo a la telegrafía, la ciencia del
futuro.
Sucede que las teorías sexuales de los
niños son las primeras manifestaciones de la pulsión de conocer, y el origen de
la investigación más científica que pueda concebirse. Durante la latencia, el
niño explora el mundo, deja de lado momentáneamente su interés por su propio
cuerpo, y su universo crece exponencialmente ante sus ojos.
De esa época venían sus teorías más bien
simplistas sobre la relación entre el físico de las mujeres y sus aptitudes
para el amor. Desconfiaba del tipo sensual, las que parecían capaces de comerse
crudo a un caimán de aguja, y que solían ser las más pasivas en la cama. Su
tipo era el contrario: esas ranitas escuálidas por las que nadie se tomaba el
trabajo de volverse a mirar en la calle, que parecían quedar en nada cuando se
quitaban la ropa, que daban lástima por el crujido de los huesos al primer
impacto, y sin embargo podían dejar listo para el cajón de la basura al más
hablador de los machucantes. Había tomado notas de esas observaciones
prematuras con la intención de escribir un suplemento práctico del “Secreto de
los Enamorados”, pero el proyecto sufrió la misma suerte del anterior después
de que Ausencia Santander lo volteó a la derecha y al revés con su sabiduría de
perro viejo, lo paró de cabeza, lo subió y lo bajó, lo volvió a parir de nuevo,
le hizo trizas sus virtuosismos teóricos, y le enseño lo único que tenía que
aprender para el amor: que a la vida no la enseña nadie (García Márquez, 1985,
pg. 250).
Florentino Ariza se acordó de una frase que
le oyó de niño al médico de la familia, su padrino, a propósito de su
estreñimiento crónico:”El mundo está dividido entre los que cagan bien y los
que cagan mal”. Sobre ese dogma, el médico había elaborado toda una teoría del
carácter, que consideraba más certera que la astrología. Pero con las lecciones
de los años, Florentino Ariza la planteó de otro modo: “El mundo está dividido
entre los que tiran y los que no tiran”. Desconfiaba de estos últimos: cuando
se salían del carril, era para ellos algo tan insólito, que alardeaban del amor
como si acabaran de inventarlo. Los que lo hacían a menudo, en cambio, vivían
solo para eso. Se sentían tan bien que se portaban como sepulcros sellados,
porque sabían que de la discreción dependía la vida. No hablaban jamás de sus
proezas, no se confiaban a nadie, se hacían los distraídos hasta el punto de
que ganaban fama de impotentes, de frígidos, y sobre todo de maricas tímidos,
como era el caso de Florentino Ariza. Pero se complacían con el equívoco,
porque también el equívoco los protegía. Eran una logia hermética, cuyos socios
se reconocían entre sí en el mundo entero, sin necesidad de un idioma común. De
ahí que Florentino Ariza no se sorprendiera de la respuesta de la muchacha: era
una de los suyos, y por tanto sabía que él sabía que ella sabía (García
Márquez, 1985, pgs. 260-261).
Florentino Ariza olvidaba siempre cuando
menos debía que las mujeres piensan más en el sentido oculto de las preguntas
que en las preguntas mismas, y Prudencia Pitre más que cualquier otra. Presa de
un pavor súbito por su puntería escalofriante, se escabulló por la puerta
falsa: “Lo digo por ti”. Ella volvió a reír: “Anda a burlarte de tu puta madre,
que en paz descanse”. Luego lo instó a que dijera lo que quería decir, porque
sabía que ni él ni ningún otro hombre la hubiera despertado a las tres de la madrugada,
y después de tantos años de no verla, sólo para beber oporto y comer pan con
monte de encurtidos. Dijo: “Eso sólo se hace cuando uno anda buscando alguien
con quien llorar” (García Márquez, 1985, pg. 409).
Por otro lado, la gratificación de la líbido
narcisista y la objetal también aparece en el sentido del humor y los placeres
estéticos como el arte y la cultura, sin dejar de lado el altruismo, el civismo
y la vida espiritual, posibilidades de aplazar gratificaciones mediante la
sublimación. Durante la adolescencia termina de organizarse la identidad sexual
y vuelve a editarse el complejo de Edipo, solo que en esta oportunidad con los
alcances de un cuerpo fértil y una mente mucho más desarrollada.
Mientras Fermina Daza perdió la virginidad
en el viaje de luna de miel en el barco hacia Europa, García Márquez hace una
descripción detalladísima del suceso hasta el punto de que al final el lector
queda con la impresión de que es un procedimiento tan complejo y delicado que
requiere de las manos sabias y cuidadosas de un experto en la materia: se
necesita un médico. Un ritual de iniciación que busca un amor apacible y
razonable y práctico para el nuevo matrimonio, libre de las distorsiones del
buen juicio que producen los bríos de los románticos amores. La tradición
juedeocristiana, que infantiliza a la feligresía, recomienda casarse vírgenes.
De modo que su fiesta de bodas, una de las
más ruidosas de las postrimerías del siglo pasado, transcurrió para ella en las
vísperas del horror. La angustia de la luna de miel la afectó mucho más que el
escándalo social por el matrimonio con un galán como no había dos en esos años.
Desde que empezaron a correr las amonestaciones en la misa mayor de la
catedral, Fermina Daza volvió a recibir esquelas anónimas, algunas con amenazas
de muerte, pero apenas si las veía pasar, pues todo el miedo de que era capaz
lo tenía ocupado en la inminencia de la violación. Era el modo correcto de tratar
los anónimos, aunque ella no lo hiciera a propósito, en una clase acostumbrada
por las burlas históricas a bajar la cabeza ante los hechos cumplidos. Así que
todo cuanto le era adverso se iba poniendo de parte suya a medida que la boda
se sabía irrevocable. Ella lo notaba en los cambios graduales del cortejo de
mujeres lívidas, degradadas por la artritis y los resentimientos, que un día se
convencían de la vanidad de sus intrigas y aparecían sin anunciarse en el
parquecito de Los Evangelios, como si fuera en la propia casa, cargadas de
recetas de cocina y de regalos augurales. Tránsito Ariza conocía aquel mundo,
aunque sólo esa vez lo sufrió en carne propia, y sabía que sus clientas
reaparecían en vísperas de las fiestas grandes a pedirle el favor de que desenterrara
sus múcuras y les prestara las joyas empeñadas, por solo veinticuatro horas,
mediante el pago de un interés adicional. Hacía mucho tiempo que no ocurría
como esa vez, que las múcuras se quedaran vacías para que las señoras de
apellidos largos abandonaran sus santuarios de sombras y aparecieran radiantes,
con sus propias joyas prestadas, en una boda como no se vio otra de tanto
esplendor en el resto del siglo, y cuya gloria final fue el padrinazgo del
doctor Rafael Núñez, tres veces presidente de la República, filósofo, poeta y
autor de la letra del Himno Nacional, según podía aprenderse desde entonces en
algunos diccionarios recientes. Fermina Daza llegó al altar mayor de la
catedral del brazo de su padre, a quien el traje de etiqueta le infundió por un
día un aire equívoco de respetabilidad. Se casó para siempre frente al altar
mayor de la catedral en una misa concelebrada por tres obispos, a las once de
la mañana del día de gloria de la Santísima Trinidad, y sin un pensamiento de
caridad para Florentino Ariza, que a esa hora deliraba de fiebre, muriéndose
por ella, en la intemperie de un buque que no había de llevarlo al olvido.
Durante la ceremonia, y después en la fiesta, mantuvo una sonrisa que parecía
fijada con albayalde, un gesto sin alma que algunos interpretaron como la
sonrisa de burla de la victoria, pero que en realidad era un pobre recurso para
disimular su terror de virgen recién casada (García Márquez, 1985, pg.
221-223).
En cambio, Florentino Ariza perdió la
virginidad a manos de una desconocida así como así, sin ton ni son, al mismo
tiempo que Fermina Daza. De las tres hermanas, quizá fue Rosalba, nunca se supo.
Pero también fue cuando descubrió que el amor ilusorio por Fermina Daza podía
sustituirse por una pasión terrenal. En todo caso, una fantasía sadomasoquista,
violenta con humillación, como la de Leona Cassiani, porque ambos eran
sobrevivientes del abuso sexual.
Siendo muy joven, un hombre fuerte y
diestro, al que nunca le vio la cara, la había tumbado por sorpresa en las escolleras,
la había desnudado a zarpazos, y le había hecho un amor instantáneo y
frenético. Tirada sobre las piedras, llena de cortaduras por todo el cuerpo,
ella hubiera querido que ese hombre se quedar allí para siempre, para morirse
de amor en sus brazos. No le había visto la cara, no le había oído la voz, pero
estaba segura de reconocerlo entre miles por su forma y su medida y su modo de
hacer el amor. Desde entonces, a todo el que quiso oírla le decía: “Si alguna
vez sabes de un tipo grande y fuerte que violó a una pobre negra de la calle en
la Escollera de los Ahogados, un quince de octubre como a las once y media de
la noche, dile dónde puede encontrarme”. Lo decía por puro hábito, y se lo
había dicho a tantos que ya no le quedaban esperanzas (García Márquez, 1985,
pg. 368).
De modo que los más de treinta y tres
personajes que intervienen en esta novela encarnan lo polimorfo perverso, las pulsiones
y los mecanismos de defensa, temas ligados con al desarrollo psicosexual, el
proceso de desarrollar la capacidad de reconocer al otro como individuo
autónomo, complementario precisamente porque es diferente, asuntos relacionados
con las vicisitudes del complejo de Edipo y, por supuesto, con los orígenes de
la patología mental. Trata la manera en que se construyen la mente y la
identidad sexual a lo largo de la vida. Que en el caso de Florentino Ariza utiliza
la estrategia de cazador nocturno a la espera de la Reina Coronada, mientras
que Fermina Daza lo hizo dentro del canon del establecimiento: mediante el
vivir doméstico, el matrimonio y la reproducción. Hasta que por fin realizaron
juntos su amor edípico, prohibido.
Por último, vale la pena aclarar que a esta
manera de ver las cosas en psicoanálisis se le conoce como modelo monopersonal,
porque su finalidad primordial es estudiar con la mayor objetividad posible el
contenido mental de la otra persona. Pero también este enfoque deja entrever que
la mente construye vínculos sin parar, así se trate de un monólogo interior, de
modo que el individuo aislado es una construcción teórica pues siempre está en
relación con alguien más, así esté solo.
Hasta podría especularse que en “El amor en
los tiempos el cólera” Gabriel García Márquez (1985) novela los “Tres ensayos
de la teoría sexual” de Freud (1905).
II
El modelo objetal es un desarrollo
postfreudiano. Gira alrededor de la noción de que el eje de los vínculos de las
relaciones humanas es la interacción continua de la identificación proyectiva (Klein,
1957) y el reverie (Bion, 1963). Fantasía inconsciente
que se deposita en el objeto como medida defensiva que escinde el yo, y cuya
evolución va desde el polo más primitivo de la sustitución de la realidad
externa por la interna, es decir de la posición esquizoparanoide, hasta el otro
extremo, cuando la identificación proyectiva madura comunica, no invade, tolera
la realidad, que siempre es más rica que la fantasía, y esta es la posición
depresiva. De modo que desde el nacimiento hasta la muerte hay oscilación entre
lo esquizoparanoide y lo depresivo en virtud del aprendizaje a partir de la
experiencia, si las cosas salen bien, y los avatares de estos mecanismos
mentales siempre se dan en relación con alguien más.
