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martes, 1 de octubre de 2019

En realidad, son pocas las maneras de morir



En realidad, son pocas las maneras de morir



El punto de vista lo es todo. Hace poco me encontré con un querido y viejo amigo: un investigador en envejecimiento. La dinámica de esa grata y animada conversación desembocó en que impera el entusiasmo y el optimismo en su grupo por la longevidad que prometen los nuevos tratamientos genéticos. Anoté que hace un siglo la muerte por lo general era de repente: estaba ligada a infecciones, accidentes y al trabajo de parto; mientras que hoy el fallecer súbitamente es menos común, al menos en los países con sistemas de salud relativamente eficaces, como Colombia. Pero, como la realidad es imperfecta, al final de la larga vida de que ahora disponemos la inmensa mayoría de las personas adquieren una enfermedad seria y progresiva. Entonces mi amigo me miró con condescendencia, y nos despedimos.

En 2005 apareció un artículo titulado “La trayectoria de las enfermedades y el cuidado paliativo” en el British Medical Journal. Describe un modelo para pensar: la trayectoria típica de la enfermedad terminal. Con la intención loable de responder dudas acerca de la expectativa de vida y qué esperar de lo que se avecina, estos autores aportan la posibilidad de anticipar las necesidades del paciente en particular, al compararlo con casos semejantes. Es un paciente crónico con una enfermedad degenerativa que requiere planear e integrar el esquema terapéutico activo con el cuidado paliativo oportuno. Porque al momento de preguntarse acerca del pronóstico, la persona no sólo quiere saber cuánto le queda de vida, también desea informarse acerca de qué esperar. De modo que la trayectoria típica de la enfermedad es un modelo para pensar y organizar las cosas al resolver dudas sobre el tiempo, la salud física y mental, y las interacciones que se esperan con el sistema de salud.

Pero también la trayectoria tiene en cuenta que la realidad es inconmensurable. La enfermedad afecta a las personas de distintas maneras, por eso es difícil establecer el pronóstico a ciencia cierta. Aun cuando puede encontrarse regularidades entre los casos, por los síntomas y las necesidades que surgen con el avance de la enfermedad. De modo que la trayectoria es conceptualmente útil, se basa en estudios cualitativos longitudinales, después de todo anticipar el desenlace de la enfermedad, así no pueda alterarse, ha sido un problema central de la medicina desde los tiempos de Hipócrates. Considerarla permite planear para el tratamiento del deterioro progresivo y la muerte inevitable, que es el desenlace de la trayectoria. Además, conocerla es una manera de asumir la situación terminal, pues al informarse y entenderla pueden tenerse expectativas más realistas sobre el morir. Una óptica aplomada acerca de la expectativa de vida modera el imperativo tecnológico, disminuyendo las hospitalizaciones y los tratamientos innecesarias y agresivos.

Así que considerar la trayectoria de la enfermedad terminal ofrece una visión panorámica sobre la situación global del paciente. Es un marco de referencia que orienta, sin olvidar que cada caso es particular. La realidad siempre elude las palabras. En la práctica, cada paciente muere en momentos diferentes y su progresión no es homogénea. Intervienen variables relacionadas con la enfermedad, la familia y la comunidad, de modo que las necesidades y las prioridades son cambiantes.

Una trayectoria es la progresión rápida y continua de la enfermedad con deterioro evidente, y una fase terminal clara. Esta es una situación que suele darse entre los pacientes con cáncer. Transcurren semanas, meses y a veces años. Se notan los efectos positivos y negativos del cuidado paliativo, pero también hay pérdida de peso, disminución del desempeño personal e incapacidad de encargarse de sí mismo. Con el diagnóstico temprano y la posibilidad de hablar de manera libre acerca de estos temas, se abre la posibilidad de anticipar la necesidad de cuidado paliativo.

Otra es la trayectoria que declina lentamente, aumentando las limitaciones a largo plazo, intercalada con episodios graves e intermitentes, seguidos de recuperación que no llega a alcanzar el nivel inicial. Hasta que, eventualmente, todo termina en una defunción inesperada. Este patrón suele presentarse en el caso de la enfermedad pulmonar obstructiva crónica y la falla cardíaca. La persona enferma por meses y años con exacerbaciones agudas, a menudo severas, y a veces mortales, que suelen requerir hospitalizaciones y cuidado crítico. Pero también el paciente puede sobrevivir, aun cuando con una tendencia general hacia el deterioro en la salud y el estado funcional. En este grupo el momento de la muerte sigue siendo incierto.

