viernes, 4 de octubre de 2019

El amor después de los cincuenta



Me parece que el amor después de los cincuenta es lo mejor que puede sucederle a un ser humano. Esta es una observación rigurosa y metódica acerca de las regularidades que se dan en la naturaleza, hecha en mi consultorio de psicoanalista que es un observatorio de la condición humana. Este es un amor vasto y apasionado, entregado y convencido, comprometido y definitivo. Es un amor diferente a los de otrora: el enamorado madurísimo ahora se pregunta “¿qué puedo hacer por ti?,” en lugar de “¿qué puedes hacer por mí?” Es un amor con vasectomía o sin ella, lo digo porque también hay hombres que nostalgian el vivir doméstico de la etapa reproductiva, entonces arrancan nuevas familias a estas alturas de la vida. Quizás lo que hace tan bello este amor otoñal es que el enamorado es un náufrago: es alguien que ha sobrevivido a mil batallas con aciertos y desaciertos, ha protagonizado experiencias ejemplares, y otras que no lo son tanto, es una persona que ha construido y ha destruido, es alguien que ha probado el gusto del pecado y ahora es capaz de tomar una decisión informada y libre. En suma, este es un tipo que ha vivido y ha hecho lo que ha querido, como canta tan bellamente Frank Sinatra.

Sigmund Freud, el primer psicoanalista, planteó la idea revolucionaria de que durante los primeros cinco años de la vida se construyen las bases de la mente en relación con el desarrollo del cuerpo, desde luego, en el contexto de la familia. Así empieza a conformarse tanto la identidad de género como la capacidad de pensar y negociar las necesidades personales con las del mundo exterior ancho y ajeno. Luego, en una siguiente etapa, que coincide aproximadamente con el periodo escolar temprano, el niño desarrolla todavía más su individualidad, sóio que ahora lo hace en un ámbito más amplio que el de la familia, un universo más complejo, impredecible y exigente. Hasta que años más tarde llega a la adolescencia, cuando los cambios corporales propios de esta etapa se dan al unísono con el descubrimiento de un mundo aún más amplio e insondable. Cambios que van de la mano del tránsito irremediable de la sexualidad infantil hacia la de la adultez temprana. De modo que, por así decirlo, en esta etapa se reviven situaciones infantiles, sólo que en una versión mucho más compleja y desafiante.

Pero ahí no para todo. Después la persona se transforma en un soltero con puesto, una expresión que leí alguna vez no recuerdo si en un artículo del periódico o de una revista, incluso hasta pudo ser en un libro, en todo caso se trata de una expresión que me pareció pintoresca. Se refiere al joven adulto que se encarga de su propia vida, solo que ahora lo hace con sus medios materiales y mentales, independiente de los padres, y lo hace con la bella inocencia de la juventud. Desde luego, se entrevé en estas líneas que la progresión del desarrollo de la mente depende de la manera en que se resolvieron las etapas anteriores. Siempre se está aprendiendo a partir de la experiencia vivida. De modo que ahora la persona pone a prueba una vez más su identidad sexual y su mente, sólo que a menudo lo hace desconociendo sus verdades más profundas e inconscientes, sus conflictos infantiles por resolver. Conjeturo que así puede explicarse que la incidencia de divorcio en el primer matrimonio se acerca al cincuenta por ciento.

El vivir doméstico durante la etapa reproductiva es demandante. Aparece, entonces, el problema bastante arduo del paso del enamoramiento al amor maduro. Cuando la pareja además de amarse aprende a ocupar el mundo de una manera eficaz, tolerando la distancia y el aplazamiento y la diferencia, hasta lograr zanjar el desacuerdo y asimilar la desilusión. Así se construye esa bella intimidad que existe entre los que han conocido la maravilla del sexo con amor a largo plazo. Porque tampoco creo que la pasión sea flor de un día, existen las pasiones duraderas.

Y llega el momento de la procreación. Uno de los aspectos de más consecuencias en la vida de una persona, sea porque decide tener hijos o porque, al contrario, opta por no tenerlos. La paternidad es un evento que desarrollo todavía más la identidad de género y el sentimiento de adueñarse de quien se es. Pero también es tan complejo ser padre como no serlo. Además, no todo el mundo sigue el camino de la reparación y la elaboración y el tránsito hacia la madurez. En la adultez, las personas continúan con ese proceso de construir la identidad de género y perduran las exploraciones sexuales de la infancia. La familia es un grupo de altísimo valor sentimental, eso sin mencionar el infortunio y los sinsabores del vivir doméstico, entonces aparece la infidelidad y el divorcio. Entre más veo a las personas en mi consultorio, más me impresiona la dificultad y el dolor que supone romper con una pareja y desde luego con la familia. Contrario al mito urbano, me parece que el divorcio es un evento catastrófico en la vida de la gente, todos pierden: la pareja, los hijos, la familia, los amigos. La viudez, en cambio, tiene la connotación del infortunio y es más elegante; mientras que el divorcio es como si la pareja que se fue se transformara en un muerto viviente, en un zombie como dicen en la televisión, lo cual hace que el duelo sea más complejo porque se mantiene la relación entre los que fueron esposos. Es escalofriante pensar que estamos juntos hasta que la muerte nos separe.