La posición depresiva es central en el
desarrollo infantil. En condiciones normales se experimenta a mediados del
primer año y durante la vida se regresa intermitentemente a ella,
enriqueciéndola cada vez más. Implica aceptar fantasías y sentimientos de odio
acerca del objeto de amor, cuyo modelo primigenio es la relación con la madre:
en un principio ella se vivió como dos objetos parciales separados, uno
idealizado y amado mientras que el otro fue persecutorio y odiado.
Durante las etapas tempranas del desarrollo
mental la ansiedad dominante se relaciona con la supervivencia del self,
mientras que ya en la posición depresiva la característica es que el bienestar
del objeto se vuelve la preocupación dominante. Resulta que si se logra la
confluencia de las figuras amada y la odiada empiezan a aparecer ansiedades
ligadas al otro, como objeto total, con culpa y deseo de reparar, con tristeza
plena y un amor profundo. Así las capacidades del yo aumentan y el mundo se
enriquece, se percibe de una manera más independiente y realista puesto que
disminuye el control omnipotente sobre el objeto.
Pero también la posición depresiva está
relacionada con la pérdida y el duelo. Aceptar que el otro es un individuo
ajeno implica un luto y abarca todas las relaciones objetales, de manera que la
situación edípica también está involucrada en este nuevo estado de cosas. Este
duelo podría negarse, las ansiedades depresivas pueden afrontarse con defensas
maniacas y obsesivas, junto con la escisión y la paranoia de la posición
esquizoparanoide; defensas que pueden ser transitorias o establecerse de manera
rígida y perpetua.
La posición depresiva se expresa en
cualquier momento de la vida en alguien capaz de responsabilizarse y aceptar la
diferencia entre el yo y el no yo, con necesidad de reparación, en lugar de culpa,
en relación con los ataques cargados de odio contra objetos internos y
externos, con niveles variables de percepción de la catástrofe y un duelo
normal por la pérdida, que hasta podría llegar a la depresión severa. (Bott
Spillius, et al, 2011). Es la tolerancia por la diversidad humana y la
ambivalencia. Es la capacidad de supeditar la agresividad a lo constructivo y desarrollar
la posibilidad de simbolizar. El libre albedrío existe en la medida en que se
es dueño de sí mismo, mientras que se está determinado por la compulsión a la
repetición en cuanto hay conflictos. La posición depresiva es afín a la
genitalidad, son complementarias, hasta podría decirse que para alcanzar la
genitalidad se requiere de la posición depresiva y viceversa, para lograr la
depresiva se requiere la genitalidad (Britton, 1998).
Y Florentino Ariza huye de la elaboración
del duelo por la pérdida de Fermina Daza: la espera durante más de medio siglo mientras
vive su vida y construye seiscientos veintidós relaciones imposibles, aparte de
incontables aventuras fugaces. De modo que registra en “Ellas” no solo sus
conquistas sino sus pérdidas. “Florentino Ariza tenía que atender entonces a
demasiados compromisos al mismo tiempo, pero nunca le flaquearon los ánimos
para acrecentar sus negocios de cazador furtivo” (García Márquez, 1985, pg.
248). Para manejar el dolor que le infligía la mujer de su desventura recurrió
a la manía, la escición y la defensa obsesiva. Sucede que los románticos amores
son esquizoparanoides porque predomina la realidad interna sobre la externa. Y
en el caso de Florentino Ariza duró más de cincuenta años inmutable
precisamente porque eran una ficción. Solo al final logró poner a prueba en el
mundo su amor ilusorio, durante la mayor parte de su vida le sirvió de defensa
contra la intimidad.
En Florentino Ariza predomina el
funcionamiento esquizoparanoide, por eso es un personaje tan pintoresco, carece
del estoicismo de la posición depresiva, que es más bien la característica del
doctor Juvenal Urbino, un hombre aplomado, predecible y confiable, hasta el
punto que algunos lo consideran un santo. Florentino Ariza no siente celos al quedar
excluido por el matrimonio Urbino Daza, es una sensación más primitiva: la
envidia. Una manera de manejar este sentimiento imperioso y destructivo es
escribir cartas de amor por encargo con las que controla la vida sexual de
otras parejas con el pretexto de apariencia altruista de que necesita compartir
todo el amor que lleva por dentro. Florentino Ariza envidia la pareja idealizada
llena de riquezas y privilegios del doctor Urbino y Fermina Daza, quiere
destruirla: pasa más de medio siglo deseando la muerte de él y se alegra con su
vejez y deterioro.
Fermina Daza despidió a la mayoría junto al
altar, pero acompañó al último grupo de amigos íntimos hasta la puerta de la
calle, para cerrarla ella misma, como lo había hecho siempre. Se disponía a
hacerlo con el último aliento, cuando vio a Florentino Ariza vestido de luto en
el centro de la sala desierta. Se alegró, porque hacía muchos años que lo había
borrado de su vida, y era la primera vez que lo veía a conciencia depurado por
el olvido. Pero antes de que pudiera agradecerle la visita, él se puso el
sombrero en el sitio del corazón, trémulo y digno, y reventó el absceso que
había sido el sustento de su vida.
-Fermina –le dijo-: he esperado esta
ocasión durante más de medio siglo, para repetirle una vez más el juramento de
mi fidelidad eterna y mi amor para siempre.
Fermina Daza se habría creído frente a un
loco, si no hubiera tenido motivos para pensar que Florentino Ariza estaba en
aquel instante inspirado por la gracia del Espíritu Santo. Su impulso inmediato
fue maldecirlo por la profanación de la casa cuando aún estaba caliente en la
tumba el cadáver de su esposo. Pero se lo impidió la dignidad de la rabia.
“Lárgate –le dijo-. Y no te dejes ver nunca más en los años que te queden de
vida.” Volvió a abrir por completo la puerta de la calle que había empezado a
cerrar, y concluyó:
-Que espero sean muy pocos.
Cuando oyó apagarse los pasos en la calle
solitaria, cerró la puerta muy despacio, con la tranca y los cerrojos, y se
enfrentó sola al destino. Nunca, hasta este momento, había tenido una
conciencia tan plena del peso y el tamaño del drama que ella misma había
provocado cuando apenas tenía dieciocho años, y que había de perseguirla hasta
la muerte (García Márquez, 1985, pgs. 79-80).
Pero Florentino Ariza también tiene
momentos depresivos. La solvencia, la prestancia y el prestigio envidiables de
Juvenal Urbino lo llevaron a claudicar ante tío León XII, entonces se trasforma
en un hombre respetable y de bien, en un empresario exitoso: todo lo que tiene
que hacer es obedecer. Así vuelve la envidia un proyecto, no sin cierto desdén:
esta es la forma más primitiva y apasionada de expresar la agresividad de la
posición esquizoparanoide, que al elaborarla, camino a la posición depresiva, se
transforma en admiración, por ejemplo.
Florentino Ariza había prefigurado aquel
momento hasta en sus detalles ínfimos desde los días de su juventud en que se
consagró por completo a la causa de ese amor temerario. Por ella había ganado
nombre y fortuna sin reparar demasiado en los métodos, por ella había cuidado
de su salud y su apariencia personal con un rigor que no les parecía muy
varonil a otros hombres de su tiempo, y había esperado aquel día como nadie
hubiera podido esperar nada ni a nadie en este mundo: sin un instante de
desaliento. La comprobación de que la muerte había intercedido por fin a favor
suyo, le infundió el coraje que necesitaba para reiterarle a Fermina Daza, en
su primera noche de viuda, el juramento de su fidelidad eterna y su amor para
siempre (García Márquez, 1985, pgs. 393-394).
Se trata de elaborar el duelo del
narcisismo primario, de aceptar que la realidad es imperfecta, de asimilar los
hechos tozudos de la vida: las limitaciones personales, el gradiente
generacional y la muerte (Money Kyrle, 1968; 1971). Este es el desafío. Florentino
Ariza no es un enfermo mental, en el fondo todos somos como él: debemos encargarnos
de nosotros mismos. La única posibilidad de construir una vida satisfactoria es
conocerse, ser coherente consigo, respetar los sentimientos, pues son de las
pocas cosas de las que podemos estar seguros, y no siempre se respetan ni se
atienden.
El influjo de la posición esquizoparanoide y
la depresiva está presente en el devenir de la familia Urbina y Daza. Después
del relámpago de amor por Fermina Daza el doctor Juvenal Urbina elabora el paso
del enamoramiento al amor maduro, mientras Fermina Daza aprende a quererlo con
serenidad y dignidad en medio del óxido de la rutina cómoda y segura que
construyeron juntos, complementariamente. Pero luego regresan a una nueva posición
esquizoparanoide: aparece en el matrimonio maduro y apacible algo sabido no
pensado. Una cierta insatisfacción los lleva a la crisis, la única manera de
elaborar la situación. Entonces, por un lado, aparece la amante, la señorita
Bárbara Lynch, y, por el otro, el tabaquismo y las fantasías masturbatorias de
ella en las que Florentino Ariza era el protagonista. Al final elaboran el
duelo por el paraíso conyugal perdido, alcanzando una nueva posición depresiva:
él confiesa sus pecados y se enmienda, mientras que ella se toma su tiempo para
restañar las heridas que le causó la infidelidad en la casa de la prima
Hildebranda Sánchez, mientras descansa de él y del vivir doméstico. Luego las
cosas regresan a la normalidad. Hasta que ella enviuda, entonces entra en una
nueva posición esquizoparanoide, pero tiene la gallardía de elaborar el duelo por
la muerte de su esposo a sus setenta y dos años, y finalmente alcanzar una
nueva posición depresiva que le permite emprender otra relación, en esta
ocasión con Florentino Ariza que no es, simplemente, una repetición ni un
sustituto, y se embarcan juntos en La Nueva Fidelidad hasta el último día de
sus vidas. Se quedan juntos hasta que la muerte los separe, como debe ser.
El doctor Juvenal Urbino había sido el
soltero más apetecido a los veintiocho años. Regresaba de una larga estancia en
Paris, donde hizo estudios superiores de medicina y cirugía, y desde que pisó
tierra firme dio muestras abrumadoras de que no había perdido un minuto de su
tiempo. Volvió más atildado que cuando se fue, más dueño de su índole, y
ninguno de sus compañeros de generación parecía tan severo y tan sabio como él
en su ciencia, pero tampoco había ninguno que bailara mejor la música de moda
ni improvisara mejor en el piano. Seducidas por sus gracias personales y por la
certidumbre de su fortuna familiar, las muchachas de su medio hacían rifas
secretas para jugar a quedarse con él, y él jugaba también a quedarse con
ellas, pero logró mantenerse en estado de gracia, intacto y tentador, hasta que
sucumbió sin resistencia a los encantos plebeyos de Fermina Daza (García
Márquez, 1985, pg. 153).
