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1.
De cómo el narrador, con problemas sentimentales, se interesó
por el psicoanálisis y la vida de Sandoval
Este es, escépticos del psicoanálisis, el relato completo y
veraz de los eventos que sucedieron al doctor Rafael Sandoval durante el jueves
siete de diciembre de 2006. Se me ocurrió redactar esta historia detallada
luego de divorciarme de Adriana. Me sentía deprimido, solo y sin esperanza. ¡Un
desastre! De modo que inicié este estudio minucioso con la finalidad de decidir
si el psicoanálisis podría beneficiarme. Lo único que tenía claro en ese
momento era que necesitaba ayuda, aun cuando no sabía a ciencia cierta a dónde
acudir, a quien consultar. Desconfiaba, no estaba habituado a contarle mis
intimidades a nadie. Pensaba que ni siquiera la religión podía ayudarme. Además
consideraba una pérdida de tiempo divagar sobre mis sufrimientos cuando había
tantos problemas tan graves y apremiantes en el mundo.
En esos
días, por cuarta, o de pronto, por quinta vez, estaba en la sala de espera de
la oficina del abogado apoderado de mi proceso de divorcio, mejor dicho, de
nuestro proceso de divorcio. Él compartía el recinto con un gabinete de
juristas externos dedicados a cobrar deudas morosas para varios bancos, de modo
que quienes pasaban por el lugar nos miraban con desdén y ojos reprobatorios a
los que estábamos allí sentados, indefensos, llenos de incertidumbre, como
suelen ir las personas a esta clase de consultas. Se trataba de un espacio
amplio y remodelado con paredes brillantes pintadas con estuco celeste y
blanco, situado en el piso diecinueve, que para el promedio de Bogotá, era una
torre alta. Un edificio de unos cuarenta años de construido, ubicado en el
centro de la ciudad. Y para llegar a ese lugar utilicé un ascensor estrecho, de
la misma edad de la edificación seguramente, que me hizo pensar durante todo el
viaje hacia arriba en la profundidad del hueco por el que caería este armatoste
improbable, con la esperanza de que hubiese recibido mantenimiento adecuado y
reciente. Calculaba en mi mente la aceleración que el ascensor alcanzaría si se
desprendiera con nosotros, sus seis ocupantes: tres hombre jóvenes que debatían
despreocupados sobre la velocidad que teóricamente podrían alcanzar algunos
modelos de carros compactos; un hombre serio y silencioso, bastante mayor que
yo, a quien no parecía incomodarlo en los más mínimo este paseo endemoniado en
esa máquina dudosa; y una secretaria recién casada, que quería quedar
embarazada muy pronto. Solo cuando llegué a mi destino me pregunté qué me había
llevado a entablar conversación tan prolongada y detallada con esa belleza
precolombina. Descarté posibilidades hasta que me quedé con dos alternativas:
pudo ser a causa del miedo a morir con cinco extraños o sencillamente porque me
entusiasmó la majestuosidad de sus senos que siempre apuntaban al horizonte.
Cuando por
fin entré a la oficina del abogado, me senté en una mesa larga. Ya estaba allí
Adriana. Hablamos en presencia de varios juristas serios y silenciosos sobre
cómo sería la mecánica de nuestro divorcio, incluyendo el manejo de las visitas
de los niños y los acuerdos económicos. Y, como suele suceder, mi exesposa se
quedó con todo. Antes de divorciarse, siempre hay que pensarlo por lo menos dos
veces. Ya al final de la reunión, ella me dirigió una mirada fría. En sus pupilas había
enojo y asco. Me preguntó
si alguna vez le fui infiel. Lo negué con sinceridad. Ella habló con parsimonia
sobre sus antiguas sospechas, elucubraciones que jamás comprobó, entonces me
preguntó impaciente y lacrimosa: “¿cuánto duró nuestro encuentro?”
“Lo que duró
dura”, respondí calmado, masticando una bola de chicle desabrido que tenía
entre la boca desde hacía un buen rato, “¿no te acuerdas que siempre te quejabas
de algo?”
“¿Y cómo
puedes comer en un momento así?”, indagó visiblemente molesta. Ese hábito mío
le desagradó desde el principio de nuestra relación, entre muchos más, claro
está.