En la tercera trayectoria, en cambio, el paciente declina de una manera gradual y prolongada, suave y lenta, este es el caso del anciano frágil y las demencias. El deterioro es progresivo, inexorable, subrepticio, ininterrumpido. Este paciente ha eludido el cáncer y la falla de los órganos, entonces muere a mayor edad con alteraciones neurológicas, como la enfermedad de Alzheimer y otras demencias, así como con fragilidad generalizado y compromiso multisistémico. Además, en este caso la discapacidad es progresiva en lo cognitivo y lo físico. La persona pierde peso y capacidad funcional hasta que sucumbe a eventos físicos menores o actividades diarias triviales. Esta trayectoria suele interrumpirse por la muerte relacionada con la fractura del cuello del fémur o con una neumonía, por ejemplo.

Adicionalmente, hay situaciones especiales. En el caso de la falla renal, verbigracia, podría darse una cuarta trayectoria: el paciente declina de manera continua, con un ritmo de deterioro variable que depende de la patología asociada que subyace. Y, por otra parte, también se considera la trayectoria mental, entonces se rastrea el desempeño social, particularmente en el paciente con demencia, a través de sus actividades diarias y el aislamiento que sobreviene. Pero también, en el caso del cáncer, se tiene en cuenta que el penar aparece los momentos del diagnóstico y de las recurrencias y al final de la vida. Diferente del caso de la persona con falla cardiaca, para quien el desafío es más uniforme a lo largo del proceso de deterioro.

Más aún: hay pacientes que se salen de estas trayectorias o pasan de una a otra, como en el caso del evento circulatorio en el sistema nervioso que produce desde muerte súbita hasta una trayectoria semejante a la del cáncer. Incluso podría darse una sucesión de eventos vasculares subsiguientes, que se manifiestan con un declinar inexorable y lento tachonado de crisis graves que aceleran el proceso cada vez más. Y los pacientes con varias enfermedades pueden tener, simultáneamente, dos o más trayectorias, a donde se vuelve protagonista la de evolución más rápida, como en el caso del paciente mayor con cáncer de progresión lenta. 

Sigo discrepando de mi amigo investigador en longevidad. No hay una receta universal. Las personas con enfermedades no malignas suelen tener necesidades más duraderas y requieren planeación estratégica, aun cuando la carga agobiante de los síntomas termina siendo semejante, a la larga, entre los pacientes con cáncer y los que tienen enfermedades terminales no malignas. Quizá hacer siempre todo lo posible sea un error.

Comprender la manera en que podría suceder la muerte en un futuro no muy lejano ayuda a la persona a organizarse. El objetivo del cuidado paliativo es alcanzar una muerte apacible, digna, oportuna: que no sea muy tarde ni muy temprano. Antes de la etapa terminal, también hay que considerar, en un diálogo razonable entre el paciente, la familia y el médico, la calidad de vida y el manejo de los síntomas. El cuidado paliativo ya no sólo se reserva para el final, cada vez más se emplea tempranamente, en la evolución de la enfermedad, junto con el tratamiento curativo.

Las trayectorias no son una ciencia exacta. Pero sí ayudan al paciente y a los familiares a encarar la realidad tozuda. Sin olvidar que tienen en cuenta el deseo de reanimación y abren la posibilidad al paciente de organizar sus asuntos mundanos. La voluntad anticipada también es importante, en especial para los que van por la tercera trayectoria, pues la toma de decisiones al calor del momento de la crisis es difícil. Hoy se es más libre para fallecer según las preferencias personales, y la trayectoria de la enfermedad terminal permite planear el buen morir. La defunción en la casa es el deseo de la inmensa mayoría: así lo indican el 65% de los pacientes que están en la trayectoria del cáncer y en la de la falla multisistémica, además el hogar es el sitio preferido para el cuidado paliativo del paciente terminal.

Santiago Barrios Vásquez
Médico, psicoanalista 
Miembro titular, Sociedad Colombiana de Psicoanálisis


Nota: Este texto se publicó originalmente en Epicrisis, el órgano de difusión del Colegio Médico Colombiano.

