El amor saca lo
peor que hay en los seres humanos
Samuel Beckett
Él,
de sentido del humor afilado, es uno de esos maridos menudos, aun que fibrosos
y ágiles, que se ven con tanta frecuencia paseando junto a su mujer enorme con
cara de pocos amigos. Se trata, de una de aquellas parejas que despiertan
curiosidad, las personas se preguntan con frecuencia, y en silencio claro está,
“¿ese señor qué le vio?”. Pero no porque se casaron hace más de una década hay
que suponer que se trata de un matrimonio opaco, desgastado, en las últimas. Es
más, contra todo pronóstico conservan la capacidad de divertirse juntos,
todavía disfrutan la compañía el uno del otro, son amigos podría decirse.
Incluso hay momentos en que sienten una camaradería tan especial, tal vez por
la confianza que les da el haber superado tantas batallas vitales. Esta es una
de esas parejas que parecen hechas de cuero, o mejor aún, de madera, en todo
caso de un material de esos que se gastan con el uso, y precisamente por eso se
embellecen en la cotidianidad. De pronto el secreto del éxito de ellos no es
tanto que se aman entrañablemente, sucede que juntos disfrutan por igual de las
cosas más elementales de la vida, así como de las complejas. Cuando están
juntos todo es delicioso.
Y como tantos millones de personas
dispersas por el mundo entero,
pertenecen a la gran hermandad de los entusiastas del ritual del sushi. Esta es una de las fascinaciones
que comparte esta pareja llamativa. Se trata de una delicadeza gastronómica
cuya magia radica en su simplicidad, en la belleza al servirla, en la mezcla
inequívoca del arroz blanco condimentado con un toque de vinagre, sal y azúcar,
que en el Japón lo llaman sushi meshi,
elemento que luego combinan con el sabor limpio del pescado crudo y fresco, muy
fresco, sazonado con un poco de wasabi,
aquella pasta verde tan característica de esa cocina, y que tiene un sabor
particular, indescriptible, un picante penetrante al excederse en la cantidad.
De todos modos, los expertos recomiendan comer el sushi al mediodía, porque los frutos del mar están recién llegados
del mercado. Así que este arte milenario empieza por seleccionar y comparar el
pez más adecuado. Tal vez desatender este detalle tan importante fue lo que
desencadenó el curioso incidente de que se ocupa este relato asombrado.
Él supuso que esa noche pasarían un rato glorioso. Puras
quimeras en el momento de imaginarlas. La invitó a comer a un restaurante japonés bonito, y muy de moda.
Inocente creyó que compartirían una velada íntima, cálida, y por qué no,
romántica. Al llegar, como siempre galante, le preguntó a dónde quería
sentarse. Ella escogió una mesa recluida. “Todo va divinamente”, pensó él,
cándido. Estaba ubicada al fondo muy cerca a la vitrina estilizada,
evidentemente fría, a donde podían verse los filetes de los pescados con que
confeccionarían el plato suntuoso durante esa noche. Seres vivos que no tuvieron otras pertenencias que sus
propios cuerpos, y perecieron con naturalidad, sin aspaviento. Nunca se
congelaron para no afectar su sabor, ni su textura.
Detrás
de la vitrina, como de costumbre,
estaba el maestro del sushi. Un
especialista con más de una década de adiestramiento en su preparación. Lo
acompañaban sus asistentes con sus sonrisas familiares. Todos daban una
impresión amigable y hospitalaria, parecían dispuestos a complacer los anhelos
de los comensales, así como a contestar sus preguntas e inquietudes. Se
saludaron con familiaridad. Él y ella frecuentaban el lugar. Luego, los hombres
siguieron adelante con su trabajo: con habilidad asombrosa confeccionaban los
diferentes tipos de sushi mediante
los cortes certeros de sus cuchillos perfectos. Instrumentos de trabajo tan
íntimos y personales, como el cepillo de dientes, cabe anotar.
Sucede que hay varias maneras de preparar el sushi. La más sencilla es el sashimi. Una presentación extraordinaria
por no incluir el arroz, se trata simplemente de las láminas del pescado
fresco, crudo. Las demás preparaciones sí tienen arroz. El nigiri zushi, que quiere decir, “sushi hecho a mano”, es emblemático de Tokio, una ciudad situada en
una bahía extensa y rica pesca. En este caso se le da al arroz la forma de un
dedo del tamaño de un bocado. Una operación tan delicada y cuidadosa que cuando
está terminado los granos quedan orientados en la misma dirección, no se
apelmazan, el maestro los invita para que tan solo se apeguen con la presión
justa y necesaria. Luego se condimenta con un poco de wasabi y encima se pone una tira de pescado. En la comida japonesa
la simplicidad es lo esencial, ya dijimos.