Él fue el primer hombre al que Fermina Daza
oyó orinar. Lo oyó la noche de bodas en el camarote del barco que los llevaba a
Francia, mientras estaba postrada por el mareo, y el ruido de su manantial de
caballo le pareció tan potente e investido de tanta autoridad, que aumentó su
terror por los estragos que temía. Aquel recuerdo volvía con frecuencia a su
memoria, a medida que los años iban debilitando el manantial, porque nunca pudo
resignarse a que él dejara mojado el borde de la taza cada vez que la usaba. El
doctor Urbino trataba de convencerla, con argumentos fáciles de entender por
quien quisiera entenderlos, de que aquel accidente no se repetía a diario por
descuido suyo, como ella insistía, sino por una razón: su manantial de joven
era tan definido y directo, que en el colegio había ganado torneos de puntería
para llenar botellas, pero con los usos de la edad no sólo fue decayendo, sino
que se hizo oblicuo, se ramificaba, y se volvió por fin una fuente de fantasía
imposible de dirigir a pesar de los muchos esfuerzos que él hacía para
enderezarlo. Decía: “El inodoro tuvo que ser inventado por alguien que no sabía
nada de hombres”. Contribuía a la paz doméstica con un acto cotidiano que era
más de humillación que de humildad: secaba con papel higiénico los bordes de la
taza cada vez que la usaba. Ella lo sabía, pero nunca decía nada mientras no
eran demasiado evidentes los vapores amoniacales dentro del baño, y entonces
los proclamaba como el descubrimiento de un crimen: “Esto apesta a criadero de
conejos”. En vísperas de la vejez, el mismo estorbo del cuerpo le inspiró al
doctor Urbino la solución final: orinaba sentado, como ella, lo cual dejaba la
taza limpia, y además lo dejaba a él en estado de gracia (García Márquez, 1985,
pgs. 50-51).
Habían quedado atrás las casualidades
deliciosas de que ella entrara mientras él se bañaba, y a pesar de los pleitos,
de las berenjenas venenosas, y a pesar de las hermanas dementes y de la madre
que las parió, él tenía todavía bastante amor para pedirle que lo jabonara.
Ella empezaba a hacerlo con las migajas de amor que todavía le sobraban de
Europa, y ambos se iban dejando traicionar por los recuerdos, ablandándose sin
quererlo, queriéndose sin decirlo, y terminaban muriéndose de amor por el
suelo, embadurnados de espumas fragantes, mientras oían a las criadas hablando
de ellos en el lavadero: “Si no tienen más hijos es porque no tiran”. De vez en
cuando, al regreso de una fiesta loca, la nostalgia agazapada detrás de la
puerta los tumbaba de un zarpazo, y entonces ocurría una explosión maravillosa
en la que todo era otra vez como antes, y por cinco minutos volvían a ser los
amantes desbraguetados de la luna de miel (García Márquez, 1985, pg. 298).
Se aferró al esposo. Y justo por la época
en que él la necesitaba más, porque iba delante de ella con diez años de
desventaja tantaleando solo entre las nieblas de la vejez, y con las desventajas
peores de ser hombre y más débil, y se sentían incómodos por la frecuencia con
que adivinaban el pensamiento sin proponérselo, o por el accidente ridículo de
que el uno se anticipara en público a lo que el otro iba a decir. Habían
sorteado juntos incomprensiones cotidianas, los odios instantáneos, las
porquerías recíprocas y los fabulosos relámpagos de gloria de la complicidad
conyugal. Fue la época en que se amaron mejor, sin prisa y sin excesos, y ambos
fueron más conscientes y agradecidos de sus victorias inverosímiles contra la
adversidad. La vida había de depararles todavía otras pruebas mortales, por
supuesto, pero ya no importaba: estaban en la otra orilla (García Márquez,
1985, pg. 319).
Juntos se volvieron una sola carne
entregados al vivir doméstico burgués, pero tal como suele suceder en cualquier
hogar, acecha la posición esquizoparanoide: Juvenal Urbino y Fermina Daza son la
pareja perfecta, lo cual es una idealización esquizoparanoide. Las personas
siempre se quejan con sinceridad, en especial de la pareja.
El doctor Urbino justificaba su propia
debilidad con argumentos de crisis, sin preguntarse siquiera si no estaban en
contra de su iglesia. No admitía que los conflictos con la esposa tuvieran
origen en el aire enrarecido de la casa, sino en la naturaleza misma del
matrimonio: una invención absurda que sólo podía existir por la gracia infinita
de Dios. Estaba contra toda razón científica que dos personas apenas conocidas,
sin parentesco alguno entre sí, con caracteres distintos, con culturas
distintas, y hasta con sexos distintos, se vieran comprometidas de golpe a
vivir juntas, a dormir en la misma cama, a compartir dos destinos que tal vez
estuvieran determinados en sentidos divergentes. Decía: “El problema del
matrimonio es que se acaba todas las noches después de hacer el amor, y hay que
volver a reconstruirlo todas las mañanas antes del desayuno”. Peor aún el de
ellos, decía, surgido de dos clases antagónicas, y en una ciudad que todavía
seguía soñando con el regreso de los virreyes. La única argamasa posible era
algo tan improbable y voluble como el amor, si lo había, y en el caso de ellos
no lo había cuando se casaron, y el destino no había hecho nada más que
enfrentarlos a la realidad cuando estaban a punto de inventarlo (García Márquez,
1985, pgs. 297-298).
Pero aparte de esas ocasiones raras, uno de
los dos estaba siempre más cansado que el otro a la hora de acostarse. Ella se
demoraba en el baño enrollando sus cigarrillos de papel perfumado, fumando
sola, reincidiendo en sus amores de consolación como cuando era joven y libre
en su casa, dueña única de su cuerpo. Siempre le dolía la cabeza, o hacía
demasiado calor; siempre, o se hacía la dormida, o tenía la regla, siempre la
regla. Tanto, que el doctor Urbino se había atrevido a decir en clase, solo por
el alivio de un desahogo sin confesión, que después de diez años de casadas las
mujeres tenían la regla hasta tres veces por semana (García Márquez, 1985, pgs.
298-299).
Esta es una narración equilibrada: ambos
fueron infieles. Empezaban a olvidarse el uno del otro. Florentino Ariza protagonizaba
las fantasías masturbatorias de ella. Si bien, en el sentido freudiano, no hay
infidelidad si no se realiza el acto sexual en la práctica, desde el enfoque objetal
los clérigos sí tienen razón: existe el pecado de pensamiento, palabra, obra y
omisión por la sencilla razón de que implica una relación así sea fantaseada, hay
un objeto, que así sea interno, supone inversión libidinal, de modo que ocupa
espacio mental, y lo principal es el objeto interno. El vértigo de la
infidelidad no es recomendable para todo el mundo. El doctor Juvenal Urbino, en
cambio, descubrió aterrado que lo que da sentido a la amante es la
clandestinidad que exige al tener pareja legítima, y viceversa, el cónyugue se
complementa con el amor subterráneo. Florentino Ariza, que era soltero, no
tenía el más mínimo interés por esta clase de consideraciones.
Fermina Daza no supo dónde situar el olor
de la ropa dentro de la rutina de su esposo. No podía ser entre la clase
matinal y el almuerzo, pues suponía que ninguna mujer en su sano juicio iba a
hacer un amor apurado a semejantes horas, y menos con una visita, mientras
estaba pendiente de barrer la casa, arreglar las camas, hacer el mercado,
preparar el almuerzo, y tal vez con la angustia de que a uno de los niños lo
mandaran de la escuela antes de tiempo descalabrado de una pedrada, y la
encontrara desnuda a las once de la mañana en el cuarto sin hacer, y para colmo
de vainas con un médico encima. Sabía, por otra parte, que el doctor Juvenal Urbino
sólo hacía el amor de noche, y mejor aún en la oscuridad absoluta, y en último
caso antes del desayuno al arrullo de los primeros pájaros. Después de esa
hora, según él decía, era más el trabajo de quitarse la ropa y volver a
ponérsela, que el placer de un amor de gallo. De modo que la contaminación de
la ropa solo podía ocurrir en alguna de las visitas médicas, o en cualquier
momento escamoteado a sus noches de ajedrez y de cine. Esto último era difícil
de esclarecer, porque al contrario de tantas amigas suyas, Fermina Daza era
demasiado orgullosa para espiar al marido, o para pedirle a alguien que lo
hiciera por ella. El horario de las visitas, que parecía el más apropiado para
la infidelidad, era además el más fácil de vigilar, porque el doctor Juvenal
Urbino llevaba una relación minuciosa de cada uno de sus clientes, inclusive
con el estado de cuentas de sus honorarios, desde que los visitaba por primera
vez hasta que los despedía de este mundo con una cruz final y una frase por el
bienestar del alma (García Márquez, 1985, pgs. 338-339).
El doctor Juvenal Urbino llegó a la cita
del sábado con diez minutos de adelanto, cuando la señorita Lynch no había
acabado de vestirse para recibirlo. Desde sus tiempos de París, cuando tenía
que presentarse a un examen oral, no había sentido una tensión semejante.
Tendida en la cama de lienzo, con una tenue combinación de seda, la señorita
Lynch era de una belleza interminable. Todo en ella era grande e intenso: sus
muslos de sirena, su piel a fuego lento, sus senos atónitos, sus encías
diáfanas de dientes perfectos, y todo su cuerpo irradiaba un vapor de buena
salud que era el olor humano que Fermina Daza encontraba en la ropa del esposo.
Había ido a consulta externa porque sufría de algo que ella llamaba con mucha gracia
“cólicos torcidos”, y el doctor Urbino pensaba que era un síntoma de no tomar a
la ligera. De modo que palpó sus órganos internos con más intención que
atención, y mientras tanto iba olvidándose de su propia sabiduría y
descubriendo asombrado que aquella criatura de maravilla era tan bella por
dentro como por fuera, y entonces se abandonó a las delicias del tacto, no ya
como el médico mejor calificado del litoral Caribe, sino como un pobre hombre
de Dios atormentado por el desorden de los intestinos (García Márquez, 1985,
pgs. 345-347).
El mundo se volvió un infierno. Pues una
vez saciada la locura inicial, ambos tomaron conciencia de los riesgos, y el
doctor Juvenal Urbino no tuvo nunca la decisión de afrontar el escándalo. En
los delirios de la fiebre lo prometía todo, pero después que todo pasaba todo
volvía a quedar para después. En cambio, a medida que aumentaban las ansias de
estar con ella aumentaba también el temor a perderla, de modo que los
encuentros fueron siendo cada vez más apresurados y difíciles. No pensaba en
otra cosa. Esperaba las tardes con una ansiedad insoportable, se le olvidaban
los otros compromisos, se le olvidaba todo menos ella, pero a medida que el
coche se acercaba a la marisma de la Mala Crianza iba rogando a Dios que un inconveniente
de última hora lo obligara a pasar de largo. Iba en tal estado de angustia, que
a veces se alegraba al ver desde la esquina la cabeza algodonada del reverendo
Lynch leyendo en la terraza, y a la hija en la sala, catequizando a los niños
del barrio con los Evangelios Cantados. Entonces se iba feliz a su casa para no
seguir desafiando el azar, pero después se sentía enloquecer de ansiedad porque
volvieran a ser todo el día las cinco de la tarde de todos los días.