De la futilidad terapéutica


De la futilidad terapéutica

La noción de la futilidad terapéutica es un tema bastante controversial, como todo lo que tiene que ver con estos asuntos del final de la vida. Se trata de un concepto que se refiere a establecer cuándo un paciente ha llegado al límite de las posibilidades terapéuticas frente a la historia natural inexorable de la enfermedad hacia el deterioro y la muerte. Desde luego, este es un tema que alude al pronóstico, al porvenir, a qué se espera que suceda con ese caso en particular. Es algo que siempre entraña incertidumbre, pues como todo en medicina, las cosas dependen de la variabilidad individual. Generalizar siempre es problemático. De modo que no hay un criterio universal como la gravedad que sea nítido, definitivo, homogéneo y que sirva de parámetro incontrovertible para resolver esta situación cuando el paciente es alguien cercano, tampoco cuando se está en el ambiente académico debatiendo este problema con los colegas como parte de una discusión sobre bioética ni en la situación clínica cuando se es el médico tratante.

La futilidad clínica es motivo de reflexión desde la antigüedad. Ya Hipócrates desaconsejaba tratar aquellos pacientes avasallados por la enfermedad, aceptando con decoro que en esos casos la medicina era impotente. El acto médico siempre debe tener una meta, una finalidad, con un alto nivel de certeza de que esa actuación alcanzará el objetivo esperado. Mientras que la futilidad médica se presenta cuando se piensa que una actuación clínica carece de un propósito útil y de un objetivo específico. El problema de este planteamiento está en que establecer qué es un alto nivel de certeza abre un espacio vastamente grande de incertidumbre, debate, controversia. ¿Entonces, cómo se determina que se ha llegado a una situación en que el acto médico es irrelevante? Me parece que no hay una respuesta sencilla para este interrogante.

Entre los partidarios de la idea de que sí existe la futilidad terapéutica, algunos consideran que el punto de inflexión está en la futilidad fisiológica: cuando se ha alcanzado un estado de cosas en que no hay evidencia de que con el acto médico pueda afectarse el desenlace fisiológico. Este es el criterio cualitativo de la futilidad médica. Otros pensadores, en cambio, argumentan que es improcedente perseverar con el acto médico cuando la muerte es inminente: esta situación se presenta cuando el tratamiento podría mejorar la condición fisiológica, pero el deterioro médico global del paciente continúa con su curso inmodificable hacia la defunción sin que pueda revertirse. Pero también hay algunos estudiosos que consideran la futilidad global: ellos aceptan que el tratamiento pudiera tener beneficio fisiológico aplazando la muerte, sin embargo, el paciente no recuperaría una vida digna ni la capacidad de interactuar con el ambiente. En esta situación el tratamiento no beneficia globalmente al paciente. Además, algunos académicos argumentan que el límite de la futilidad terapéutica puede partir de la base de la calidad de vida del paciente: en este caso el tratamiento aporta mejoría fisiológica y la muerte se aplaza y se conserva cierta autonomía y dignidad, pero el desenlace esperado no concuerda con los valores, creencias y aspiraciones del paciente y su familia. Sin olvidar que también existe la posición que defiende la idea de que si bien otras variables como los costos, el triage de los recursos limitados y la justicia social son criterios que no deberían intervenir en las discusiones acerca de la futilidad terapéutica, también hay que tenerlos en cuenta. Existen situaciones en que los costos exceden los beneficios. En el mundo estamos, y estas son reflexiones pertinentes en estas circunstancias.

Por el otro lado, hay un grupo creciente que enarbola el argumento de que la futilidad médica es un falso problema en la actualidad. El acto médico siempre tiene propósito, nunca es irrelevante. Plantean que esta situación era propia de la medicina de la antigüedad, cuando la mayoría de las enfermedades superaban las posibilidades terapéuticas de la época. Pero en la actualidad, con el progreso, la tecnología y el desarrollo del conocimiento de la medicina moderna científica, la futilidad clínica dejó de existir. Entonces el dilema está más bien en preguntarse cuándo el acto médico simplemente aplaza la muerte. En este enfoque, para resolver el dilema acerca del final de la vida, más bien se utiliza una combinación de los protocolos y la mejor información disponibles, aunados a la idea de siempre tener en mente el interés y el beneficio del paciente. El tratamiento médico nunca es estéril. Hay diferencia entre tratamiento drástico y cuidado paliativo, que involucra tanto la analgesia y otras terapéuticas, como el respeto por la dignidad y la garantía de que se le dará el mejor cuidado posible a la persona hasta el último día.