En este sentido preparar sushi
es como redactar un texto. Las palabras se organizan unas junto a las otras sin
agolparlas, siguiendo las leyes de la gramática y de la ortografía, sí, pero
sobre todo buscando que funcionen juntas. Se combinan de tal forma que dicen
mucho más que su significado individual. Deberían producir una imagen en el
lector, sembrarle ideas, dejarlo pensando. Es una sensación de inmaterialidad con un sentimiento extraño de estar y
no estar, andando por el texto con la necesidad misteriosa de descubrir en qué
termina el escrito. Así que cada elemento del documento va en la misma
dirección, sin detalles superfluos, ni redundantes, así, con simplicidad y
belleza, administrando la información con mesura y elegancia, seleccionando lo
indispensable. El misterio está en llevar al lector de la mano por el relato.
De regreso a las variedades del sushi, también puedo informar que los empresarios del arroz en
Osaka, la capital financiera del país, desarrollaron por su lado el oshi zushi, es decir, el arroz empacado
en un molde cubierto con pescado hervido, que luego de desmoldar el bloque, se
corta, obteniendo porciones del tamaño de un bocado. Y todavía otra manera de
hacerlo es el maki zushi, los rollos.
En este caso se deposita una tira de pescado, o de vegetales, o de encurtidos,
sobre una lámina delgada de arroz esparcido sobre una hoja de algas tostadas,
conocida como nori, que luego se
envuelve formando un rollo. Una técnica que ofrece muchas posibilidades
estéticas. Hasta puede enrollarse al contrario, es decir, se pone la tira de
pescado en el centro, luego se ubica el alga, y el arroz queda mirando hacia el
exterior de la preparación. En todo caso, el maki es un cilindro que se corta en ocho porciones del tamaño de un
bocado. Pero también existe en estos restaurantes el chirashi zushi que no requiere mayor destreza en su preparación: se
depositan los pedazos de pescado con algunas tiritas delgadas y sueltas de
algas nori, y en ocasiones de
vegetales, sobre una cama de arroz servido en una vasija redonda y de borde
alto. Un plato que con frecuencia se encuentra en las estaciones del tren en el
Japón, a donde se conoce como eki ben;
también se acostumbra en los picnics, las loncheras de los niños que van al
colegio y en los portacomidas de los obreros. Por último, es posible hacer
mezclas de arroz y pescados y vegetales en un plato, se le llama maze sushi.
En suma, lo que hace sushi
al sushi es el arroz, ya lo dijimos.
Arroz que queda un poco más duro que el habitual porque se prepara vertiéndolo
en poca agua hirviendo. Luego, cuando se ha cocinado, se deja reposar en un
recipiente plano y ancho que generalmente es de madera, se llama hangiri, y allí se deja enfriar. Como
todo en la culinaria japonesa, este implemento tiene sentido: la madera absorbe
la humedad del arroz caliente y lo enfría más rápido, además es ancho, de modo
que permite esparcirlo en una capa delgada sin que se apelmace. Por último,
allí mismo se condimenta con el vinagre, el azúcar y la sal, confeccionando el sushi meshi, y se deja reposar hasta que
llegue el momento de crear el sushi.
Seguimos conversando, al sentarse
esa noche, él y ella quiero decir, este era el más tradicional de los
restaurantes especializados en este tipo de comida en la ciudad a juzgar porque
generalmente encontraban mesas ocupadas por hombres y mujeres de apariencia asiática,
lo digo por sus facciones, y porque a veces podían oír su idioma, pero sobre
todo por sus modales en la mesa, por los platos insólitos que pedían, y por su
manera tan llamativa de compartir la comida. Para estos pueblos sentarse a la
mesa es una ocasión solemne. Un momento para yantar, claro, pero sobre todo
para disfrutar del afecto y de la amistad. Comer para ellos es una ocasión
íntima, un acontecimiento que en ciertas ocasiones llevan a cabo en un pequeño
salón privado. Alrededor de una mesa muy bajita se sientan sobre el tapete, sin
zapatos, en posición de flor de loto. Los asiáticos suelen pedir varios platos
pequeños con diferentes preparaciones, los pasan de mano en mano para que cada
comensal se sirva un poco. Lo hacen con destreza asombrosa, y con mucha gracia,
mediante los palitos de madera que aprendieron a utilizar desde la infancia. No
hay reglas para combinar los alimentos ni para el orden de comerlos. Tampoco
necesitan de un mesero con una bandeja yendo y viniendo de puesto en puesto. Pero
también es muy interesante contemplarlos cuando comen solos, cosa extraña para
nosotros, los que no concebimos salir a un restaurante sin la compañía de
alguien más. De manera que a él y a ella siempre les pareció fascinante
observar qué comían estas personas, y cómo lo hacían, así como aprender sobre
las combinaciones de sabores que acostumbraban.