De modo que los amores se volvieron
imposibles cuando el coche se hizo demasiado notorio en la puerta, y al cabo de
tres meses ya no fueron nada más que ridículos. Sin tiempo para decirse nada,
la señorita Lynch se metía en el dormitorio tan pronto como veía entrar al
amante aturdido. Había adoptado la precaución de ponerse una falda ancha los
días en que lo esperaba, una preciosa pollera de Jamaica con volantes de flores
coloradas, pero sin ropa interior, sin nada, creyendo que la facilidad iba a
ayudarlo contra el miedo. Pero él malgastaba todo cuanto ella hacía por hacerlo
feliz. La seguía jadeando hasta el dormitorio, empapado de sudor, y entraba en
estampida tirándolo todo por el suelo, el bastón, el maletín de médico, el
sombreo panamá, y hacía un amor de pánico con los pantalones enrollados en las
corvas, con el saco abotonado para que la estorbara menos, con la leontina de
oro en el chaleco, con los zapatos puestos, con todo, y más pendiente de irse
cuanto antes que de cumplir con su placer. Ella se quedaba en ayunas, entrando
apenas en su túnel de soledad, cuando ya él estaba abotonándose de nuevo,
exhausto, como si hubiera hecho el amor absoluto en la línea divisoria de la
vida y la muerte, cuando en realidad no había hecho sino lo mucho que el acto
de amor tiene de hazaña física. Pero estaba en su ley: el tiempo justo para
aplicar una inyección intravenosa en un tratamiento de rutina. Entonces
regresaba a la casa avergonzado de su debilidad, con ganas de morirse,
maldiciéndose por su falta de valor para pedirle a Fermina Daza que le bajara
los pantalones y lo sentara de culo en un brasero. No cenaba, rezaba sin
convicción, fingía continuar en la cama la lectura de la siesta mientras su
esposa daba vueltas y vueltas por la casa poniendo el mundo en orden antes de
acostarse. A medida que cabeceaba sobre el libro iba hundiéndose poco a poco en
el manglar inevitable de la señorita Lynch, en su vaho de floresta yacente, su
cama de morir, y entonces no lograba pensar en nada más que en los cinco menos
cinco de la tarde de mañana, y ella esperándolo en la cama sin nada más que su
monte de estropajo oscuro bajo la falda loca de Jamaica: el círculo infernal (García
Márquez, 1985, pgs. 349-351).
¿¡Quién dijo que la infidelidad es un
placer!? Es un desafío. Implica mentira, mantener la imagen de normalidad,
seguir el hilo de todas las vaguedades que se aducen, justificarse. Además se
siente la presencia de otra persona mucho antes de descubrirla. Y Fermina Daza está
ambivalente, por un lado tienr la necesidad saber y, por el otro, la aterra
conocer. El consuelo que aporta la verdad personal está en la coherencia que
trae, pero también acarrea pensamientos junto con sus consecuencias. Hasta que
por fin un día ella se atreve a preguntar y enfrentar la situación.
Pues esto ocurrió después de que ella lo
interrumpió en su lectura de la tarde para pedirle que la mirara a la cara, y
él tuvo el primer indicio de que su círculo infernal se había descubierto. No
entendía cómo, sin embargo, porque le habría sido imposible imaginar que
Fermina Daza hubiera encontrado la verdad por puro olfato. De todos modos, y
desde mucho antes, esta no era una ciudad buena para tener secretos. Al poco
tiempo de instalados los primeros teléfonos domésticos, varios matrimonios que
parecían estables se acabaron por chismes de llamadas anónimas, y muchas
familias atemorizadas suspendieron el servicio o se negaron a tenerlo durante
años. El doctor Urbino sabía que su esposa se respetaba tanto a sí misma como
para no permitir siquiera un intento de infidencia anónima por teléfono, y no
podía imaginarse a nadie tan atrevido como para hacérsela en nombre propio. En
cambio, le temía al método antiguo: un papel deslizado por debajo de la puerta
por una mano desconocida podía ser eficaz, no sólo porque garantizaba el doble
anónimo del remitente y el destinatario, sino porque su estirpe legendaria
permitía atribuirle alguna relación metafísica con los designios de la Divina
Providencia (García Márquez, 1985, pgs. 352-353).
Entonces aparece el desarrollo del
pensamiento del doctor Juvenal Urbino: pasa de la quintaesencia de lo
esquizoparanoide, de la idealización extrema del enamorado, que siempre
exagera, a la reflexión de la posición depresiva. Encuentra las limitaciones
que la realidad impone, hasta que por último, en medio del duelo parcialmente
resuelto vincula ideas y sentimientos, construye pensamiento, simboliza y
sublima al publicarlo (Civitarese, 2016), en otras palabras, confiesa.
Y entonces él se lo contó todo, sintiendo
que se quitaba de encima el peso del mundo, porque estaba convencido de que
ella lo sabía y sólo le faltaba confirmar los pormenores. Pero no era así, por
supuesto, de modo que mientras él hablaba ella volvió a llorar, y con unas
lágrimas sueltas y salobres que se le escurrían por la cara, y le ardían en el
camisón de dormir y le inflaban la vida, porque él no había hecho lo que ella
esperaba con el alma en un hilo, y era que lo negara todo hasta la muerte, que
se indignara por la calumnia, que se cagara a gritos en esta sociedad de mala
madre que no tenía el menor reparo en pisotear la honra ajena, y que se hubiera
mantenido imperturbable aun frente a las pruebas demoledoras de su deslealtad:
como un hombre (García Márquez, 1985, pgs. 356-357).
Entonces él tenía su determinación tan bien
tomada que a las cinco de la tarde no pasó por la casa de la señorita Lynch.
Las promesas de amor eterno, la ilusión de una casa discreta para ella sola
donde él pudiera visitarla sin sobresaltos, la felicidad sin prisa hasta la
muerte, todo cuanto él había prometido en las llamaradas del amor quedó
cancelado por siempre jamás. Lo último que la señorita Lynch tuvo de él fue una
diadema de esmeraldas que el cochero le entregó sin comentarios, sin un recado,
sin una nota escrita, y dentro de una cajita envuelta con papel de farmacia para
que el mismo cochero la creyera una medicina de urgencia. No volvió a verla ni
por casualidad en el resto de su vida, y sólo Dios supo cuánto dolor le costó
esta resolución heroica, y cuántas lágrimas de hiel tuvo que derramar encerrado
en el retrete para sobrevivir a su desastre íntimo, a las cinco, en vez de ir
con ella, hizo ante su confesor un acto de contrición profunda, y el domingo
siguiente comulgó con el corazón hecho pedazos, pero con el alma tranquila (García Márquez, 1985, pgs. 353-354).
Y eventualmente regresa la normalidad al vivir
doméstico del doctor Juvenal Urbino y Fermina Daza, encuentran una nueva
posición depresiva que por supuesto vuelve a perderse con la muerte de él,
entonces ella se encarga de la viudez.
No podía sortear un recóndito sentimiento
de rencor contra el marido por haberla dejado sola en medio del océano. Todo lo
suyo le provocaba el llanto: la piyama debajo de la almohada, las pantuflas que
siempre le parecieron de enfermo, el recuerdo de su imagen desvistiéndose en el
fondo del espejo mientras ella se peinaba para dormir, el olor de su piel que
había de persistir en la de ella mucho tiempo después de la muerte. Se detenía
a mitad de cualquier cosa que estuviera haciendo y se daba una palmadita en la
frente, porque de pronto se acordaba de algo que olvidó decirle. A cada
instante le venían a la mente las tantas preguntas cotidianas que sólo él le
podía contestar. Alguna vez él le había dicho algo que ella no podía concebir:
los amputados sienten dolores, calambres, cosquillas en la pierna que ya no
tienen. Así se sentía ella sin él, sintiéndolo estar donde ya no estaba (García
Márquez, 1985, pgs. 397-398).
Todo el mundo está avocado al horror de la
vida real. Se trata más de perder que de acumular, hasta que al final se pierde
la vida misma, de modo que los duelos son el mecanismo de cicatrización de la
mente. Y no es solo dejar de penar por la pérdida, se trata de aprender a
partir de la experiencia y recuperar la posibilidad de seguir adelante construyendo
nuevos vínculos, que tiendan a una situación más satisfactoria. Quizá esto es
lo que llaman sabiduría.
Le había bastado aquel primer año para
asumir la viudez. El recuerdo petrificado del marido dejó de ser un tropiezo en
sus actos cotidianos, en sus pensamientos íntimos, en sus intenciones más
simples, y se convirtió en una presencia vigilante que la guiaba sin
estorbarla. A veces lo encontraba, no como una aparición, sino en carne y
hueso, donde en verdad le hacía falta. La alentaba la certidumbre de que él
estaba allí, todavía vivo pero sin sus caprichos de hombre, sin su exigencias
patriarcales, sin la necesidad agotadora de que ella lo amara con el mismo
ritual de besos inoportunos y palabras tiernas con que él la amaba. Pues
entonces lo entendía mejor que cuando estaba vivo, entendió la ansiedad de su
amor, la urgencia de encontrar en ella la seguridad que parecía ser el soporte
de su vida pública, y que en realidad no tuvo nunca. Un día, en el colmo de la
desesperación, ella le había gritado: “No te das cuenta de lo infeliz que soy”.
Él se quitó los lentes con un gesto muy suyo, sin alterarse, la inundó con las
aguas diáfanas de sus ojos pueriles, y en una sola frase el echó encima todo el
peso de su sapiencia insoportable: “Recuerda siempre que lo más importante de
un buen matrimonio no es la felicidad sino la estabilidad”. Desde sus primeras
soledades de viuda ella entendió que aquella frase no escondía la amenaza
mezquina que le había atribuido en su tiempo, sino la piedra lunar que les
había proporcionado a ambos tantas horas felices (García Márquez, 1985, pgs. 426).
Y con la elaboración del duelo, Fermina
Daza descubre el placer adquirido de vivir a solas, que para aprender a
disfrutarlo se requiere conocer su par antitético: el haber vivido en pareja. No
es una salida maníaca frente al duelo, es una nueva manera de hacer las cosas. Construye
un nuevo modo de vivir.
En el ocio reparador de la soledad, en
cambio, las viudas descubrían que la forma honrada de vivir era a merced del
cuerpo, comiendo sólo por hambre, amando sin mentir, durmiendo sin tener que
fingirse dormidas para escapar a la indecencia del amor oficial, dueñas por fin
del derecho a una cama entera para ellas solas en la que nadie les disputaba la
mitad de su sábana, la mitad de su aire de respirar, la mitad de su noche.
Hasta que el cuerpo se saciaba de soñar con sus sueños propios, y despertaba
solo. En sus amaneceres de cazador furtivo, Florentino Ariza las encontraba en
la salida de la misa de cinco, amortajadas de negro y con el cuervo del destino
en el hombro. Desde que lo vislumbraban en la claridad del alba atravesaban la
calle y cambiaban de acera con pasos menudos y entrecortados, pasos de
pajarito, pues el solo pasar cerca de un hombre podía mancillarles la honra.
Sin embargo, él estaba convencido de que una viuda desconsolada, más que
cualquier otra mujer, podía llevar adentro la semilla de la felicidad (García
Márquez, 1985, pgs. 288-289).
Esta es una observación empírica de primera
mano: en “Ellas” figuraban Prudencia Pitre y Prudencia de Arellano, junto con
Josefa de Zúñiga, intuye que elaborar el duelo abre la puerta para volver a
invertir la líbido de nuevo.