En todo caso, establecer que un tratamiento es irrelevante llega a ser un dilema bioético bastante arduo. Quizá, en la práctica lo mejor es combinar los enfoques que hemos enumerado según se presente la situación particular, pues no parecería haber una respuesta ecuménica para este asunto. Además de los aspectos clínicos hay que considerar la condición humana del paciente, junto con la identidad del médico, los deseos y las perspectivas de la familia, sin olvidar sus valores y creencias religiosas ni la participación de sistema de salud. En últimas, esta decisión la toma el paciente, el familiar y el médico, todo depende del punto de vista, abriendo la posibilidad de dialogar, sopesando alternativas de la manera más abierta y respetuosa, con compasión y con el mejor conocimiento disponible. Estas conversaciones además ofrecen la posibilidad de aclarar las metas y el porvenir del paciente, en busca de una práctica médica respetuosa y segura.

Es importante explicar la futilidad terapéutica al paciente y su familia. El doctor no está obligado a dar tratamientos que piensa son ineficaces o nocivos. Su compromiso es no hacer daño. Tiene la libertad de ejercer el juicio clínico. Menciona el tratamiento así esté convencido de su futilidad, porque en todo caso la familia tiene derecho a saber. Y cuando se presenta la controversia, el paciente tiene la potestad de tomar sus propias decisiones, siempre y cuando no tenga limitaciones cognitivas. En segundo lugar, se encargaría la familia cercana. De todos modos, este debate siempre debe ser abierto y respetuoso, desde luego sin perder de vista el bienestar del paciente.

Santiago Barrios Vásquez
Médico, Psicoanalista
Miembro Titular, Sociedad Colombiana de Psicoanálisis

Nota: Este texto se publicó originalmente en Epicrisis, el órgano de difusión del Colegio Médico Colombiano.

lunes, 11 de marzo de 2019

De la decisión de morir dignamente



De la decisión de morir dignamente[1]

A Terencio se le atribuye la expresión “senectus ipsa est morbus”, significa “la vejez por sí misma es una enfermedad”. Con esta cita tan erudita quiero señalar que desde la bruma de los tiempos el envejecimiento y la enfermedad y la muerte han sido motivos de elucubración. Morir no es una experiencia. En la práctica, nadie ha regresado a la vida para narrar su recorrido personal a lo largo del trayecto completo de la defunción. Jamás ha revivido el polvo que yace allí, y que alguna vez fue el cuerpo de una persona. El morir es una inferencia que parte de verse reflejado a sí mismo en el fallecimiento de otra persona e, incluso, de la mascota, después de todo, ha sido objeto de amor y se le prodigaron cuidados durante años. Así que el vivir corriente está lleno de signos premonitorios que llevan a concluir que algún día llegará el momento definitivo.

Pero también esta sentencia latina me sirve para señalar que no han cambiado los conflictos esenciales del ser humano, lo que progresa es la tecnología y la manera de pensar acerca de las cosas. Hay quienes se alivian con el honor que pueda haber en ciertas muertes, me refiero a los mártires, entonces el sobreviviente se alivia con que el difunto se realza, fallecer le da excelencia y gravedad, autoridad y preeminencia. Para otros pensadores, en cambio, la muerte es indigna, indecorosa, injustificable, carece de mérito alguno porque el único requisito para morir es vivir. Expirar es un evento biológico inherente a la condición humana ineludible, somos primates, formamos parte de la diversidad de la vida sobre la Tierra.

Pero también consuela pensar que el difunto no sufrió, quizá por eso es tan importante el buen morir. Gramaticalmente, la expresión ‘morir dignamente’ es un oxímoron, pues está conformada por palabras de significados opuestos que juntas crean un nuevo sentido. Morir dignamente se refiere al derecho fundamental que forma parte del derecho a la vida y de proteger y respetar la autonomía y la dignidad del paciente con enfermedad terminal, con consentimiento libre e informado, y no solo se refiere al homicidio por piedad, también abarca las alternativas del cuidado paliativo y el derecho a renunciar al tratamiento.