Entonces me
concentré para responderle tan suave como un kleenex. Sin darle trascendencia
al asunto, total, pronto terminaríamos con el trámite del divorcio y ya no
tendría por qué volver a darle explicaciones de ninguna clase, además no estaba
de ánimo para el brío de una polémica. Simplemente le dije: “no sé, debe ser
porque me da hambre cuando estoy preocupado.”
Y sin
dejárselo saber a Adriana, firmé confuso y amedrentado el acta de la conciliación
que serviría de base para la sentencia de divorcio que luego vendría, junto con
la liquidación de la sociedad conyugal y la escritura que autorizaba a los
niños para entrar y salir del país cuantas veces quisieran, solos o
acompañados, hasta que cumplieran la mayoría de edad, cuando podrían hacerlo
según les diera la gana, y sin decirle a nadie.
Por último,
al despedirme de ella, me dio su mano rígida y no muy amigable. Yo ya no
recordaba la última vez que nos habíamos despedimos con un beso en la mejilla,
mucho menos, en los labios. Salí de la oficina. Ella se quedó hablando con su
abogado. De regreso a la calle, en el mismo ascensor, el viaje fue todavía peor.
Iba solo. Me sentía separado y sin porvenir. Lo había perdido todo.
Si
la voz del pueblo no mereciera respeto, no sería el fundamento de la
democracia, del capitalismo ni la considerarían los historiadores. Por eso me
siento con derecho a relatar en estas páginas una anécdota mía, de mi propia
intimidad. Además, nosotros, los que valoramos la voz del pueblo, creemos que
siempre existe, en cada evento, una lección por aprender. Así al principio no
pueda identificarse, ni comprenderse. De modo que siempre lo que se aprenda
será útil en algún momento. Y en esta historia que relataré a continuación,
encontraremos por lo menos dos enseñanzas. Primero: hasta las mejores y más
puras intenciones pueden malinterpretarse:
luego de la conciliación al divorciarme de Adriana en la oficina de mi abogado,
estaba desposeído y triste, al fin y al cabo, allí terminaron nuestros quince
años de matrimonio insoportable y difícil, sí, aun cuando importante y valioso.
Segundo: las malas ideas
vienen en pareja. Pero qué se
puede hacer, primero hacemos las cosas, y después las justificamos.
Ese día almorcé inconsolable en un
restaurante de cadena de comida rápida, con una hamburguesa con doble ración de
carne, lechuga, tomate en rodajas y queso derretido, a la que además le puse
cátchup y mostaza, la acompañé de papas fritas y de una gaseosa plena, no
dietética, todo esto con la esperanza vana de que me matara un infarto allí
mismo, o por lo menos, que esas calorías vacías y altas en sodio, llenas de
grasas saturadas, aliviaran en algo el dolor del alma que sentía por todo el
cuerpo. Cuando terminé, había sobrevivido para mi sorpresa.
Caminé por la calle algunos pasos,
hasta que leí en un aviso de luces color limón: Bar Los Dos Mundos. Recuerdo
que el cielo estaba turbio de
nubes, esa sería una noche cerrada. Entré sin dudarlo. Y esta fue la
primera mala idea. Me senté en la barra en una de las sillas plegables, desde donde podía ver con claridad
el televisor enorme en que transmitían un partido de fútbol, que en este
momento no recuerdo cuál fue.
Entonces el hombre que atendía allí
se acercó y me dijo: “buenas tardes, señor.”
“Cómo le va,
Rozo”, leí su apellido en la solapa del chaleco-, “¿qué me ofrece?”
“Está en el
lugar preciso: estamos en happy hour,
y le puedo ofrecer nuestra especialidad, un coctel llamado cabeza de jabalí.”
“¿Y cómo es?”
“Es una
mezcla muy interesante que se prepara con ginebra, vodka, triple sec, jugo de
limón y de naranja, granadina y hielo frapeado, es decir, picado finamente. Se
sirve en una copa alta y redonda, adornado con un paragüitas, una rodaja de
piña y una cereza.”
No me lo
tuvo que repetir dos veces, respondí: “perfecto. Suena letal. Deme uno, por
favor.”
Mientras el
barman preparaba el coctel, mi vecino en la barra, un hombre de cabeza entrecana, cara medrosa, de evidente complejidad espiritual, tal vez hasta
con una pena de amor, me miró
con ausencia intensa en medio del desamparo de la ebriedad, y me dijo resbalándose en las consonantes: “muy
buena elección, yo ya llevo dos, y míreme; el cabeza de jabalí es baratísimo,
no se puede tomar mucho.”