En enero de 1824, el comodoro Juan Bernardo
Elbers, fundador de la navegación fluvial, había abanderado el primer buque a
vapor que surcó el río de la Magdalena, un trasto primitivo de cuarenta
caballos de fuerza que se llamaba Fidelidad. Más de un siglo después, un 7 de
julio a las seis de la tarde, el doctor Urbino Daza y su esposa acompañaron a
Fermina Daza a tomar el buque que había de llevarla a su primer viaje por el
río. Era el primero construido en los astilleros locales, que Florentino Ariza
había bautizado en memoria de su antecesor glorioso: Nueva Fidelidad. Fermina
Daza no pudo creer nunca que aquel nombre tan significativo para ellos fuera de
veras una casualidad histórica, y no una gracia más del romanticismo crónico de
Florentino Ariza (García Márquez, 1985, p. 461-462).
Era como si hubieran saltado el calvario
del amor, y hubieran ido sin más vueltas al grano del amor. Transcurrían en
silencio como dos viejos esposos escaldados por la vida, más allá de las
trampas de la pasión, más allá de las burlas brutales de las ilusiones y los
espejismos de los desengaños: más allá del amor. Pues habían vivido juntos lo
bastante para darse cuenta de que el amor era el amor en cualquier tiempo y en
cualquier parte, pero tanto más denso cuanto más cerca de la muerte (García
Márquez, 1985, pg. 490).
De modo, entonces, que hasta podría
especularse que en “El amor en los tiempos el cólera” Gabriel García Márquez
(1985) no solo novela “Tres ensayos sobre la teoría sexual” de Freud (1905), también
tiene en cuenta “Envidia y gratitud” de Melanie Klein (1957) y “Volviendo a
pensar” de Wilfred Bion (1963), un desarrollo teórico postkleiniano.
III
Hemos enumerado piezas psicoanalíticas que
pueden reconocerse en “El amor en los tiempos de cólera” dentro de una
progresión que va del enfoque freudiano al kleiniano y luego al bioniano, pero
falta darle vida a estos elementos dispersos. Se trata de señalar ese aspecto
inefable, algo que está más allá de la suma de los componentes. Aquello que
hace que el relato afecte y ponga a soñar al lector. Me refiero a esa capacidad
de construir una relación íntima, empática, y en este sentido el lector termina
la obra en la experiencia de leerla. Me refiero al aspecto intersubjetivo.
La mente es al sistema nervioso como la
digestión al sistema digestivo. El cerebro construye representaciones del mundo
a partir de percepciones, mientras que el pensamiento son ideas asociadas con
emociones, elementos que surgen, en primer lugar, de sensaciones corporales
crudas. Tiende a asociar, a comparar experiencias, a clasificarlas, construye
relaciones desde el nacimiento hasta la muerte.
Así las cosas, la lectura es un fenómeno psicosomático, como todo, pues
se activan las mismas regiones cerebrales que se activarían si el lector en
efecto estuviera realizando la acción, pero también moviliza recuerdos y
sensaciones representadas en redes neuronales, y en este sentido, el cerebro
construye una imagen en espejo de lo que lee, imagen que es personal,
irrepetible (Kandel,
2012; Ammaniti; Gallese, 2014).
Las elucubraciones al leer no son al azar.
Sí tienen valor, contrario a la opinión corriente de que estas ocurrencias son
déficit de atención o hiperactividad. Puede encontrarse la conexión entre ellas
y los significados del escrito, son parte de la experiencia con el texto. Son
comparables al uso técnico de la contratrasferencia, que construye significados
cuando se relacionan con lo que está sucediendo en el campo analítico
intersubjetivo y se emplean como materia prima para hacer interpretaciones.
El arte, en general, significa porque el
usuario de la obra se reconoce inconscientemente en ella al identificarse con
los conflictos y relaciones objetales que allí se representan (Metz, 1977). Por
eso se dice que apreciar el arte es como mirarse en un espejo. Después de todo,
solo puede saberse lo que de antemano se concibe. Y es precisamente por esta
misma razón que los psicoanalistas se analizan al formarse: para comprender los
avatares de la persona con quien se está trabajando en el consultorio.
Pero también hay que aclarar que a lo sumo
que puede aspirarse en un trabajo de psicoanálisis aplicado es a explicar el pensamiento
del analista a través de la obra. Lo
contrario, interpretar los contenidos inconscientes del artista a partir de su
producción solo es viable en la situación clínica: cuando el artista yace en el
diván y la obra de arte es parte de la cadena asociativa, como un sueño, entonces
el material se toma transferencialmente sin disecar los símbolos que allí
aparecen. La creación, y también el descubrimiento científico, no sirven para
hacer arqueología de la mente del creador. Más bien el artista y el usuario de
la obra construyen la experiencia de ensoñar contenidos, pues el creador les da
forma y significado cuando antes eran amorfos y desconocidos, situación que se parece
mucho a lo que sucede en el campo analítico intersubjetivo (Capello, 2016; Sayers, 2011). De manera que
hay un aspecto estético, artístico, en el ejercicio del psicoanálisis de la
misma manera en que hay algo psicoanalítico en el arte.
Para redactar se requiere de un poco de
inspiración y mucho trabajo. Y García Márquez es un narrador magnífico: transforma
una experiencia privada en algo universal. Se justifica detallar los mecanismos
de la novela porque al explorar sus artilugios literarios empieza a entenderse,
de alguna manera, cómo el autor logra un texto tan conmovedor. Quizá el
misterio está en la prosodia. En la naturalidad de sus oraciones: son aireadas,
las palabras cumplen con su función, respeta sus significados y no tiene
cacofonías, usa un vocabulario amplio que va desde el más soez hasta el más erudito,
o tal vez el asunto está en su elección ingeniosa de los adjetivos y adverbios.
Respeta al lector: siempre deja algo a la imaginación, le explica todo sin
hacerlo sentir como imbécil. Lleva al lector a ponerse en los zapatos del
narrador. Quizá es la economía de las palabras, deja dudas, crea misterio, no
le da todas las respuestas al lector. Pero también es la manera en que
administra la información, no se le notan las costuras a la obra, es delicado
al conectar una imagen con la otra. Y se permite cierta repetición, que no es
redundante: resume, recuerda detalles, introduciendo variaciones que hace
avanzar el relato. Tiene momentos de tensión dramática, intercalados con otros
laxos.
Esta es su voz literaria describiendo el
ámbito del Caribe colombiano, la mentalidad inocente y espontanea de su gente, junto
con las costumbres de la parranda vallenata y la gallera, pero también toca la
historia de la región, roza las fronteras de “El General en su laberinto”, sin
dejar de lado la guerra crónica que azota el país. Y hace todo esto en un solo
párrafo, sin incongruencias, mientras progresa el relato que traía.
La distancia de San Juan de la Ciénaga al
antiguo ingenio de San Pedro Alejandrino era de sólo nueve leguas, pero el tren
amarillo tardaba el día completo, porque el maquinista era amigo de los
pasajeros habituales y estos le pedían el favor de parar a cada rato para
estirar las piernas caminando por los prados de golf de la compañía bananera, y
los hombres se bañaban desnudos en los ríos diáfanos y helados que se
precipitaban desde la sierra. Y cuando sentían hambre se bajaban a ordeñar las
vacas sueltas en los potreros. Fermina Daza llegó aterrorizada, y apenas se dio
tiempo para admirar los tamarindos homéricos donde El Libertador colgaba su
hamaca de moribundo, y para comprobar que la cama donde murió, tal como se lo
habían dicho, no sólo era pequeña para un hombre de tanta gloria, sino
inclusive para un sietemesino. Sin embargo, otro visitante que parecía saberlo
todo dijo que la cama era una reliquia falsa, pues la verdad era que el Padre
de la Patria lo habían dejado morir tirado por los suelos. Fermina Daza estaba
tan deprimida con lo que vio y oyó desde que salió de su casa, que en el resto
del viaje no se complació en el recuerdo del viaje anterior, como lo había
añorado, sino que evitaba el paso por los pueblos de sus nostalgias. Así los
preservó y se preservó ella misma de la desilusión. Oía los acordeones desde
los atajos por donde se escapaba el desencanto, oía los gritos de la gallera,
las salvas de plomo que lo mismo podían ser de guerra que de parranda, y cuando
no había más recursos que atravesar el pueblo, se tapaba con la mantilla para
seguir evocándolo como era antes (García Márquez, 1985, pgs. 360-361).
Resulta que Florentino Ariza no solo es una
entidad aislada, teórica, como cualquier persona está hecho de sus relaciones
consigo mismo y con los demás. Vive: madura, sueña y se equivoca, aprende,
desarrolla la capacidad para pensar aún en medio de sus pasiones más
contradictorias y extremas, sufre, envejece y muere, como cualquiera, se
encarga de sí mismo, de sus propias verdades y construye una vida consecuente
consigo mismo y con los demás. Logra estar cómodo dentro de su propia piel, la
única obligación que todo ser humano tiene. Así las cosas, “Ellas” es más que
la recopilación de sus aventuras de cama en busca de Fermina Daza, ya lo
dijimos, en virtud de la capacidad de ensoñación de García Márquez, de la
secuencia de estos amores imposibles en contraste con el devenir convencional
del matrimonio ortodoxo de ella con el doctor Juvenal Urbino nace la tensión
dialéctica que le da vida a la novela. En general los personajes de la novela se
afectan en las relaciones, se transforman, tienen carácter, son nítidos, pueden
reconocerse plenamente. Se siente cierta familiaridad con ellos, el lector se
identifica, quizá por eso suele llamarlos por nombre y apellido.
Además, parecería que Gabriel García
Márquez es kantiano: el tiempo y el espacio son imperativos categóricos. Para
que algo sea inteligible se requieren las variables temporo-espaciales, así
funciona el nivel consciente, el inconsciente es otra cosa. En la novela el
tiempo pasa en el espacio, las cosas cambian, incluso por momentos adquieren cierto
sabor a denuncia y protesta.
La persistencia de su recuerdo le aumentaba
la rabia. Cuando despertó pensando en él, al día siguiente del entierro, logró
quitárselo de la memoria con un simple gesto de la voluntad. Pero la rabia
volvió siempre, y muy pronto se dio cuenta de que el deseo de olvidarlo era el
más fuerte estímulo para recordarlo. Entonces se atrevió a evocar por primera
vez, vencida por la nostalgia, los tiempos ilusorios de aquel amor irreal.
Trataba de precisar cómo era el parquecito de entonces, los almendros rotos, el
escaño donde él la amaba, porque nada de eso existía ya como entonces. Había
cambiado todo, se habían llevado los árboles con su alfombra de hojas
amarillas, y en lugar de la estatua del héroe decapitado habían puesto la de
otro en uniforme de gala, sin nombre, sin fechas, sin motivo que lo
justificara, sobre un pedestal aparatoso dentro del cual habían instalado los
controles eléctricos del sector. Su casa, vendida por fin hacía muchos años, se
desbarataba a pedazos entre las manos del gobierno provincial. No le resultaba
fácil imaginarse a Florentino Ariza como era entonces, y mucho menos concebir
que aquel muchacho taciturno, tan desvalido bajo la lluvia, fuera el mismo
carcamal apolillado que se le había plantado enfrente sin ninguna consideración
por su estado, sin el menor respeto por su dolor, y le había abrasado el alma
con una injuria a fuego vivo que seguía estorbándole para respirar (García
Márquez, 1985, pgs. 401-402).
