Caminando por El Lago, en Bogotá, Colombia, a la hora del almuerzo, llegué a una esquina a donde pude leer “Pan Fino” en un aviso austero escrito con letras rojas, de tipo Arial, sobre fondo blanco. Me alegré. Entré al sitio ubicado en el mismo lugar en que lo conocí en mi infancia. Adentro noté el mismo olor de hace más de cuarenta años: el aroma inconfundible que se difunde por ahí cuando hornean panes de todo tipo y pasteles de hojaldre con rellenos variados y ponqués blancos, algunos con frutas, así como tortas negras, para alguna boda. Además noté que el mobiliario, los hornos, los moldes, los soportes, la iluminación y la decoración no cambió desde que lo frecuentaba los domingos, al atardecer, a la hora que invita al suicidio, cuando iba con mi papá, mi mamá y mis hermanos. En esas ocasiones felices, e inolvidables, el menú era pandeyucas y almojábanas con yogur, claro que en algunas oportunidades yo desafiaba la rutina con un cono de helado de chocolate, que sigue siendo insuperable. ¡Y he probado muchos, debo aclarar! En todo caso, ese día sentí agrado al saber que nada cambió. Entonces pedí dos pastelitos, uno relleno de pollo y otro de carne molida. Primero probé el de pollo. Me sentí conmovido, peripatético, se me vino a la mente una tarde soleada, luego de volver del colegio, en la que mi mamá invitó a la casa a un grupo de amigas para tomar el té, y como era una ocasión elegante, les ofreció estos pasteles inolvidables. Después, al recuperar la compostura, probé el de carne molida. Me acordé de una ocasión navideña en que las monjas de mi colegio prepararon unas galletas coloridas con forma de estrellitas y fueron a visitar a mi mamá. Las recuerdo adustas y aburridas, sin nada que decir. Había que atenderlas, era una ocasión formal y protocolaria, además habían sido muy amables con nosotros, así que les dio esto pastelitos.
Nunca deja de sorprenderme la mente. No me equivoqué al escoger mi oficio artesanal de psicoanalista. Que si bien no es un trabajo espectacular como el del líder del Estado o el presidente de una gran industria, sí es una profesión que me ha deparado satisfacciones y alegrías, aun cuando nada es perfecto, también hubo sabores y sinsabores. En todo caso, lo encuentro apasionante. Un privilegio incomparable. Valoro enormemente la confianza que me dan las personas, los pacientes, de conocer y tratar los mecanismos más íntimos de su psicología. Y me complace ver como a lo largo del proceso psicoanalítico sus mentalidades se transforman encontrando caminos, a menudo sorprendentes, y soluciones para sus conflictos. Al reparar heridas pasadas se vive mejor.
Además soy de los psicoanalistas que piensan que todo es psicosomático. De la misma manera en que los eventos mentales desencadenan actividad cerebral, los neurológicos tienen concomitancias psicológicas. La mente afecta la materia, influye en cómo se expresan los genes de las células cerebrales, a la vez que en la personalidad hay bases biológicas, desde el nacimiento, que se expresan y se modifican en la relación con otras personas y el ambiente. De modo que la unidad mente cuerpo es innegable. Y para ilustrar este punto traje el ejemplo de Pan Fino: el ambiente y la comida, me despertaron recuerdos remotos, ya olvidados, y esas memorias plácidas, aun cuando lejanas, hermosearan esa experiencia en esa panadería y pastelería estática en el tiempo.
No siempre las memorias son agradables. Una amiga, atractiva, madura, madurísima, entrada en años y en carnes, sospechaba que su marido le era infiel. Su amor por él se tambaleaba a causa de su memoria. Aun cuando en este blog no discutiremos la veracidad de sus acusaciones, lo que sí nos interesa es que, para ella, estímulos como el fraseo romántico de él la irritaba en lugar de cautivarla, la molestaba, no lo disfrutaba, la hacía especular que era las mismas expresiones que usaba con la otra. Además conjeturaba que el sábado en la mañana la parejita ilegítima se encontraba, de manera que en esos días despertaba iracunda sin causa aparente. Lo empajaba, como dicen en Cali, porque sí y porque no. También la sacaba de quicios siquiera pensar en el nombre del restaurante a donde supuso que todo empezó con esa villana. Así que de la misma manera en que los pasteles de Pan Fino me revivieron pasajes gratos, para ella estos estímulos le traían memorias terribles de momentos de zozobra con su pareja. Así sus sospechas fueran verdaderas, o, por el contrario, viles calumnias, en todo caso, eran experiencias vívidas, sobrecogedoras. Como siempre, la certeza era un estado de ánimo que nada tiene que ver con la verdad.