Esa noche en el lugar que ella había escogido en el
restaurante más o menos concurrido, pues todavía había algunas mesas vacías, el
mesero, como primera medida, les pasó toallas húmedas, tibias, para que se
limpiaran sus manos. La higiene es fundamental pues sirven platos delicados, y
crudos con frecuencia. Luego de un rato, el hombre diligente y serio regresó
para recogerlas. A continuación les pasó la carta. Ella escogió un té verde, agari suelen llamarlo, mientras que él,
una cerveza fría. La mejor bebida para acompañar el sushi dada la complejidad de sus sabores que imposibilita encontrar
un vino que haga un buen maridaje. Claro que, muchos asiáticos lo combinan con saké, frío o tibio, según el gusto del
consumidor.
Y para comer esa noche íntima, y estrellada, él y ella
pidieron tres makis, o sea tres
rollos, uno con atún rojo, conocido con el nombre sonorísimo de maguro, otro de salmón, llamado ikura, y uno de pargo rojo, porque,
teniendo en cuenta que la excelencia del sushi
depende de la frescura del pescado, es muy razonable escoger peces autóctonos,
aun cuando no se acostumbren en el Japón. Luego él y ella vertieron un poco de
salsa de soya, o shoyu, en la vasija
pequeña al lado del plato, que da sabor y sal al sushi. Además él mezcló en ella un poco de wasabi y le adicionó una lámina rosada de jengibre conservado en
vinagre, el gari, que aporta un sabor
dulzongo, delicioso. Reservó el resto del jengibre para comérselo poco a poco
intercalado con los rollos con la finalidad de limpiar la boca de los sabores
del pescado, y poder degustarlos uno por uno.
Él y ella adoraban el sushi.
Esa noche espléndida todo se veía bien, al menos así le pareció a él al
principio. Aquel ambiente presagiaba una noche feliz que empezaba con esta cena
magnífica en la dulce compañía de su amorcito. Pero ella no pensaba lo mismo,
así es el amor, cada uno es un universo: encendió su teléfono inteligente.
Debía hacer un par de llamadas, una de ellas a su mamá para comentarle las
incidencias del día. Mientras que él, para no molestar, todavía esperanzado en
que la noche saliera bien, aun cuando con un punto de tristeza en la mirada, se
pasó el rato muerto observando el panorama. Decorando la pared del fondo del
restaurante había un acuario del color del lapislázuli. Estaba ocupado por una
docena de peces coloridos y saludables y apacibles que deambulaban por las
aguas tibias sin afán, ni el más mínimo temor de que algún depredador también
compartiera con ellos este paraíso artificial. En ese universo, aun cuando
encerrado, no había desafíos. Él sintió cierta envidia de la simplicidad de su
vida, que aun cuando cautiva, era predecible y sin sobresaltos, ni sorpresas
desagradables. Entonces se preguntó si serían los mismos pescados que había
visto en esa misma pecera cuando por primera vez vino a este restaurante hace
más de una década. Al terminar ella con sus llamadas, él intentó de nuevo
reavivar la conversación. Ella no tenía el más mínimo interés en lo que él
tuviera para decirle. Entonces revisó su correo electrónico. Le explicó que
durante el día había estado muy ocupada, y solo hasta ese momento encontraba la
ocasión oportuna para consultarlo. Vio una circular del colegio de los niños.
La leyó con cierto detenimiento. Se refería a las recomendaciones para la
higiene de las criaturitas con la finalidad de prevenir que los piojos se
diseminaran por todo el plantel.