Florentino Ariza, en efecto, estaba
sorprendido de los cambios, y lo estaría más al día siguiente, cuando la
navegación se hizo más difícil, y se dio cuenta de que el río padre de la
Magdalena, uno de los más grandes del mundo, era sólo una ilusión de la
memoria. El capitán Samaritano les explicó cómo la deforestación irracional
había acabado con el río en cincuenta años: las calderas de los buques habían
devorado la selva enmarañada de árboles colosales que Florentino Ariza sintió
como una opresión en su primer viaje. Fermina Daza no vería los animales de sus
sueños: los cazadores de pieles de las tenerías de Nueva Orleans habían
exterminado los caimanes que se hacían los muertos con las fauces abiertas
durante horas y horas en los barrancos de la orilla para sorprender a las
mariposas, los loros con sus algarabías y los micos con sus gritos de locos se
habían ido muriendo a medida que se les acababan las frondas, los manatíes de
grandes tetas de madres que amamantaban a sus crías y lloraban con voces de
mujer desolada en los playones eran una especie extinguida por las balas
blindadas de los cazadores de placer (García Márquez, 1985, pg. 470).
Pero el tiempo también pasa por el cuerpo
de los personajes. Narra el basurero de la vejez. Después de todo, el envejecimiento
es un asunto psicosomático: y la novela empieza a terminar cuando Florentino
Ariza descubre su propia vejez. Implica el duelo de la juventud, con angustia y
dolor frente a la incertidumbre, no sin un monto de negación. El envejecimiento
se hace consciente de manera subrepticia, se descubre poco a poco en la
relación consigo mismo y con los demás.
Apenas cumplidos los cuarenta años había
tenido que acudir al médico con dolores indefinidos en distintas partes del
cuerpo. Después de muchos exámenes, el médico le había dicho: “Son cosas de la
edad”. Él volvía siempre a casa sin preguntarse siquiera si todo eso tenía algo
que ver con él. Pues el único punto de referencia de su pasado eran sus amores
efímeros con Fermina Daza, y sólo lo que tuviera algo que ver con ella tenía
que ver con las cuentas de su vida. De modo que la tarde en que vio las golondrinas
en los cables de luz repasó su pasado desde el recuerdo más antiguo, repasó sus
amores de ocasión, los incontables escollos que había tenido que sortear para
alcanzar un puesto de mando, los incidentes sin cuento que le habían causado su
determinación encarnizada de que Fermina Daza fuera suya, y él de ella por
encima de todo y contra todo, y sólo entonces descubrió que se le estaba
pasando la vida. Lo estremeció un escalofrío de las vísceras que lo dejó sin
luz, y tuvo que soltar las herramientas del jardín y apoyarse en el muro del
cementerio para que no lo derribara el primer zarpazo de la vejez (García
Márquez, 1985, pg. 311).
Con el paso del tiempo cambia la mentalidad
de los personajes. En la adolescencia, Fermina Daza detestaba las berenjenas,
pero con el matrimonio, los partos y la vida aprende a apreciarlas y hasta a
prepararlas. Se trata de la inevitable pérdida progresiva de la inocencia. El
uso del lenguaje cambia a lo largo de la novela. El clima de la narración es
distinto al principio: los personajes, jóvenes, están involucrados en un relato
lleno de luz y optimismo.
La mañana siguiente, durante el desayuno,
Lorenzo Daza no podía resistir la curiosidad. En primer término, porque no
sabía qué significaba una sola pieza en el lenguaje de las serenatas, y en
segundo término, porque a pesar de la atención con que la escuchó no había
logrado precisar en qué casa había sido. La tía Escolástica, con una sangre
fría que le devolvió el aliento a la sobrina, aseguró haber visto a través de
los visillos del dormitorio que el violinista solitario estaba del otro lado
del parque, y dijo que en todo caso una pieza sola era una notificación de
ruptura. En su carta de ese día, Florentino Ariza confirmó que era él quien
había llevado la serenata, y que el vals había sido compuesto por él y tenía el
nombre con que conocía a Fermina Daza en su corazón: La Diosa Coronada. No
volvió a tocarlo en el parque, pero solía hacerlo en noches de luna en sitios
elegidos a propósito para que ella lo escuchara sin sobresaltos en la alcoba. Uno
de sus sitios preferidos era el cementerio de los pobres, expuesto al sol y a
la lluvia en una colina indigente donde dormían los gallinazos, y donde la
música lograba resonancias sobrenaturales. Más tarde aprendió a conocer la
dirección de los vientos, y así estuvo seguro de que su voz llegaba hasta donde
debía (García Márquez, 1985, pgs. 105-106).
En la vejez, en cambio, los personajes se
vuelven escépticos y meditabundos. Aparece la sabiduría: “La memoria del
corazón elimina los malos recuerdos y magnifica los buenos.” También surgen los
lamentos: “-La única frustración que me llevo de esta vida es la de haber
cantado en tantos entierros, menos en el mío.” (García Márquez, 1985, pgs. 382),
dice al final el tío León XII. Y Florentino
Ariza reflexiona: “El amor se hace más grande y noble en la calamidad” (García
Márquez, 1985, pg. 479) y “Demasiado amor es tan malo para esto como la falta
de amor” (García Márquez, 1985, pg. 482), aludía a la impotencia. Con los años el
ambiente de la novela se hace sombrío.
Florentino Ariza era muy sensible a esos
tropiezos de la edad. Siendo todavía joven, interrumpía la lectura de versos en
los parques para observar a las parejas de ancianos que se ayudaban a atravesar
la calle, y eran lecciones de vida que le habían servido para vislumbrar las
leyes de la propia vejez. A la edad del doctor Juvenal Urbino aquella noche en
el cine, los hombres florecían en una especie de juventud otoñal, parecían más
dignos con las primeras canas, se volvían ingeniosos y seductores, sobre todo a
los ojos de las mujeres jóvenes, mientras que sus esposas marchitas tenían que
aferrarse de su brazo para no tropezar hasta con la propia sombra. Pocos años
después, sin embargo, los maridos se desbarrancaban de pronto en el precipicio
de la vejez infame del cuerpo y del alma, y entonces eran sus esposas
restablecidas las que tenían que llevarlos del brazo como ciegos de caridad,
susurrándoles al oído, para no herir su orgullo de hombres, que se fijaran bien
que eran tres y no dos escalones, que había un charco en la mitad de la calle,
que ese bulto tirado de través en la acera era un mendigo muerto, y ayudándolos
a duras penas a atravesar la calle como si fuera el único vado en el último río
de la vida. Florentino Ariza se había visto tantas veces en ese espejo, que no
le tuvo nunca tanto miedo a la muerte como a la edad infame en que tuviera que
ser llevado del brazo por una mujer. Sabía que ese día, y sólo ese, tendría que
renunciar a la esperanza de Fermina Daza (García Márquez, 1985, pgs. 365-366).
Y las caídas son peligrosísimas para los
ancianos.
Leona Cassiani lo ayudaba a bañarse y a
cambiarse de piyama cada dos días, le aplicaba las lavativas, le ponía el
orinal portátil, le aplicaba compresas de árnica en las úlceras de la espalda,
le daba masajes por consejo médico para evitar que la inmovilidad le causara
otros males peores. Los sábados y los domingos la relevaba América Vicuña, que
en diciembre de aquel año debía recibir su grado de maestra. Él le había
prometido mandarla a un curso superior en Alabama por cuenta de la compañía
fluvial, en parte para amordazar la conciencia, y sobre todo para no
enfrentarse a los reproches que ella no encontraba cómo hacer, ni a las
explicaciones que él estaba debiéndole. Nunca se imaginó cuánto sufría ella en
sus insomnios del internado, en sus fines de semana sin él, en su vida sin él,
porque nunca se imaginó cuánto lo amaba. Sabía por una carta oficial del
colegio que del primer lugar que ella ocupaba siempre había pasado al último, y
estaba a punto de ser reprobada en los exámenes finales. Pero eludió su deber
de acudiente: no les informó nada a los padres de América Vicuña, impedido por
un sentimiento de culpa que trataba de escamotear, ni lo comentó tampoco con
ella, por un temor bien fundado de que pretendiera implicarlo en su fracaso.
Así que dejó las cosas como estaban. Sin darse cuenta, empezaba a diferir sus
problemas con la esperanza de que los resolviera la muerte (García Márquez,
1985, pgs. 448-449).
Por otra parte, la novela empieza por la
muerte. El doctor Juvenal Urbino, el profesional en la ciencia y el trabajo con
la vida y la muerte, funge como médico legista en el reconocimiento del cadáver
de Jeremiah de Saint-Amour, quien se suicida al cumplir sesenta años, con la
anuencia respetuosa de su amada mujer clandestina que lo ha seguido por todo el
Caribe.
Era inevitable: el olor de las almendras
amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados. El doctor
Juvenal Urbino lo percibió desde que entró en la casa todavía en penumbras,
adonde había acudido de urgencia a ocuparse de un caso que para él había dejado
de ser urgente hacía muchos años. El refugiado antillano Jeremiah de
Saint-Amour, inválido de guerra, fotógrafo de niños y su adversario de ajedrez
más compasivo, se había puesto a salvo de los tormentos de la memoria con un
sahumerio de cianuro de oro (García
Márquez, 1985, pg. 11).
Y la novela termina por la muerte. Al final
insinúa el fallecimiento natural y a edad avanzada de Juvenal Urbino y Fermina
Daza. El éxito de la vida en pareja se mide en que la muerte los sorprende
juntos.
-Sigamos derecho, derecho, derecho, otra
vez hasta La Dorada.
Fermina Daza se estremeció, porque
reconoció la antigua voz iluminada por la gracia del Espíritu Santo y miró al
capitán: él era el destino. Pero el capitán no la vio porque estaba anonadado
por el tremendo poder de inspiración de Florentino Ariza.
-¿Lo dice en serio? –le preguntó.
-Desde que nací –dijo Florentino Ariza-, no
he dicho una sola cosa que no sea en serio.
El capitán miró a Fermina Daza y vio en sus
pestañas los primeros destellos de una escarcha invernal. Luego miró a
Florentino Ariza, su dominio invencible, su amor impávido, y lo asustó la
sospecha tardía de que es la vida, más que la muerte, la que no tiene límites.
-¿Y hasta cuándo cree usted que podemos
seguir en este ir y venir del carajo? –le preguntó.
Florentino Ariza tenía la respuesta
preparada desde hacía cincuenta y tres años, siete meses y once días con sus
noches.
-Toda la vida –dijo (García Márquez, 1985,
pg. 488).
Sucede que esta novela está construida
sobre la dialéctica de la vida, plasmada en la sexualidad registrada en “Ellas”,
y la muerte inapelable. Evento que es una intuición, solo puede inferirse a
través de otros difuntos, todo el mundo quiere a sus muertos pero también les
teme. Fallecer es un problema de los vivos, no es una experiencia, no hay
representaciones cerebrales de ella. En cambio sí hay especulaciones acerca del
morir, terrores y creencias que cada uno tiene de ella.