La resolución 1216 de 2015 reglamenta el derecho a morir con dignidad. Se expidió en cumplimiento de la orden expresa de la Corte Constitucional en la sentencia T-970 de 2014 y C-239 de 1997. Prolongar la vida cuando el paciente afligido no lo desea se considera trato cruel e inhumano, una anulación de la dignidad y la autonomía del sujeto moral, sea niño, adolescente o adulto. Y mientras redacto esta columna se legisló en Colombia la voluntad anticipada. De manera que, apreciado lector, si usted puede ahora leer este escrito y le interesa este asunto, quizá sea un buen momento de firmar la voluntad anticipada. Para que el documento se considere válido se requiere que el firmante tenga pleno uso de sus facultades mentales. Mañana no se sabe. Llegado el momento, un comité interdisciplinario verifica que los criterios legales se cumplan, y al autorizar el procedimiento designa al médico encargado de realizarlo. Claro que también, por el otro lado, existe la objeción de conciencia del doctor, emana de la sentencia de la Corte C-355 de 2006 en relación con el aborto.

Arnaldo Meneses, un connotado abogado peruano, me sorprendió en una ocasión cuando me explicó que es avanzadísima nuestra legislación en este campo, si se compara con la de otros países del subcontinente. Pero todo es relativo. En otra oportunidad, comentando estos temas con Elena Bonett, directora de médica del laboratorio farmacéutico Lilly para la región de Francia, Holanda, Bélgica, Argelia, Marruecos y Túnez, la conversación desembocó en que si bien es enorme el progreso de nuestras leyes en esta campo, también es cierto que todavía hay un espacio enorme para avanzar más en este sentido, si se comparan con la legislación de países como Holanda y Suiza, por ejemplo.

De modo que hoy en día se puede entrar en contacto con la Fundación Pro Morir Dignamente. Apoya, protege y difunde este derecho según las creencias del paciente y la legislación colombiana. En su página web encontrará acceso a información variada y a bibliografía, junto con actualizaciones y educación continuada sobre este tema, al igual que conexiones con organizaciones internacionales. Además la Fundación ofrece asesoría a pacientes y familiares, junto con orientación en la toma de decisiones y acceso a grupos de apoyo.

Está establecida la ruta para el derecho a una muerte digna. Incluye una voluntad expresa del paciente, la valoración del médico tratante quién informa acerca de las alternativas: prolongar la vida, la limitación del trabajo terapéutico, las posibilidades del cuidado paliativo y la muerte anticipada. Conocer alivia. Averiguar y entender ponen en orden los pensamientos y los sentimientos. Tranquiliza hablar con la familia, con los amigos, con la comunidad religiosa si es creyente. La compañía es invaluable. Pensar y trajinar sobre estos temas ayuda a descubrir y elaborar las propias creencias y concepciones acerca del morir.

Pero, en todo caso, la teoría es muy distinta de la práctica. Es imposible vacunarse contra la adversidad. Además, aun cuando pueden anticiparse muchas consecuencias de las decisiones, otras se mantienen impredecibles. Conversaba el otro día con Luz Kelly Anzola, prestigiosa médica nuclear, acerca de que cuando se es rico en salud y juventud suena razonable fijar una posición personal drástica acerca del morir. Pero el hábito de vivir es tenaz. A la hora de la verdad la perspectiva cambia. Todo se ve desde un ángulo muy distinto cuando se está ante el ser querido terminal o cuando se es el paciente agonizante. Es curioso. Tememos a nuestros muertos a la vez que los queremos. La cercanía del final modifica todas las prioridades.

Y para regresar el asunto de las elucubraciones universales acerca de la inminencia de la muerte, según Ricardo Soca el sustantivo ‘difunto’ viene del adjetivo latino ‘defunctus’ que se empleaba para referirse a quien por fin saldó una deuda. Fue la Iglesia Católica quien empezó a utilizar este vocablo como eufemismo para referirse al cadáver.

Santiago Barrios Vásquez
Médico, Psicoanalista
Miembro Titular, Sociedad Colombiana de Psicoanálisis





[1] Este texto se publicó originalmente en Epicrisis, el órgano de difusión del Colegio Médico Colombiano.