Entonces le
sonreí inquieto y respondí: “buenas tardes.”
El bar
estaba casi vacío, seguramente porque acababa de pasar la hora del almuerzo y
era un día de trabajo normal. Solo había una mesa ocupada. Era grande. Había en
ella varias mujeres eufóricas. Imaginé que eran compañeras de trabajo y habían
salido a celebrar algún logro que compartieron, seguramente un gran negocio que
pareció imposible en otra época. Una de ellas, una mulata notable, procedente del Caribe colombiano, con
el dejo en la dicción propio de su pueblo tropical, con andar desparpajado y
rítmico. Lo noté cuando se paró de la mesa para contestar a su teléfono celular,
y al verla moverse por ahí asumí que era diestra en bailes típicos, en especial
en aquellos que casi no se han modificado desde la conquista. Era una mujer
atractiva que sin duda había sido esbelta en otra época, evidentemente era toda
maternidad de espíritu. Y cuando colgó, continuó narrando un episodio en que un
día de un almuerzo campestre confirmó una vez más su convicción y su queja
constante de la falta de creatividad masculina, pues su pareja en esa ocasión
le dijo: “pero qué hacemos, si así funciona bien el discurso amatorio, para qué
innovar, arreglarlo o mejorarlo, si así estamos bien.”
Y las otras
señoras gritaron al unísono: “¡son unos cínicos!”
En ese
momento, llegó a la mesa una dama de unos cincuenta años, recién cumplidos
seguramente, de mirada vivaz, quien las saludó coqueta y descarada, mientras se
quitó su impermeable.
Entonces mi
vecino de barra en el bar quiso continuar con la conversación que había
iniciado unilateralmente: “el tránsito de la madurez a la vejez es muy sutil,
yo lo noté cuando empecé a parecerme a mi papá, pero fíjese que mi gusto por
las mujeres se mantuvo, siempre tuve debilidad por las más jóvenes.”
Nunca fui de
vida disoluta, mucho menos había sido bebedor de fondo, pero esa tarde corrió
abundante cabeza de jabalí. Y esta fue la segunda mala idea. Al principio,
mientras me mantuve relativamente sobrio, el monólogo fue prerrogativa del
borracho, de mi nuevo mejor amigo, de modo que no hablé una sola palabra,
mientras él continuó sin inmutarse: “la calma es peligrosa, incita al suicidio, es anormal.” Entonces el hombre empezó a contarme
sobre una mujer asombrosa, de cuerpo invencible, de sonrisa feliz y satisfecha, o mejor, de
risa suelta y adolescente. Que además era una rubia tan atractiva que parecía
escandinava, a donde no hay que olvidar, todas se parecen a Kim Bassinger. Los hombres siempre alargaban los ojos
hacia sus senos pecadores. Además era interesante: aficionada al
alpinismo y la fotografía. Pero aun cuando a él nunca le gustaron los perros con mirada de persona, ni siquiera le agrandaba
la mirada de perro, ella tenía tres, Hugo, Paco y Luis, como los sobrinos del
Pato Donald. Y dormía con ellos cada noche. Pero en ello no había problema,
pues mi vecino en la barra dormía con su esposa.
Entonces hubo una sutil e indefinible diferencia entre ellos. Fue
cuando la posibilidad de distanciarse precipitó los acontecimientos. Tonto y
vanidoso, mi vecino en el bar pensó que en esta ciudad rápida y trivial, su
relación podría sobrevivir como cortejo platónico, sin molestar a nadie. Pero
la naturaleza del hombre es mísera. Tenía la noción equivocada de que las
mujeres eran adorables, siempre y cuando no fueran de la familia. Todo
iba muy bien en la relación clandestina que llevaban hasta que ella, apasionada, empezó a llamarlo por el celular
a cualquier hora del día o de la noche. Cada vez más apasionada, necesitándolo,
dispuesta al suicidio si él no aceptaba. La carne ansiosa, dramática, como si
ya no le quedara tiempo para el miedo.
Él se resistía. Horas tremendas entre el deber y el amor. Pero no
cedió. Era hombre de palabra. Estaba enamorado de su esposa, no podía
separarse. Debía cumplir con sus abnegadas obligaciones conyugales. No podía
salir corriendo a verla en cualquier momento.