Florentino no tuvo que pensarlo para saber
de quién hablaba. Sin embargo, cuando el chófer le contó cómo había muerto, la
ilusión instantánea se desvaneció, porque no le pareció verosímil. Nada se
parece tanto a una persona como la forma de su muerte, y ninguna podía parecerse
menos que esta al hombre que imaginaba. Pero era el mismo, aunque pareciera
absurdo: el médico más viejo y mejor calificado de la ciudad, y uno de sus
hombres insignes por otros muchos méritos, había muerto con la espina dorsal
despedazada a los ochenta y un años de edad, al caerse de un palo de mango
cuando trataba de coger un loro (García Márquez, 1985, pgs. 392).
Todos fallecen. Al final solo quedan
Florentino Ariza y Fermina Daza, y se infiere que morirán juntos pronto, no sin
cierta ironía. De cierta manera salda cuentas y empieza a cerrar el relato unas
doscientas páginas antes de terminar el libro, con calma, delicadamente. Transmite
esa sensación inquietante de que en la medida en que la edad avanza la gente
alrededor empieza a enfermar y morir: es como caminar en fila india hacia el
fin. No queda nadie, salvo el capitán Diego Samaritano y Zeneida Neves, La
Energúmena (García Márquez, 1985, pg. 487), quien abordó en el Nueva Fidelidad
perseguida por el ventarrón de la dicha, los últimos personajes que García
Márquez introduce, después de todo, siempre se necesita de alguien más.
Fermina Daza se asustó cuando empezó a
sentir la sirena del buque dentro del oído sano, pero al segundo día de anís
oía mejor con ambos. Descubrió que las rosas olían más que antes, que los
pájaros cantaban al amanecer mucho mejor que antes, y que Dios había hecho un
manatí y lo había puesto en el playón de Tamalameque solo para que la
despertara. El capitán lo oyó, hizo derivar el buque, y vieron por fin a la matrona
enorme amamantando a su criatura en los brazos. Ni Florentino ni Fermina se
dieron cuenta de cómo se compenetraron tanto: ella lo ayudaba a ponerse las
lavativas, se levantaba antes que él para cepillarle la dentadura postiza que
él dejaba en el vaso mientras dormía, y resolvió el problema de los lentes
perdidos, pues los de él le servían para leer y zurcir. Una mañana, al
despertar, lo vio en la penumbra pegando un botón de la camisa, y se apresuró a
hacerlo ella, antes de que él repitiera la frase ritual de que necesitaba dos
esposas. En cambio, lo único que ella necesitó de él fue que le pusiera una
ventosa para el dolor de espalda (García Márquez, 1985, pg. 488)
Los duelos nunca son perfectos, dejan
cicatrices, y Fermina Daza todavía estaba marcada por la inutilidad doméstica
del doctor Juvenal Urbino. La etapa final del libro se caracteriza por un
ambiente inquietante con cierto realismo mágico, porque los personajes se salen
de su carácter habitual. Las cosas tienden al caos: hacen una juerga bestial en
la que beben y comen hasta más allá de la saciedad al ritmo de boleros que
astillan el corazón, mientras el capitán habla con una jerga procaz y lanza
improperios bárbaros sin los remilgos de la urbanidad. Al día siguiente despiertan
con dolor de cabeza perfumado de anís, y a continuación, como si fuera lo más
natural, hicieron creer a la patrulla armada de la Sanidad del Puerto que había
un brote de cólera a bordo del Nueva Fidelidad. Es como si Florentino Ariza y
Fremina Daza hubieran decidido disfrutar de la libertad que les da el hecho de ya
no tener nada que perder, mientras el capitán Diego Samaritano y La Energúmena
les prodigan cuidados en ese viaje final, aislados del mundanal ruido. Al terminar
el libro solo sobreviven el capitán, La Energúmena y el lector, que se queda
pensando que con amor hasta morir es bueno.
Así que García Márquez ensueña una versión
de la muerte que es fotogénica, dulce y sensual, aun cuando reconoce la
aversión que le produce lo impredecible, macabro e inexplicable. Cuando se es
joven, como América Vicuña, según “Ellas”, no se suele pensar en este tema. Alude
al terror recóndito que produce saber que envejeceremos y moriremos. El autor,
a sus cincuenta y ocho años, se pregunta en estas páginas cómo será su propio
final. Esta es una edad en la que no es un mozalbete pero tampoco un anciano. El
porvenir ya no es un espacio vastamente grande, ahora es un área delimitada que
hay que transitar con cuidado porque nunca se sabe. Añora la capacidad de decidir
hasta el último momento, pero de todos modos es mejor estar listos. Quizá por
eso ahora me conmovió tanto esta nueva lectura de la novela.
De modo que esta novela es acerca del trauma
de vivir, pero también sobre la violencia perene que ha mutado de nombres y de justificaciones
en el mundo entero. Quizá por eso es tan cotidiana. La diferencia entre
frustración y trauma es una línea discontinua porque la realidad es imperfecta,
de modo que todos siempre tendremos algún nivel de trauma.
-Voy a cumplir cien años, y he visto
cambiar todo, hasta la posición de los astros en el universo, pero todavía no
he visto cambiar nada en este país –decía [el tío León XII]-. Aquí se hacen
nuevas constituciones, nuevas leyes, nuevas guerras cada tres meses pero
seguimos en la colonia (García Márquez, 1985, pg. 379).
Mientras que Florentino Ariza empieza a tomar
consciencia de la muerte con el homicidio de Olimpia Zuleta a manos de su
marido enceguecido por los celos, tal como figura en “Ellas”. Este es un incidente
del que siempre se sintió responsable. Muerte relacionada, al azar, con el
fallecimiento de su madre. Si recuerda, ella fue la mujer a quien le escribió
con pintura roja por debajo del ombligo un letrero en el que podía leerse:
“Esta cuca es mía” y señaló con una flecha.
Florentino Ariza no lo supo hasta que
muchos días después, cuando el esposo fugitivo fue capturado y relató a los
periódicos las razones y la forma del crimen. Durante muchos años pensó con
temor en las cartas firmadas, llevó la cuenta de los años de cárcel del asesino
que lo conocía muy bien por sus negocios en los buques, pero no le temía tanto
al navajazo en el cuello, ni al escándalo público, como a la mala suerte de que
Fermina Daza se enterara de su deslealtad. En los años de espera, la mujer que
cuidaba a Tránsito Ariza tuvo que demorarse en el mercado más de lo previsto
por causa de un aguacero fuera de estación, y cuando volvió a la casa la
encontró muerta. Estaba sentada en el mecedor, pintorreteada y floral, como
siempre, y con los ojos tan vivos y una sonrisa tan maliciosa que su guardiana
no se dio cuenta de que estaba muerta sino al cabo de dos horas. Poco antes
había repartido entre los niños del vecindario la fortuna en oros y pedrerías
de las múcuras enterradas debajo de la cama, diciéndoles que se podían comer
como caramelos, y no fue posible recuperar algunas de las más valiosas.
Florentino Ariza la enterró en la antigua hacienda de La Mano de Dios, que
todavía era conocida como el Cementerio del Cólera, y le sembró sobre la tumba
una mata de rosas (García Márquez, 1985, pg. 309).
El trauma postinfantil, el del
sobreviviente de la violencia, es la experiencia abrumadora de estar avocado al
ataque, experiencia que queda registrada en la memoria en sensaciones
corporales desprovista de símbolos, de pensamiento, entonces queda excluida de
la biografía del sobreviviente. Secuela que se manifiesta con depresión,
síntomas psicosomáticos, angustia y recuerdos intrusivos con sufrimiento
desencadenados en ciertas circunstancias, como en el caso del estrés
postraumático. Tiene una sociología: es distinto sobrevivir al acto violento,
que ser el familiar, el amigo, el rescatista o el profesional a cargo del
paciente, a enterarse por los medios masivos de comunicación, aun cuando de todos
modos afecta a cada persona de una o de otra manera, esta es la propagación
horizontal del trauma. Y, por el otro lado, el ser hijo de un sobreviviente
también hace que el trauma pase de una generación a la siguiente, no porque sea
congénito, el niño se identifica con el funcionamiento mental de sus padres,
hay una transmisión vertical. De modo que, en este sentido, también es
razonable pensar que todos somos sobrevivientes del trauma postinfantil, así no
hayamos presenciado directamente el acto violento.
Sucede que el psicoanálisis es el mejor
tratamiento de las secuelas del trauma porque promueve la integración y la
construcción de pensamiento a partir de esos contenidos sabidos no pensados (Bollas, 1987).
Aporta a la persona nuevos significados, ensanchando su capacidad para pensar esa
experiencia (Bohleber,
2010). Y “El amor en los tiempos del cólera” contribuye
también en este sentido: toca el aspecto traumatizado de la mente del lector,
poniéndolo a pensar y a ensoñar ese elemento en apariencia repudiado y excluido
de la vida corriente. De modo que esta novela tiene cierto efecto terapéutico:
hace revivir y reflexionar acerca de la guerra crónica de Colombia y en
cualquier otro país.
Y para terminar, regresemos al asunto de
las cosas que no figuran en la novela, a las preguntas sin solución, a cómo el
psicoanálisis aplicado no puede usarse como un trabajo de arqueología de la
mente del artista.
La pérdida de los dientes, en cambio, no
había sido por una calamidad natural, sino por la chapucería de un dentista
errante que decidió cortar por lo sano una infección ordinaria. El terror a las
fresas de pedal le había impedido a Florentino Ariza visitar al dentista a
pesar de sus continuos dolores de muelas, hasta que fue incapaz de soportarlos.
Su madre se asustó al oír toda la noche los quejidos inconsolables en el cuarto
contiguo, porque le pareció que eran los mismos de otros tiempos ya casi
esfumados en las nieblas de su memoria, pero cuando le hizo abrir la boca para
ver dónde era que le dolía el amor, descubrió que estaba postrado de
postemillas.
El tío León XII le mandó al doctor Francis
Adonay, un gigante negro de polainas y pantalones de montar que andaba en los
buques fluviales con un gabinete dental completo dentro de unas alforjas de
capataz, y parecía más bien un agente viajero del terror en los pueblos del
río. Con una sola mirada dentro de la boca, determinó que a Florentino Ariza
había que sacarle hasta los dientes y muelas que le quedaban sanos, para
ponerlo de una vez a salvo de nuevos percances. Al contrario de la calvicie,
aquella cura de burro no le causó ninguna preocupación, salvo el temor natural
de la masacre sin anestesia. Tampoco le disgustó la idea de la dentadura
postiza, primero una de las nostalgias de su infancia era el recuerdo de un
mago de feria que se sacaba las dos mandíbulas y las dejaba hablando solas en
una mesa, y segundo porque le ponía término a los dolores de muelas que lo
habían atormentado desde niño, casi tanto y con tanta crueldad como los dolores
de amor. No le pareció un zarpazo artero de la vejez, como había de parecerle
la calvicie, porque estaba convencido de que a pesar del aliento acre del
caucho vulcanizado, su apariencia sería más limpia con una sonrisa ortopédica.