Pasado es el efecto en el presente de eventos ya acaecidos, y es común que el hombre de cincuenta haya vivido esta vorágine. La vida es un continuo aprendizaje: la realidad es imperfecta, siempre contraría los deseos y las explicaciones personales, de manera que la capacidad de elaborar duelos es fundamental. La frustración estimula el pensamiento, mientras que la gratificación no enseña tanto. Así que sabiduría es lo que se encuentra al final del duelo, no es la felicidad. Lo que sucede es que duelo no es sólo dejar de penar por la pérdida, implica reparar, ser capaz de construir de nuevo y seguir adelante de una manera genuina y coherente, que incorpore el conocimiento que se ha adquirido al echar a perder. Lo que abre la posibilidad del aprendizaje y el cambio a partir de la experiencia es sentirse mal consigo mismo y el anhelo de transformarse. Pero no siempre se logra este ideal. El duelo es un trabajo mental exigente que no tiene atajos. Y las personas con frecuencia desfallecen. Al darse por vencidas, optan por los psicofármacos y las estupefacientes y el licor para olvidar, o simplemente repiten compulsivamente. Las personas son genio y figura hasta la sepultura, si no tienen autocrítica, tampoco se sienten incómodas con el estado actual de las cosas ni se hacen preguntas existenciales.

Desde luego también hay parejas convencionales que funcionan como en 1950, se trata de parejas exitosas que son la quintaesencia de la monogamia. Conjeturo que todo esto tiene que ver con la salud mental de base, con la personalidad premórbida podríamos decir. Así hay quienes logran desarrollarse conservando el contacto consigo mismo, siendo genuino y cómodo con lo que se es. Se trata de personas maduras que se desarrollan en familias amorosas y equilibradas y estables. Entonces logran una progresión de sus mentes que es más homogénea y oportuna, sin ser precoz ni mantenerse inmaduro, simplemente, evolucionan de una manera más ecuánime. Asuntos de extrema complejidad, lo digo porque el vértigo de la infidelidad no es para todos, mientras que el divorcio soluciona unos problemas y causa otros nuevos, a menudo imprescindibles.

De modo que la maravilla del amor a los cincuenta está en que es imperfecto. Es un crisol a donde se amalgaman innumerables experiencias pasadas, logrando una mezcla más humana de las pasiones y el pensamiento. La maduración es un trabajo pos de resolver las cuentas pendientes, y en la medida en que la persona conoce más, logra ser coherente tomando decisiones que le hacen más adecuado su funcionamiento en el mundo. La mente está en continuo desarrollo desde el nacimiento hasta la muerte, y el amor después de los cincuenta es el resultado de haber trasegado este mundo inconmensurable e indiferente, por eso a estas edades se valora tanto a la otra persona. El hombre por encima de los cincuenta es alguien que sabe de cosa buena, pero también ha conocido las inclemencias de la vida corriente. O, como decía mi anciano padre: “el joven no sabe apreciar a la mujer.”

martes, 1 de octubre de 2019

En realidad, son pocas las maneras de morir



En realidad, son pocas las maneras de morir



El punto de vista lo es todo. Hace poco me encontré con un querido y viejo amigo: un investigador en envejecimiento. La dinámica de esa grata y animada conversación desembocó en que impera el entusiasmo y el optimismo en su grupo por la longevidad que prometen los nuevos tratamientos genéticos. Anoté que hace un siglo la muerte por lo general era de repente: estaba ligada a infecciones, accidentes y al trabajo de parto; mientras que hoy el fallecer súbitamente es menos común, al menos en los países con sistemas de salud relativamente eficaces, como Colombia. Pero, como la realidad es imperfecta, al final de la larga vida de que ahora disponemos la inmensa mayoría de las personas adquieren una enfermedad seria y progresiva. Entonces mi amigo me miró con condescendencia, y nos despedimos.