Hasta que al final se rompió la relación cuando ella le dijo: “no
había encontrado la manera de contártelo, pero voy a casarme el próximo sábado.”
“¡No te creo!”
“¿Pensaste que pasaría el resto de mi vida conversando contigo por
teléfono y escondiéndome de la gente?”
“¡No te cases, por favor!”
“¿Crees que seré tu fuck buddy
para siempre?”
“¿Y qué es fuck buddy? Sabes
que no hablo ni jota de inglés.”
“A ti solo te intresa el sexo conmigo, me tratas como un amigo con
derechos, me usas, y ya. ¡No quiero más eso!”
“Pero tú también has gozado, según recuerdo.”
“No seas egoista. Tienes tu vida familiar perfecta. Durante este año
hemos pasado felices, hasta me enamoré de ti, pero nunca hiciste nada. En
cambio conocí a mi futuro esposo casi al mismo tiempo que a ti. No puedo decir
que lo amo como a ti, pero me agrada su compañía, y me adora. Se muere por mi.
Aun cuando es un poco menor que yo, y más bajito; está soltero, no tiene hijos,
y quiere tenerlos conmigo. Viviremos juntos para siempre.”
“¡No te equivoques, te estás casando por razones equivocadas!”
“En mi trabajo me va bien. Las ventas fueron un éxito y todos ganamos
en el negocio, sencillamente tu no te decidiste a tener una relación amorosa
completa y exclusiva conmigo. Y yo sé que te mueres de las ganas desde el día
en que nos conocimos, pero preferiste que los dos perdiéramos. No creerías que
pasaría el resto de la vida recluída en la finca de mis padres, esperándote.”
“¡Dame tiempo, no me siento capaz de divorciarme esta misma tarde!”
“Los hombres nunca quieren separarse. Ya invertí mucho tiempo en ti.
¡Perdiste tu oportunidad! Además quiero tener hijos y no puedo esperar por
siempre.”
“¿Cómo haces para ser tan dura?”
“¡Y tú cómo haces para ser tan pusilánime! Te digo que me caso en seis
días y me contestas que reflexione, que te dé tiempo. ¡Ni siquiera eres capaz
de expresarte con libertad! ¡De rogar, llorar, algo! Definitivamente perdí mi
tiempo contigo. ¡Eres un reprimido insoportable!”
De modo que ella se casó ese sábado. No volvieron a hablar ni a verse.
Y mi vecino en el bar, mi nuevo mejor amigo, se entregó a su bendita, querida,
dulce, poblada, perfecta, rutina. Así pasaron años hasta que un día cualquiera
se la encontró, en esa oportunidad, en un centro comercial. No le habían pasado
quince minutos desde la útima vez que la vio, estaba regia, como siempre. Y
luego del saludo protocolario, de las preguntas cautas sobre la actualidad de
cada uno y de los elogios mutuos, ella quiso saber: “¿por qué me dejaste
partir? Siempre he pensado que no me amabas. No hiciste el más mínimo esfuerzo
por retenerme.”
“Pero qué podía hacer, te ibas a casar en seis días con el babieca
ese.”
“Siempre le dijiste así.”
“Siempre le tuve celos, aun cuando fuiste muy cautelosa en ocultarme
todos los preparativos para tu matrimonio.”
“Decidí casarme cuando te fuiste de paseo romántico al mar con tu
esposa.“
“Y qué esperabas.”
“Si me lo hubieras pedido, hubiera cancelado todo. Pero no, te
limitaste a escribir en una servilleta las razones por las que nunca te
divorciarías de tu esposa, como si las hubieras olvidado.”
“Pero, estabas muy segura de lo que estabas haciendo.”
“¡Tu no sabes de mujeres! Siempre fuiste un pendejo.”
“¡Pero, me daba miedo que me pegara ese grandote malísimo de tu
marido!”
“Tuve tres hijos hermosos y un matrimonio cómodo. Mi vida era perfecta
mientras los niños crecieron. Pero luego me di cuenta de que mi marido salía
con otras mujeres, y no dije nada, hasta que la situación se hizo insoportable.
Entonces nos divorciamos, como sabes, los hombres nunca toman decisiones. Ahora
mis hijos son universitarios. Y yo vivo prácticamente sola.”
Él se alegró: “¡yo también me divorcié! Mis hijos ya son profesionales
y el año pasado tuve a mi primer nieto. Ellos me visitan los fines de semana.
