miércoles, 3 de abril de 2013

La Casa de las Geishas



Nota:

Este es un cuento que fue premiado, en el 2008, con el primer puesto en el concurso de relatos cortos del Taller de Narradores de la Universidad Central. Aparece publicado en Los Hombres También Pueden Amar (2009),  que pueden encontrarse en su versión de eBook en Amazon, http://www.amazon.com/Hombres-Tambi%C3%A9n-Pueden-Spanish-ebook/dp/B00772MRQO/ref=sr_1_1?ie=UTF8&qid=1328960784&sr=8-1 


Amanecí triste, ofuscado; con desasosiego, impaciencia y cansancio por el insomnio; con una sensación en el pecho casi dolorosa. Desilusionado por nada en especial, podría decirse sin exagerar que estaba deprimido. No sabía qué sucedía. Aun así me acosté entusiasmado porque regresaría a mi casa y me encontraría con mi esposa y mis hijos. Trabajaba en Los Ángeles desde hacía una semana. Tal vez se trataba de mi prolongada castidad involuntaria, o simplemente ese era mi estado de ánimo usual, que en ocasiones se hacía más melancólico.  En todo caso, me sentía mal.

Luego de mi última jornada laboral, caminé al atardecer por el bulevar Hollywood. Fue un paseo agradable.  Esa avenida tenía un aire conocido, puesto que en muchas escenas del cine aparecían diversos aspectos de ella, utilizados como escenarios. Me parecía interesante contemplar personas de todo tipo y nacionalidad con el trasfondo de almacenes variados, desde los más elegantes hasta los más modestos: unos comerciaban con ropa de moda, otros con artesanías de países exóticos o antigüedades relacionadas con películas y series de televisión, incluso algunos vendían instrumentos para sazonar el sexo casero. Al pasar frente al Teatro Chino, me entretuve observando la acera donde yacían firmas y huellas de varias generaciones de actores y actrices que se hicieron célebres en la industria cinematográfica.

Seguí caminando por un rato hasta que leí en una esquina: La casa de las geishas. Me detuve a preguntar de qué se trataba el lugar, y el portero mejicano me explicó que era un restaurante, no un burdel. Entonces atravesé el largo túnel de la entrada, con tapete rojo combinado con muros y techo enchapados con espejos. Al final del trayecto me recibió una hermosa anfitriona anoréxica con vestido brevísimo, maquillada y peinada a la usanza de las geishas. Quiso saber, con acento californiano, si quería comer de una vez; pero escogí el bar y allí pedí al cantinero un whisky local, un bourbon doble en las rocas, por favor, como los vaqueros de las películas. Entre tanto, contemplé el lugar exótico decorado al estilo japonés: constaba de un espacio enorme de varios pisos de altura con paredes pintadas de rojo carmesí y de negro el mobiliario.  Al fondo se oía la música inconfundible de Jamiroquai, mientras la concurrencia lucía próspera, alegre y hermosa.

Antes de terminar mi primer trago estaba aclimatado en ese lugar fabuloso y conversaba con mi vecino en el bar, siguiendo la tradición yanqui. Descubrimos que compartíamos la condición de ser ajenos a esa ciudad maravillosa y hablábamos con nostalgia sobre nuestras familias ausentes. Se trataba de un vendedor de productos para belleza que vivía en Chicago, quien también estaba en viaje de negocios, pero a diferencia de mi, esperaba a una amiga que pronto llegaría.

En una pausa de la conversación fui a buscar el baño. Al recorrer el lugar suntuoso vi a una rubia abundante que de inmediato me hizo pensar en mi amiga Adriana, a quien le dedicaba un cortejo platónico desde hacía varios años.  Cuando me acerqué, noté que se trataba de Pamela Anderson en todo su esplendor, con su encanto de cortesana y la corona de espinas tatuada alrededor del brazo izquierdo. Quise aproximarme, pero detrás estaba su colosal guardaespaldas afroamericano vestido de negro, erguido, con los brazos cruzados sobre el pecho, cumpliendo a cabalidad con su deber de protegerla. Iba a decirle algo,  Pamela parecía interesada, pero el escolta protector era más corpulento que yo y estaba en mejores condiciones físicas. Me miró, me asusté, y seguí de largo.

En el baño decorado acorde con el establecimiento asombroso pensé que al día siguiente volvería a mi hogar y jamás tendría oportunidad de estar de nuevo con Pamela Anderson. ¡Se trataba de una señal de los dioses! Fue cuando decidí correr el riesgo, de modo que de regreso me detuve y le dije:

–Buenas noches señora Anderson.

Ella respondió cortés, y el gigante calvo dirigió su mirada torva hacia mí. De todas maneras, proseguí:

–En mi país tengo una amiga muy querida que se parece a usted. Un día se lo dije y se ofendió; le pareció que la insultaba por su pasado considerable.

A la opulenta rubia natural le pareció graciosa la anécdota. Comentó que Adriana era una beata sudamericana que no imaginaba la fortuna que le generaba su dilatado prestigio planetario de mujer fatal. Entonces la invité a comer conmigo.