En 2005 apareció un artículo titulado “La trayectoria de las enfermedades y el cuidado paliativo” en el British Medical Journal. Describe un modelo para pensar: la trayectoria típica de la enfermedad terminal. Con la intención loable de responder dudas acerca de la expectativa de vida y qué esperar de lo que se avecina, estos autores aportan la posibilidad de anticipar las necesidades del paciente en particular, al compararlo con casos semejantes. Es un paciente crónico con una enfermedad degenerativa que requiere planear e integrar el esquema terapéutico activo con el cuidado paliativo oportuno. Porque al momento de preguntarse acerca del pronóstico, la persona no sólo quiere saber cuánto le queda de vida, también desea informarse acerca de qué esperar. De modo que la trayectoria típica de la enfermedad es un modelo para pensar y organizar las cosas al resolver dudas sobre el tiempo, la salud física y mental, y las interacciones que se esperan con el sistema de salud.

Pero también la trayectoria tiene en cuenta que la realidad es inconmensurable. La enfermedad afecta a las personas de distintas maneras, por eso es difícil establecer el pronóstico a ciencia cierta. Aun cuando puede encontrarse regularidades entre los casos, por los síntomas y las necesidades que surgen con el avance de la enfermedad. De modo que la trayectoria es conceptualmente útil, se basa en estudios cualitativos longitudinales, después de todo anticipar el desenlace de la enfermedad, así no pueda alterarse, ha sido un problema central de la medicina desde los tiempos de Hipócrates. Considerarla permite planear para el tratamiento del deterioro progresivo y la muerte inevitable, que es el desenlace de la trayectoria. Además, conocerla es una manera de asumir la situación terminal, pues al informarse y entenderla pueden tenerse expectativas más realistas sobre el morir. Una óptica aplomada acerca de la expectativa de vida modera el imperativo tecnológico, disminuyendo las hospitalizaciones y los tratamientos innecesarias y agresivos.

Así que considerar la trayectoria de la enfermedad terminal ofrece una visión panorámica sobre la situación global del paciente. Es un marco de referencia que orienta, sin olvidar que cada caso es particular. La realidad siempre elude las palabras. En la práctica, cada paciente muere en momentos diferentes y su progresión no es homogénea. Intervienen variables relacionadas con la enfermedad, la familia y la comunidad, de modo que las necesidades y las prioridades son cambiantes.

Una trayectoria es la progresión rápida y continua de la enfermedad con deterioro evidente, y una fase terminal clara. Esta es una situación que suele darse entre los pacientes con cáncer. Transcurren semanas, meses y a veces años. Se notan los efectos positivos y negativos del cuidado paliativo, pero también hay pérdida de peso, disminución del desempeño personal e incapacidad de encargarse de sí mismo. Con el diagnóstico temprano y la posibilidad de hablar de manera libre acerca de estos temas, se abre la posibilidad de anticipar la necesidad de cuidado paliativo.

Otra es la trayectoria que declina lentamente, aumentando las limitaciones a largo plazo, intercalada con episodios graves e intermitentes, seguidos de recuperación que no llega a alcanzar el nivel inicial. Hasta que, eventualmente, todo termina en una defunción inesperada. Este patrón suele presentarse en el caso de la enfermedad pulmonar obstructiva crónica y la falla cardíaca. La persona enferma por meses y años con exacerbaciones agudas, a menudo severas, y a veces mortales, que suelen requerir hospitalizaciones y cuidado crítico. Pero también el paciente puede sobrevivir, aun cuando con una tendencia general hacia el deterioro en la salud y el estado funcional. En este grupo el momento de la muerte sigue siendo incierto.

En la tercera trayectoria, en cambio, el paciente declina de una manera gradual y prolongada, suave y lenta, este es el caso del anciano frágil y las demencias. El deterioro es progresivo, inexorable, subrepticio, ininterrumpido. Este paciente ha eludido el cáncer y la falla de los órganos, entonces muere a mayor edad con alteraciones neurológicas, como la enfermedad de Alzheimer y otras demencias, así como con fragilidad generalizado y compromiso multisistémico. Además, en este caso la discapacidad es progresiva en lo cognitivo y lo físico. La persona pierde peso y capacidad funcional hasta que sucumbe a eventos físicos menores o actividades diarias triviales. Esta trayectoria suele interrumpirse por la muerte relacionada con la fractura del cuello del fémur o con una neumonía, por ejemplo.

Adicionalmente, hay situaciones especiales. En el caso de la falla renal, verbigracia, podría darse una cuarta trayectoria: el paciente declina de manera continua, con un ritmo de deterioro variable que depende de la patología asociada que subyace. Y, por otra parte, también se considera la trayectoria mental, entonces se rastrea el desempeño social, particularmente en el paciente con demencia, a través de sus actividades diarias y el aislamiento que sobreviene. Pero también, en el caso del cáncer, se tiene en cuenta que el penar aparece los momentos del diagnóstico y de las recurrencias y al final de la vida. Diferente del caso de la persona con falla cardiaca, para quien el desafío es más uniforme a lo largo del proceso de deterioro.