Muchas
veces habían tenido una conversación interrupta
a causa de su teléfono inteligente, allí no había sorpresa para él, aun cuando
sí, definitivamente, le molestaba esa intrusión. Ella lo sabía. Utilizaba el
aparato endemoniado para alejarse de él. Detrás de este temor banal había otros
miedos mucho más difíciles de combatir. Entonces le preguntó para disimular, si
le pasaba algo, a lo que ella respondió seca y sin despegar los ojos del
celular, “nada”. Él rabió. Ella indócil siguió garrapateando en la
pantalla táctil del teléfono. Además se sintió incomprendida. Lo acusó
de intolerancia, pues ella necesitaba entretenerse y relajarse luego de un día
de trabajo arduo. Él rabió todavía más: para ella no era entretenido ni
tranquilizante salir a comer con él. Hubo algunas recriminaciones. El maestro
del sushi y sus asistentes notaron el
impase doméstico desde su lugar de trabajo pero siguieron adelante con su
ocupación, tan artística como científica, tal vez por discreción, o porque no
tenían tiempo libre para distraerse con peleas de enamorados. A unos comensales
vecinos de mesa les pareció que se trataba de un combate conyugal, aunque no
podríamos decir que fue feroz, pero sí definitivamente se sintieron mal. Él y
ella perdían el tiempo en este restaurante. Se dijeron palabras improcedentes
en el conflicto sorpresivo que aun cuando trivial e innecesario, fue muy
desagradable.
Entonces
apareció frente a ellos el conjunto fabuloso de rollos de pescado y arroz
envueltos en algas nori. Él tomó uno de atún con los palitos y lo
introdujo por un momento entre la mezcla salsa de soya, wasabi y jengibre, sin dejarlo demasiado tiempo, sabía que si lo
hacía se humedecería demasiado y se desbarataría. Así le era posible comérselo
en uno, o en dos bocados. Pero las circunstancias no cambiaron. Mientras él
sumergió el segundo pedazo del rollo, en este caso de salmón, y terminaba de
saborear una lámina de conserva de jengibre; ella masticaba distraída y
displicente un rollo de pargo rojo leyendo en su teléfono celular un flash periodístico proveniente del
Huffington Post, la agencia noticiosa más consultada en el mundo. Anunciaba el
retiro de Sir Alex Fergusson, el gerente general del Manchester United, o el
“Man U”, como le dices los hinchas de este equipo con tanto cariño. Que no solo
es una escuadra excelente, también es una marca tan valiosa como la del Real
Madrid, en el universo futbolero, claro está.
Él ya había intentado vanamente de
iniciar conversaciones con ella sobre temas banales y trascendentales por
igual, los diálogos no prosperaron. Maquinalmente él siguió con la secuencia: rollito, salsa de soya,
lámina de jengibre, sorbo de cerveza. Estaba amargado. No disfrutaba nada. Ella
se había transformado en una internauta irreductible. Él pidió la segunda
cerveza, visiblemente aburrido. Además ya se sabía de memoria los detalles de
las formas y colores de cada uno de los pescados que daban vueltas por el
acuario del fondo. Esto produjo
en él, si no tristeza, cierta perplejidad. Ella entró a Facebook sin
contemplaciones. Allí notó que una amiga suya había publicado en su perfil una
imagen y una reflexión, ambas evidentemente budistas, que aludían a la
importancia de moderar el apego a las posesiones mundanas, así como por el
oropel y la vanidad. Además vio que un primo suyo había colgado en su muro una
balada interpretada por una hermosa cantante brasilera de nombre impronunciable
cuyo título luego de googlearlo vino
a saber que era, “Hablando en serio”. Por último, ella puso una señal de agrado
a una estampa de la madre Laura de Jesús Montoya, la beata colombiana que pasó
a ser santa por esos días. Entonces
se oyó el rugido de un bus que parecía que iba a entrar al establecimiento
llevándose a todos por delante. Él, furioso, liquidó el último pedazo
del rollo de pargo rojo. Y ella pasó a WhatsApp
sin inmutarse, incluso con un
aire algo siniestro. Una aplicación maravillosa para los usuarios de los
teléfonos inteligentes que les permite enviar y recibir mensajes, de modo que
las personas siempre están conectadas con sus allegados a donde quiera que
estén en el mundo. Y además es gratis. Allí negoció una pulsera de fantasía con
una amiga suya que vendía toda clase de artículos para dama.
El encanto de la pecera
definitivamente se disipó, junto con el deleite del ritual del sushi. Ahora simplemente lamentaba
haberla complacido en sentarse en la mesa más recluida del restaurante, al
menos si se hubieran quedado cerca a la entrada habría tenido el paisaje humano
para entretenerse mientras ella navegaba por la Internet a sus anchas, y quién
sabe, de pronto hasta se habría encontrado con alguien conocido con quien
conversar. Entonces decidió ir a orinar,
un acontecimiento estremecedoramente sobrio y natural, perfecto para meditar y
recomponer los pensamientos en lugar de matar a alguien. Además ya se había
tomado tres cervezas.