Ya sé, tengo una idea: retomemos a donde dejamos hace años, tengamos una relación
cómoda y a distancia. ¡Prometámonos que jamás viviremos juntos!”
Pero ella no: “me enamoré de ti el día en que te conocí y en ese
instante mi vida cambió de rumbo, se desvió de su camino. Empecé a sentir una insoportable sensación de
soledad abrumadora en aquel nuevo universo en que había caído. Antes tenía un
mundo, luego tuve otro. Debíamos hablar con urgencia porque me había quedado
sola en ese lugar olvidado por ti.”
“No quería tener a otra mujer en mi vida porque pensaba que era
injusto para ti. Un harem era tener tantos problemas como mujeres. A quien se
le ocurriría algo así, es hasta pecado.”
“Ahora me acuerdo por qué decidí alejarme de ti. Fue por tus evasivas
de apariencia científica. Me enfurecían.”
Entonces el hombre respondió didáctico: “¿Pero qué hacemos? Es asunto
de la física cuántica. Si, por ejemplo, al llegar al mercado, se considera la
infinidad de alternativas gastronómicas, y sus combinaciones posibles, se
vuelven una bruma enorme de probabilidades, que cuando el cocinero decide,
utilizando una técnica en particular, una métodología, una secuencia,
transforma esos productos inconexos en un solo desenlace posible, en un solo
plato. De modo que existen leyes deterministas: cada producto tiene propiedades
físicas y químicas que se aprovechan de una manera particular. Así que el
observador es quien genera cada caso con patrones que podrían llegar a
conocerse mediante el experimento adecuado y formularse en un modelo
matemático. Y fíjate que a nosotros nos pasó eso, escogimos un desenlace para
nuestra relación a expensas de infinidad de alternativas posibles. Y henos acá,
absolutamente felices de vernos de nuevo, en el momento oportuno y sin los
resentimientos propios de la vida en pareja a largo plazo. El azar es una
maravilla. ¿No te parece?”
“Tu siempre sales con esas idioteces cuando te asustas.” Y siguió de
largo sin despedirse de él. De nuevo, muchos años más tarde, había dejado pasar
la oportunidad de estar con ella.
Así que por esos
días busqué en el directorio telefónico al doctor Rafael Sandoval, pues su
consultorio quedaba cerca a mi casa. Y cuando lo conocí,
el día en que nos entrevistamos por primera vez en su consultorio en el Centro
Médico de las Mercedes, lo primero que hice fue confesarle algo vergonzoso. De
ese día, luego del aguacero de cabezas de jabalí en el Bar Los Dos Mundos, no
recuerdo más detalles sobre mi compañero de tragos, quien se desfogó conmigo luego
de dos años de absoluta reclusión. Sin duda un buen compañero para una noche de
juerga, si mi memoria no me falla. De todas maneras, esta laguna en mis
evocaciones me hizo consultar el caso con Sandoval, quien me tranquilizó luego
de explicarme que este defecto en mis recuerdos se debía a la acción
farmacológica del alcohol. Así que la lección por aprender de este episodio un
tanto vergonzoso es que las engañosas alegrías del mundo del licor generan la
ilusión de que ayudan a sobrellevar la existencia, pero en la frase de Sandoval:
“la única salida verdadera para elaborar los conflictos es aprender a partir de
la experiencia, aumentando la capacidad de goce con las cosas sencillas, y la
satisfacción general con la vida; así la depresión sea leve, solo algo de
pereza, inapetencia y desgano, nada muy notorio, sin mucha tristeza, tan solo
la sensación de que las cosas siguen adelante desabridas, todo puede mejorarse.”
Lo primero
que vi de él fue que se trataba de a un hombre de calva lustrosa y erudita, respetable, un señor maduro que se veía a
leguas tenía una vida pacífica y demorada, la apariencia de ser objetivo y
sereno. Es más, a decir verdad, lo elegí a él luego de que en alguna parte leí
una publicación suya que decía: “el psicoanálisis está más vigente que nunca, en
especial desde que se volvió punto de encuentro entre la neurociencia y la
salud mental, ofrece una narrativa que articula esos dos mundos tan disímiles.”
No sé si en un libro o en un artículo, solo sé que vi este escrito en letras de
molde, y, ¿cómo dudar de una afirmación impresa?