Más aún: hay pacientes que se salen de estas trayectorias o pasan de una a otra, como en el caso del evento circulatorio en el sistema nervioso que produce desde muerte súbita hasta una trayectoria semejante a la del cáncer. Incluso podría darse una sucesión de eventos vasculares subsiguientes, que se manifiestan con un declinar inexorable y lento tachonado de crisis graves que aceleran el proceso cada vez más. Y los pacientes con varias enfermedades pueden tener, simultáneamente, dos o más trayectorias, a donde se vuelve protagonista la de evolución más rápida, como en el caso del paciente mayor con cáncer de progresión lenta. 

Sigo discrepando de mi amigo investigador en longevidad. No hay una receta universal. Las personas con enfermedades no malignas suelen tener necesidades más duraderas y requieren planeación estratégica, aun cuando la carga agobiante de los síntomas termina siendo semejante, a la larga, entre los pacientes con cáncer y los que tienen enfermedades terminales no malignas. Quizá hacer siempre todo lo posible sea un error.

Comprender la manera en que podría suceder la muerte en un futuro no muy lejano ayuda a la persona a organizarse. El objetivo del cuidado paliativo es alcanzar una muerte apacible, digna, oportuna: que no sea muy tarde ni muy temprano. Antes de la etapa terminal, también hay que considerar, en un diálogo razonable entre el paciente, la familia y el médico, la calidad de vida y el manejo de los síntomas. El cuidado paliativo ya no sólo se reserva para el final, cada vez más se emplea tempranamente, en la evolución de la enfermedad, junto con el tratamiento curativo.

Las trayectorias no son una ciencia exacta. Pero sí ayudan al paciente y a los familiares a encarar la realidad tozuda. Sin olvidar que tienen en cuenta el deseo de reanimación y abren la posibilidad al paciente de organizar sus asuntos mundanos. La voluntad anticipada también es importante, en especial para los que van por la tercera trayectoria, pues la toma de decisiones al calor del momento de la crisis es difícil. Hoy se es más libre para fallecer según las preferencias personales, y la trayectoria de la enfermedad terminal permite planear el buen morir. La defunción en la casa es el deseo de la inmensa mayoría: así lo indican el 65% de los pacientes que están en la trayectoria del cáncer y en la de la falla multisistémica, además el hogar es el sitio preferido para el cuidado paliativo del paciente terminal.

Santiago Barrios Vásquez
Médico, psicoanalista 
Miembro titular, Sociedad Colombiana de Psicoanálisis


Nota: Este texto se publicó originalmente en Epicrisis, el órgano de difusión del Colegio Médico Colombiano.

De la futilidad terapéutica


De la futilidad terapéutica

La noción de la futilidad terapéutica es un tema bastante controversial, como todo lo que tiene que ver con estos asuntos del final de la vida. Se trata de un concepto que se refiere a establecer cuándo un paciente ha llegado al límite de las posibilidades terapéuticas frente a la historia natural inexorable de la enfermedad hacia el deterioro y la muerte. Desde luego, este es un tema que alude al pronóstico, al porvenir, a qué se espera que suceda con ese caso en particular. Es algo que siempre entraña incertidumbre, pues como todo en medicina, las cosas dependen de la variabilidad individual. Generalizar siempre es problemático. De modo que no hay un criterio universal como la gravedad que sea nítido, definitivo, homogéneo y que sirva de parámetro incontrovertible para resolver esta situación cuando el paciente es alguien cercano, tampoco cuando se está en el ambiente académico debatiendo este problema con los colegas como parte de una discusión sobre bioética ni en la situación clínica cuando se es el médico tratante.

La futilidad clínica es motivo de reflexión desde la antigüedad. Ya Hipócrates desaconsejaba tratar aquellos pacientes avasallados por la enfermedad, aceptando con decoro que en esos casos la medicina era impotente. El acto médico siempre debe tener una meta, una finalidad, con un alto nivel de certeza de que esa actuación alcanzará el objetivo esperado. Mientras que la futilidad médica se presenta cuando se piensa que una actuación clínica carece de un propósito útil y de un objetivo específico. El problema de este planteamiento está en que establecer qué es un alto nivel de certeza abre un espacio vastamente grande de incertidumbre, debate, controversia. ¿Entonces, cómo se determina que se ha llegado a una situación en que el acto médico es irrelevante? Me parece que no hay una respuesta sencilla para este interrogante.