Pero
hay algunas piezas del puzle que no empatan. Era aún noche cerrada. Noche de
experiencias extrañas, en fin, desconcertantes, e incómodas. Y esta era una
pareja que disfrutaba estar juntos. Compartían el placer de las cosas sencillas
y de las complejas por igual. Aun así, esa noche las cosas iban de mal en peor.
Tal vez lo que sucede es que al principio de este relato aplicamos,
equivocadamente, el método deductivo, el que la filosofía y la ciencia
abandonaron hace años por ser tan estéril la generalización. Seguramente habría
sido más exacto afirmar que con frecuencia se sentían a gusto cuando estaban
juntos, no siempre. Esta fue una aseveración exagerada.
Resulta
que en esta ocasión, al entrar al restaurante, él notó que en una mesa, sola,
estaba sentada una hermosa asiática. Manejaba los alimentos, dispuestos tan
bellamente, con los movimientos con los que Sofía Vergara se habría quitado una
combinación de nailon ceñida al cuerpo, y algo trasparente. Era un espectáculo
digno de verse. Él la miró con insistencia, por algunos instantes, tampoco vaya
a creer que la detalló con la meticulosidad de un anatomista. La mujer tenía
unos ojos renegridos que a él le parecieron tristes. Conjeturó que añoraba su
tierra y su gente, que había decidido ir a recordar su ambiente y sus
costumbres en esta noche rara. O, tal vez, conmemoraba el aniversario de la
muerte de algún ser querido. De pronto rememoraba la ruptura definitiva de su
gran amor, porque ella decidió irse de su patria aprovechando la oportunidad de
venir a trabajar a este país. En fin, nunca sabremos que bullía entre la cabeza
de esa misteriosa belleza oriental. Solo dios sabe que secretos habrán conocido
esos ojos profundos.
Unas
semanas más tarde él vino a saber, por boca de ella, que esa noche notó de
inmediato su interés por la hermosa mujer proveniente de tierras lejas,
enigmáticas y misteriosas. A decir verdad siempre sabía hacia dónde se dirigían
los ojos de él cuando dejaban de mirarla con veneración. Era muy sensible a
estos cambios insustanciales. Esa noche, eso le molestó sobre manera. En
algunas oportunidades era peor que en otras. Y esa vez, en el restaurante de
comida japonesa, fue una de las peores ocasiones de su vida en pareja con él,
seguramente porque había tenido un día difícil en la oficina. Especuló furiosa
que si estando con ella él era capaz de mirar a otra mujer de esa manera, cómo
sería a sus espaldas.
Tal
como le sucedió a Ana Karenina, se envideó,
así llaman los muchachos a estas ocasiones en que la mente se llena
espontáneamente de ideas nefastas, paranoides. Resulta al ser un alma romántica, apasionada por el
drama, de carácter explosivo propenso al recuerdo, el dilema y la digresión, su cabeza empezó a mostrarle imágenes
tremendas en las que lo veía en situaciones apasionadas con otras mujeres,
incluso con la hermosa asiática que comía sola en el restaurante en esa noche.
Y él inocente, ni siquiera le dirigió la palabra a esa señora, mucho menos le
sonrió. Pero ella en lugar de hablar sobre el tema, en vez de plantearle sus
inquietudes e incomodidades, utilizó el recurso que los psicoanalistas llaman
“agresión pasiva”. Se aseguró de atormentarlo hasta donde más pudo con la
finalidad de que lamentara por el resto de sus días siquiera haberse atrevido a
dedicarle una mirada a esa mujer. Y parte del castigo implacable que le
infringió fue dejarlo así, a oscuras, sin saber que había pasado durante esas
semanas para que aprendiera de una vez por todas que no debía andar por ahí
mirando a otras.
Entretanto
para él la vida continuó con su rutina inmutable, cómoda, segura. Olvidó el
impase. Muchas veces habían tenido conflictos de esta clase, ella era muy
aprehensiva. De sobra sabía que había batallas que valían la pena y otras que
no, así que dejó pasar este evento. Y la noche en la que al fin ella decidió
explicarle lo que le había molestado tanto en esa ocasión en el restaurante
japonés le aclaró el asunto que la motivó a castigarlo tan despiadadamente,
mientras que a él no le interesó el tema, simplemente siguió viendo un partido
de fútbol muy emocionante de la Liga Europea. Él ya no se acordaba el curioso
incidente del sushi para la cena,
mientras que ella sí lo recordaba con toda nitidez, entonces rabió todavía más,
es más, nunca olvidó este suceso.
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