Un problema tan arduo que hasta afecta el valor que se otorga a los testimonios de los testigos durante los juicios, por ejemplo. La memoria no es una reproducción punto por punto de la realidad. Es una representación de los eventos construida a partir de conexiones entre células nerviosas formando redes neuronales. Una construcción, que en todo caso, siempre está teñida de otras memorias y de los estados anímicos que acompañaron al suceso, el punto de vista de cada cual. Memoria es el efecto del pasado en el presente. Función cerebral que genera la continuidad existencial, da coherencia y legitimidad al yo, sentido de individualidad, es la novela personal, el cómo se llega a ser lo que se es.
Pero también existen recuerdos anormales. El estrés postraumático se presenta luego de una experiencia aterradora, con amenaza mortal o de lesión personal. También puede suceder al presenciar una escena macabra, en la que otro es la víctima, incluso con solo saber sobre eventos de esta clase. Al recordar la situación se acompaña de terror y desamparo como cuando sucedió la experiencia original. Se da, por ejemplo, al sobrevivir desastres naturales, accidentes, enfermedades, combates militares y otros eventos violentos, como violaciones, atracos, secuestros, ataques terroristas, tortura, encarcelamiento. Y puede darse de varias maneras: a través de memorias recurrentes e intrusivas, y como sueños reiterativos. En ocasiones puede haber estados disociativos, se recuerda el evento y la persona se comporta de la misma manera en que lo hizo cuando en efecto vivió el episodio. Se presenta cuando hay situaciones que se asemejan o simbolizan algún aspecto del suceso, como aniversarios, el clima, los uniformes, el sonido, el ambiente. Entonces la persona evita estos pensamientos y sentimientos, elude conversaciones sobre el episodio, así como situaciones, gente y actividades que lo recuerden. Puede llegar a evitarlos mediante una fobia, afectando, eventualmente, casi todos los aspectos de la vida, incluso hasta puede olvidar por completo, en una amnesia. Con frecuencia empieza con pérdida de interés, aislamiento, pesimismo, insensibilidad, especialmente en cuanto a la intimidad, la ternura y la sexualidad, también se acompaña de sentimientos de culpa, por sobrevivir, así como de defectos en la modulación de los afectos, conductas autodestructivas e impulsivas, síntomas psicosomáticos, sensaciones de futilidad, vergüenza y desespero, hostilidad, aislamiento, ideas persecutorias y dificultades con las relaciones humanas. Además se asocia con frecuencia con trastornos de ansiedad, como pánico, síntomas obsesivo compulsivos, agorafobia y fobias sociales, así como de depresión y adicciones. Más de la mitad de quienes lo padecen se mejoran durante el primer año. La severidad y la duración depende de la exposición y del carácter inicial de la persona. Y puede presentarse en cualquier momento de la vida, desde la infancia hasta la senectud.
En todo caso, recordar tiene al menos dos niveles. Por una parte, aquel aspecto de la experiencia que se narra, la autobiografía, y, por otra, los sentimientos que la acompañan, el componente inefable de la vivencia, lo inconsciente, lo que no puede decirse, solo sentirse. En el cerebro el aspecto verbal del recuerdo está vinculado al hipocampo, mientras la faceta preverbal está relacionada con la amígdala y los ganglios basales.
Y para un psicoanalista es fascinante esta propiedad de la mente. Las sesiones giran alrededor de lo que el paciente relata, pero el eje fundamental del proceso es la experiencia de compartir lo que se expresa. Mientras las interpretaciones, lo que el psicoanalista dice, está dirigido a modificar recuerdos, tanto verbales como emocionales que se reviven durante las sesiones. Se trata de aquellos automatismos de la personalidad que están por fuera del control voluntario, y que con tanta frecuencia interfieren con una vida plena. De manera que los síntomas mentales también pueden considerarse defectos en la memoria que llevan a repetir conductas que en la infancia fueron útiles para manejar las relaciones con los demás, pero en la adultez ya no lo son. Por el contrario, crean situaciones que maltratan. En suma, como decía Sigmund Freud, el primer psicoanalista, el síntoma mental es una enfermedad del recuerdo.
En cambio, el olvido es protector. Olvidar, o al menos transformar los recuerdos dolorosos hace más llevaderas la existencia, alivia, además enseña y abre la posibilidad de nuevas oportunidades. El duelo, el proceso involuntario de elaborar memorias al perder a un ser querido es inevitable para seguir viviendo. Pero es un proceso, toma tiempo, no hay atajos, es laborioso. Hay que sobrellevar los recuerdos con decoro, por ejemplo, mientras las incontables canciones sobre amores desdeñados despiertan tantas evocaciones y nostalgias en los enamorados desairados. ¡Todas están hechas a la medida! Pero las memorias están en la mente, son redes neuronales, no están en los objetos, por eso es estéril destruir los recuerdos materiales, las fotos, las cartas, los regalos, eliminarlo de Facebook, Twitter y las demás redes sociales.
Por último, podría pensarse que de cierta manera la demencia senil ayuda al anciano a sobrellevar sus circunstancias adversas, y sin esperanza. Aun cuando es angustioso para quienes lo rodean ver como su memoria es cada día más porosa, desde el punto de vista de él, olvidar es una bendición. Lo alivia de la lucidez.
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