Además en ese
momento ya sospechaba que mi desdicha
tenía un solo culpable, yo. Recuerdo que sentía el olor tenebroso del miedo y
la futilidad, el peso del sinrazón de la existencia, estaba consternado. Y, como la mayoría de las personas, solamente
busqué al psicoanalista cuando ya había caído en desgracia. Entonces empecé una
serie de largas e ilustrativas conversaciones con él, siempre en su consultorio
en el Centro Médico de las Mercedes, era un recinto cómodo, con un decorado que nada tenía de opulento. Nuestros encuentros giraban fundamentalmente alrededor
de mis inquietudes sobre cómo funcionaba la relación psicoanalítica, después de
todo, estos eran mis primeros contactos con esta disciplina, que con el tiempo
ejerció en mí un aura de misterio cada vez más poderosa, tal vez por su
lenguaje y su manera de explicar las conductas aduciendo que todas tenían
raíces en la infancia. Me parecía fascinante pensar que a través del habla,
alguien pudiera mejorarse. Quería explorar cómo era posible semejante prodigio.
Por otro lado, cómo afirmar, en este mundo lleno de confort y progresos, que la
verdadera vida sucedía en nuestro interior. Cómo podía ser en pleno siglo XXI, después del Once de Septiembre y de sus
consecuencias para la humanidad entera, en los tiempos de la Internet y del
teléfono celular, cómo era posible que alguien afirmara que la
realidad no existía si no había imaginación para verla, tal como lo expresó
Sandoval sin inmutarse en una tarde soleada en que conversábamos distendidos. Y
además apostrofó en esa
ocasión, lo recuerdo con claridad, “toda expresión y actitud tiene significados
que no son evidentes, incluso cuando se trata de obras artísticas, asuntos que
solo tocan especialistas en este campo del saber y que cada vez yo encuentra
más llamativo.”
Como en esa
época a penas me recuperaba lentamente del desastre de mi divorcio de Adriana,
era una perogrullada afirmar que todo el mundo tenía problemas y la alternativa
de buscar soluciones duraderas. No en el alcoholismo, como tristemente descubrí
yo en ese día nefasto en el Bar Los Dos Mundos. Aun así, Sandoval, un ciudadano probo, con voz grave
acostumbrada a sentencias inapelables y con mirada experta, añadió un
detalle curioso: “Freud
aún vive a través de sus conceptos, bases para desarrollos teóricos durante más
de cien años de historia del psicoanálisis. La perversión, por ejemplo, es la
faceta privada de la versión social de la personalidad. Como en el caso del
voyerismo, cuyo complemento inseparable es el exhibicionismo, de igual modo que
su afín, el fetichismo. Y el
complejo de edipo es la base inconsciente de las conductas, de toda la
personalidad adulta. Por otro lado, el modelo de Klein complementa el
freudiano, explicando entre ambos el desarrollo psicológico desde la infancia,
los terrores persecutorios y a la intimidad, así como la capacidad de simbolizar
y la de estar solos, al igual que la madurez, junto con el sufrimiento que
conlleva alcanzarla, la posibilidad tolerar la ambivalencia, la incertidumbre y
la diversidad humana, así como el surgimiento de la gratitud.”
De modo que, en mis
entrevistas con Sandoval aprendí, entre muchas cosas, que el consultorio del psicoanalista era
una ventana al mundo, algo raro para un pensamiento ingenuo como el mío. Pero la oportunidad de verlo trabajar durante este
día, siete de diciembre de 2006, fue lo que me permitió dibujar un nutrido
cuadro de esta disciplina y, por lo tanto, de la condición humana, con sus
contradicciones, vulnerabilidades y fortalezas, con la coexistencia de la vida
y la muerte, del amor y el odio, del sexo y la violencia. Así empecé a descubrir
que era posible psicoanalizar, así el analista no fuera un santo, y sus vicisitudes
también eran herramientas para comprender el sufrimiento y los malos pasos, con
la finalidad de construir un conocimiento que beneficie a los pacientes,
ayudándoles a vivir con más comodidad con lo que tienen, al ser más sinceros
consigo mismos.
Así que esta investigación
minuciosa de la vida de Sandoval terminó siendo el psicoanálisis del
psicoanalista. Después de todo, mi objetivo fue informarme sobre esta
disciplina para decidir si me psicoanalizaría, o no.
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