De modo que se sometió sin resistencia a las tenazas al rojo vivo del doctor
Adonay, y sobrellevó la convalecencia con el estoicismo de un burro de carga (García
Márquez, 1985, pgs. 374-375).
Al leer esta sección tuve la ocurrencia de
que García Márquez quizá habló con mi papá acerca de la historia de la
odontología en Colombia, era su periodoncista, y de él también había sacado
información al respecto. Pregunta que nunca podré contestar porque ninguno de
los dos está ahí disponible para preguntárselo.
También me queda la duda de por qué la narración
tiene un tiempo circular. No sé qué ventaja aporta el relato. Pudo construirlo
con un tiempo lineal desde el pasado hasta el presente, o lo contrario, empezar
por el presente y retroceder hasta el pasado relatando cómo llegaron a ser las
cosas lo que son. En todo caso, el presente de la novela llega hasta la página
setenta y nueve del libro: el domingo de Pentecostés en que mueren Juvenal
Urbino y Jeremiah de Saint-Amour, y Florentino Ariza, de setenta y seis años,
al enterarse despacha a América Vicuña para su internado, se arregla y se
presenta a la velación del doctor Urbino adonde le declara su amor y eterna
fidelidad a Fermina Daza, mientras que ella desconcertada lo expulsa de su casa.
Posteriormente el relato retrocede en el tiempo a la adolescencia de los
personajes para narrar cómo este amor desairado fue definitivo en sus destinos durante
más de medio siglo, el periodo que abarca “Ellas”, hasta que por fin el tiempo
vuelve a desembocar en el presente del relato, ahora en la página trescientos
ochenta y cuatro de esta edición. Por último, Florentino Ariza y Fermina Daza
realizan su amor embarcados en el Nueva Fidelidad hasta que la muerte los separa.
También me queda el interrogante de que,
como es bien sabido, tener amante puede enloquecer al más cuerdo. Aún así hay quienes
aseguran que la infidelidad es un placer incomparable y un merecidísimo
descanso de las abnegadas labores conyugales. Si consideramos la maestría con
que García Márquez logra esta escena, que no es fácil hacer que suene tan
natural, me parece que se requiere experiencia literaria y en la vida. Narra
con tal soltura, con tal conocimiento de los avatares del vivir conyugal, que
hace muy difícil aceptar el mito urbano de que fue un marido sin tacha. Sabía
demasiado acerca de mujeres.
Y otra duda que nunca resolveré es ¿qué
tanta familiaridad tenía García Márquez con el psicoanálisis? Parecía conocerlo
bastante bien. Dibuja un cuadro sustancioso de la condición humana. Toca las
incontables maneras de estar juntos a través de los vínculos amoroso,
destructivos y de conocimiento. Además funciona dialécticamente, siempre
construye pares antitéticos: juventud y ancianidad, vida y muerte, amor e
indiferencia, sexualidad y vacío, conocer e ignorar, seguridad y zozobra.
IV
En suma, “El amor en los tiempos del
cólera” traza la condición humana y las incontables maneras de estar juntos. Muestra
los conflictos esenciales: amar y ser amado, afrontar la violencia y expresar
la agresión, entender y ser comprendido. Se trata de las formas básicas de
vincularse (Bion, 1963) consigo mismo y con los demás, después de todo la
capacidad de estar solos y la de estar con otros son facetas de los mismos
mecanismos mentales que se enriquecen desde el nacimiento hasta la muerte. El individuo
aislado es una construcción teórica, todo está mediado por las relaciones humanas.
Este trabajo de psicoanálisis aplicado rastrea
el símbolo “Ellas” desde la perspectiva freudiana. Muestra la condición
polimorfo perversa del ser humano y su enorme capacidad de vincularse y
gratificarse. Representa el desarrollo psicosexual y la elaboración del
complejo de Edipo en vía a la adquisición de la genitalidad, la madurez, la
construcción de la identidad con un funcionamiento más equilibrada consigo
mismo y con los demás. Alude a los conflictos del neurótico promedio. Y en este
sentido, todos somos Florentino Ariza: dedica la vida a aplazamiento de las
gratificaciones y a la búsqueda del objeto de amor idealizado, pero de una
forma plausible en el mundo.
También toma “Ellas“ desde la perspectiva
postkleiniana. Ahora este símbolo se comporta de manera esquizoparanoide, con
objetos parciales y defensas obsesivas, junto con escición, negación y proyección.
Es la fuga maniaca de Florentino Ariza ante el duelo no resuelto por la pérdida
de Fermina Daza. Elemento dramático que se comporta como par antitético del
matrimonio Urbino Daza, en el que predomina la posición depresiva, y la
oscilación entre ella y lo esquizoparanoide. Este es el aprendizaje a partir de
la experiencia a que todos estamos abocados en el proceso de adueñarnos de
nosotros mismos.
Por último, se mira “Ellas” desde el punto
de vista intersubjetivo. Entonces la bitácora sensual es el mito personal de
Florentino Ariza que se teje con el lector y se comporta como el mapa
conceptual de la novela: es la estructura que le da coherencia en el tiempo y
el espacio a la obra. No solo por las aventuras de Florentino Ariza entre las
sábanas, revela el paso del tiempo en el ambiente cambiante, en el
envejecimiento y en el desarrollo de la mentalidad. Muestra la violencia de la
vida, no solo porque la relación con el mundo es traumática y en el mejor de
los casos frustrante, porque nada se parece a lo imaginado, también porque hay
guerra y violencia. Es interesante tratar de desentrañar la táctica del autor
para compenetrarse con el lector con la estrategia de mostrarle la condición
humana limitada, falible y contradictoria. Esta novela no es una crónica, por
esa razón puedo darme el lujo de narrarla en el orden que me es más cómodo, sin
que se desnaturalice demasiado en su intención.
Estas tres perspectivas son
complementarias. El psicoanálisis nació del enfoque freudiano: su objeto de
estudio es el contenido mental de la persona. Pero también descubre que el ser
humano es gregario: las pulsiones se gratifican en relación consigo mismo y con
los demás. Entonces el psicoanálisis toma el camino de las relaciones
objetales. Hasta que por último, desde hace unos treinta años, sigue desarrollándose
en el enfoque intersubjetivo. Las relaciones se dan entre sujeto y objeto, pero
también se desenvuelven entre sujetos. El campo de observación surge de la
tensión dialéctica de las subjetividades de quienes intervienen, son ellos
quienes construyen significados. El usuario de la obra de arte reconoce sus
propias vicisitudes inconscientes en ella (Metz, 1977), pero también crea con
ella una relación simbólica. Le da vida. Así que el lector hace la novela, a la
vez que la novela hace al lector, este es un enfoque cercano al fenomenológico
de la estética del arte (Civitarese, 2016).
El artista ensueña. Construye la creación
de tal manera que el lector también ensueña. La experiencia creativa se asemeja
a la situación analítica en que el analizando ensueña contenidos y los elabora
al pasarlos de sensaciones corporales, recuerdos, sentimientos e impresiones sensoriales
sueltas a imágenes, ideas vinculadas con emociones y pensamientos que se narran.
En este sentido el análisis tiene una estética, es creativo. Pero también hay
que advertir que es muy difícil hacer inferencias clínicas sobre el artista,
salvo cuando yace en el diván y la obra forma parte de la cadena asociativa, solo
así puede explicarse el arte desde la perspectiva del psicoanálisis. De lo
contrario, solo se explican conceptos psicoanalíticos a través del arte (Capello,
2016; Sayers, 2011).
Por el otro lado, este trabajo de psicoanálisis
aplicado a “El amor en los tiempos del cólera” muestra el silogismo de un
analista que funciona en el campo analítico intersubjetivo mediante el
seguimiento de los significados cambiantes, y a veces contradictorios, del
símbolo “Ellas” en la novela. No hay un enfoque teórico ecuménico que explique
todas las mentes concebibles. Hay alternativas teóricas, todo depende de los
modelos que el analista descubre en los contenidos que se le presentan. Todo
depende de la posición relativa del lector en relación con la obra, de la misma
manera en que las interpretaciones del analista en la situación clínica dependen
de su ubicación en el campo analítico intersubjetivo. que es fluido y tiene
niveles de profundidad, se construye entre analista y analizando, florece en la
relación transferencia contratransferencia a través del devenir de la
identificación proyectiva en relación con el reverie.
El psicoanalista toma el hecho clínico
seleccionado, como en este caso “Ellas”, para interpretarlo desde el punto de
vista de sus modelos teóricos y de su propia subjetividad. Lo que une a todos los
psicoanalistas del mundo es aceptar el inconsciente y trabajarlo mediante la
técnica estándar. La finalidad terapéutica del psicoanálisis es hacer
consciente lo inconsciente, diferenciar el sujeto del objeto y ensanchar la
capacidad para pensar al elaborar significados ya existentes y desarrollar aún más
la capacidad de construir nuevos. Todo esto en pos de que la persona viva con
satisfacción y justicia consigo mismo y con los demás.
Seguro que otro analista le daría un
enfoque distinto al que yo he usado en este trabajo, algo semejante a lo que
sucede en la situación clínica, por eso es tan importante aclarar que la
técnica analítica estándar es lo que hace que el analizando se desarrolle de la
manera que le sea más legítima. El psicoanálisis es una relación humana que se
diferencia de las demás por el uso de la técnica, y se justifica porque la
persona busca ayuda. La capacidad de ensoñación, de transformar sensaciones
corporales crudas, sentimientos, recuerdos y percepciones, en ideas y
pensamiento hace parte del funcionamiento de la mente de psicoanalistas y no
psicoanalistas por igual, es natural como respirar, la diferencia está en que
la técnica promueve la asimetría indispensable para que se dé el proceso
analítico y la persona progrese, mientras que el analista utiliza esta
experiencia para comprender y construir interpretaciones que promueven el
desarrollo.
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Abstract:
Objective: With the Freudian, Kleinian, Bionian and intersubjective models, the symbol "Ellas" is followed in "El amor en las tiempos del cholera" by Gabriel García Márquez. Development: The first section explores connections between the novel and psychosexual development. The second, traces mental movements according to the objectal model and learning from the experience. The third, considers the form and how readers identify: he is empathic, it mobilizes subjectivity. An intersubjective links are created: the author dreams and the reader also dreams, finishing the novel. And, finally, the fourth part of this paper refers to the fact that art explains psychoanalysis, but analysis only explains art when it is part of the associations of the artist when he is a pátient. Conclusions: The novelist and the analyst are similar in that they favor the construction of thought from ideas and feelings, widening the cpacity to think, each one from its discipline. Theories arise from contents presented to the analyst, according to his relative position within the levels of the intersubjective analytic field. And, analogously, in this work of applied psychoanalysis, meanings and uses of the symbol "Ellas" are explored, depending on the relative position of the reader.
Key words:
Love, knowledge,
aggression, art, creation, empathy, erotism, applied psychoanalysis
Santiago Barrios Vásquez
Miembro titular
Sociedad Colombiana de Psicoanálisis
Teléfono 3102805667
Avenida 127 # 21-60 (205), Bogotá, Colombia
[1] Esta versión del artículo se presentó el 9 de mayo de 2018 en el ciclo
de conferencias titulado “Expresiones de la sexualidad: traumas y dilemas”.
[2] Miembro titular, Sociedad Colombiana de Psicoanálisis.