Mientras caminábamos hacia la mesa tuve el privilegio de detallar sus piernas atléticas, el ritmo de su grupa bestial y la espalda desnuda. ¡Quién no perdería la cabeza por ese dorso! Nos ubicaron en el segundo piso al lado de la balaustrada, desde donde observábamos a los pobladores del salón de abajo: en el centro había una gran mesa redonda donde comían conversando felices lasgeishas estadounidenses que trabajaban en aquel lugar de fábula, naturalmente con la mujer que me había recibido hacía un rato.

Ante la mirada impávida del escolta nos deleitábamos despreocupados. Me enteré que se llamaba Dick, tan experto en artes marciales como en el empleo de armas convencionales. Además era deportista, vegetariano, abstemio, homosexual y aspiraba a ser actor de cine, todo aquello sin contradicción aparente.

Ordenamos el lomo de Kobe, proveniente de los hatos del Emperador del Japón, servido con salsa agridulce al estilo oriental. Para la noble tarea de acompañar ese manjar escogimos una botella de vino potente y versátil, un zínfandel, cuyo origen podría estar en Hungría o Italia, pero su producción industrial empezó durante la fiebre del oro en Sonoma, justo allí, en el valle de Napa, en California. Se trataba de un gran vino tinto redondo, armónico, agraciado, balanceado, sedoso y con cuerpo. ¡Perfecto para enriquecer el almizcle de esa carne sagrada! Jamás me imaginé que ese viernes terminaría así, la combinación del lugar, la compañía de la fascinante dama y la cena suntuosa, me hicieron sentir como un cazador.

Me contó mi nueva amiga íntima que desde la maternidad sus prioridades cambiaron drásticamente.  Los años le dieron sabiduría, al igual que le restringieron posibilidades laborales, pues ya estaba senil para el mundo del entretenimiento. En ella se operaron cambios fundamentales, verbigracia, le surgió la afición por la lectura.  En ese momento estaba embelesada con una obra de Bertrand Russell que la divertía porque con rigor invirtió diez páginas de su libro sobre lógica matemática para definir el número uno, la unidad.

Admiraba sus senos fastuosos que se me ofrecían por el escote del vestido mientras se me ocurría describir la imponencia andina. Embelesado con sus ojos felinos, labios gruesos y cuello delgado, le conté que estudiaba indoeuropeo.  Rió encantada con la noción de que los idiomas europeos al igual que algunos de Irán, Afganistán y el norte de la India provinieron de una sola familia lingüística que existió hace unos seis mil años, poco después del descubrimiento de la fermentación, y del vino, por supuesto.

Al concluir la cena inverosímil con una torta de chocolate que compartimos, viajamos en su carro de fabricación inglesa conducido por Dick hasta su casa en Beverly Hills. ¡Espléndida como todo lo de ella! Al llegar allí, primero se aseguró de que sus hijos estuviesen dormidos, luego tomamos otro bourbon y continuamos nuestra conversación amenísima, hasta que por fin, sin saber cómo ni por qué me la encontré entre mis brazos.  Nos besamos con pasión y sin afán, ni controversia; tampoco hubo promesas de amor eterno ni resistencia protocolaria. Por último, galopé con mi amante americana, mientras entre quejidos lúgubres suspiraba agradecida obscenidades en inglés. Dí gracias a las divinidades por mi bilingüismo, jamás me había sido tan útil la lengua de Shakespeare. Esa noche comprendí el sentido de la globalización, entendí el afán por dominar el mundo, y luego dormí como un bebé con ella sobre la cama enorme en su alcoba de princesa.

En la mañana, mientras se ejercitaba en el gimnasio de su palacete, Dick, transmutado en mayordomo, me despertó con un desayuno frugal. En el hogar de Pamela la dieta siempre era natural y baja en calorías, ya que la aterraba la obesidad. Al terminarlo me dí una ducha prolongada en su baño amplio con vista al jardín. Seguidamente busqué a mi anfitriona, quien venía versallesca y acalorada en ropa deportiva.  Le dí las gracias, me despedí con un estrechísimo abrazo y le prometí que volvería pronto.

Por último, partí con el coloso. Camino al hotel, a recoger mi equipaje, pensé en lo que había sucedido. Estaba confundido. No sabía si era un recuerdo o, por el contrario, un sueño erótico producto de la ausencia prolongada de mi señora mezclado con el deseo taciturno y reprimido de Adriana, sumado a mi miedo a su atlético marido. De todas maneras, ya no estaba tan triste como ayer, pese a que constataba una vez más la fragilidad del mundo del licor y el dolor de regresar a la vida corriente. Entonces decidí recordarlo todo una vez más narrándole mi dilema a Dick, ahora transformado en mi hermético conductor.  Luego de oír atento a mi relato, respondió con sorna:

–Eso suele sucederle a los heterosexuales en la presencia de la señora Anderson, por eso me escogió a mi para este trabajo.

Y rápidamente lo refuté sin titubear:

–En cambio a los heterosexuales nos entrenan para la amnesia sobre  cosas íntimas de la pareja–respondí orgulloso, pensando que mis amigos jamás me creerían este episodio veraz.



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