Entre los partidarios de la idea de que sí existe la futilidad terapéutica, algunos consideran que el punto de inflexión está en la futilidad fisiológica: cuando se ha alcanzado un estado de cosas en que no hay evidencia de que con el acto médico pueda afectarse el desenlace fisiológico. Este es el criterio cualitativo de la futilidad médica. Otros pensadores, en cambio, argumentan que es improcedente perseverar con el acto médico cuando la muerte es inminente: esta situación se presenta cuando el tratamiento podría mejorar la condición fisiológica, pero el deterioro médico global del paciente continúa con su curso inmodificable hacia la defunción sin que pueda revertirse. Pero también hay algunos estudiosos que consideran la futilidad global: ellos aceptan que el tratamiento pudiera tener beneficio fisiológico aplazando la muerte, sin embargo, el paciente no recuperaría una vida digna ni la capacidad de interactuar con el ambiente. En esta situación el tratamiento no beneficia globalmente al paciente. Además, algunos académicos argumentan que el límite de la futilidad terapéutica puede partir de la base de la calidad de vida del paciente: en este caso el tratamiento aporta mejoría fisiológica y la muerte se aplaza y se conserva cierta autonomía y dignidad, pero el desenlace esperado no concuerda con los valores, creencias y aspiraciones del paciente y su familia. Sin olvidar que también existe la posición que defiende la idea de que si bien otras variables como los costos, el triage de los recursos limitados y la justicia social son criterios que no deberían intervenir en las discusiones acerca de la futilidad terapéutica, también hay que tenerlos en cuenta. Existen situaciones en que los costos exceden los beneficios. En el mundo estamos, y estas son reflexiones pertinentes en estas circunstancias.

Por el otro lado, hay un grupo creciente que enarbola el argumento de que la futilidad médica es un falso problema en la actualidad. El acto médico siempre tiene propósito, nunca es irrelevante. Plantean que esta situación era propia de la medicina de la antigüedad, cuando la mayoría de las enfermedades superaban las posibilidades terapéuticas de la época. Pero en la actualidad, con el progreso, la tecnología y el desarrollo del conocimiento de la medicina moderna científica, la futilidad clínica dejó de existir. Entonces el dilema está más bien en preguntarse cuándo el acto médico simplemente aplaza la muerte. En este enfoque, para resolver el dilema acerca del final de la vida, más bien se utiliza una combinación de los protocolos y la mejor información disponibles, aunados a la idea de siempre tener en mente el interés y el beneficio del paciente. El tratamiento médico nunca es estéril. Hay diferencia entre tratamiento drástico y cuidado paliativo, que involucra tanto la analgesia y otras terapéuticas, como el respeto por la dignidad y la garantía de que se le dará el mejor cuidado posible a la persona hasta el último día.

En todo caso, establecer que un tratamiento es irrelevante llega a ser un dilema bioético bastante arduo. Quizá, en la práctica lo mejor es combinar los enfoques que hemos enumerado según se presente la situación particular, pues no parecería haber una respuesta ecuménica para este asunto. Además de los aspectos clínicos hay que considerar la condición humana del paciente, junto con la identidad del médico, los deseos y las perspectivas de la familia, sin olvidar sus valores y creencias religiosas ni la participación de sistema de salud. En últimas, esta decisión la toma el paciente, el familiar y el médico, todo depende del punto de vista, abriendo la posibilidad de dialogar, sopesando alternativas de la manera más abierta y respetuosa, con compasión y con el mejor conocimiento disponible. Estas conversaciones además ofrecen la posibilidad de aclarar las metas y el porvenir del paciente, en busca de una práctica médica respetuosa y segura.

Es importante explicar la futilidad terapéutica al paciente y su familia. El doctor no está obligado a dar tratamientos que piensa son ineficaces o nocivos. Su compromiso es no hacer daño. Tiene la libertad de ejercer el juicio clínico. Menciona el tratamiento así esté convencido de su futilidad, porque en todo caso la familia tiene derecho a saber. Y cuando se presenta la controversia, el paciente tiene la potestad de tomar sus propias decisiones, siempre y cuando no tenga limitaciones cognitivas. En segundo lugar, se encargaría la familia cercana. De todos modos, este debate siempre debe ser abierto y respetuoso, desde luego sin perder de vista el bienestar del paciente.

Santiago Barrios Vásquez
Médico, Psicoanalista
Miembro Titular, Sociedad Colombiana de Psicoanálisis

Nota: Este texto se publicó originalmente en Epicrisis, el órgano de difusión del Colegio Médico Colombiano.